Las únicas dos personas que podrían compartir mi secreto y explicármelo murieron hace ya veinte años, llevándose a la tumba todo lo que sabían.
—Es terrible —dice Felicity, lanzándome una rápida mirada.
—Sí, mucho —responde la señora Nightwing—. Creo que deberíamos pasar a otro tema más agradable. Acabo de recibir una carta encantadora de una de nuestras exalumnas, la actual lady Buxton. Ha vuelto de un viaje a Oriente, donde tuvo ocasión de ver la famosa danza de los derviches. Su carta es una demostración perfecta de inteligencia: entretiene y no agobia al destinatario con problemas de índole personal. Si alguien quiere verla, está a su disposición.
Toma un sorbo de té. Perdemos terreno a marchas forzadas. Miro a Felicity, que mira a Ann, quien a su vez me mira a mí. Al final, Felicity exhala un hondo suspiro y se le humedecen los ojos.
—Señorita Worthington, ¿qué demonios le ocurre?
—Ay, lo siento, señora Nightwing, pero no puedo evitar pensar en esas chicas y en el fuego y en lo terrible que debió de ser todo eso para usted.
Me quedo tan atónita que tengo que clavarme las uñas en la palma de la mano para no reírme a carcajadas. Pero la señora Nightwing se traga el anzuelo por completo.
—Sí, fue terrible —dice como si estuviera muy lejos—. Entonces yo estaba aquí de profesora y la directora era la señora Spence, que en paz descanse. Murió en el incendio cuando intentó rescatar a las niñas. Todo para nada, para nada.
El recuerdo parece torturarla, y me siento culpable por obligarla a revivir lo ocurrido. Brigid, de pie a mi lado, recoge platos y escucha. Felicity apoya el mentón en las manos.
—¿Cómo eran Sarah y Mary?
La señora Nightwing piensa un momento.
—Como todas las chicas, supongo. Mary era una chica tranquila y leía mucho. Quería viajar, conocer España y Marruecos, y la India. Era una de las favoritas de la señora Spence.
—¿Y Sarah? —pregunto.
Brigid detiene la mano sobre los platos como si hubiera olvidado su intención inicial. En silencio, recoge los cubiertos.
—Sarah tenía un espíritu más libre. Viéndolo en retrospectiva, pienso que la señora Spence tendría que haber ejercido mayor control sobre ella. Eran chicas imaginativas, aficionadas a los cuentos de hadas, de magia y esas cosas.
Me quedo mirando el plato de natillas.
—¿Y cómo ocurrió el incendio? —pregunta Cecily.
—Fue un accidente absurdo. Las chicas se fueron al ala este con una vela cuando tenían que estar acostadas. Nunca sabremos qué hacían allí. Sin duda una de sus fantasiosas aventuras. —La señora Nightwing, ensimismada, bebe un sorbo de té—. La vela prendió en una cortina, supongo, y las llamas enseguida se propagaron. La señora Spence debió de acudir en su ayuda y la puerta se cerró tras ella… —Calla, mirando el té fijamente como si pudiera ayudarle—. Yo no pude abrirla. Era como si algo pesado la sujetara con fuerza. Supongo que deberíamos considerarnos muy afortunadas. Podría haber ardido la escuela entera.
No se oye nada salvo el ruido de los platos en las manos de Brigid.
—¿Es verdad que Sarah y Mary andaban metidas en algo sobrenatural? —interviene Ann.
Se cae un plato al suelo. Brigid, de rodillas, recoge los trozos rotos y se los pone en el delantal.
—Lo siento, señora Nightwing, iré a buscar una escoba.
La señora Nightwing lanza una mirada furibunda a Ann.
—¿De dónde ha sacado ese rumor insidioso?
Revuelvo el té con la concentración propia de una monja durante sus rezos, maldiciendo a Ann y su estupidez.
—Leímos…
Interrumpo a Ann con una patada en la pierna.
—N-n-no me acuerdo.
—¡Majaderías! Si alguien le ha estado contando semejantes patrañas, debo saberlo de inmediato…
Felicity acude en su auxilio.
—Me alegro de que no sea verdad y de que la reputación de Spence esté por encima de toda duda. ¡Qué accidente tan terrible! —Al pronunciar la palabra «accidente», fulmina a Ann con la mirada.
—Yo no creo en absoluto en lo sobrenatural —dice la señora Nightwing con desdén, enderezando la espalda y apartándose de la mesa—. Pero sí creo en el poder de la mente de las niñas para conjurar toda clase de duendes, que no tienen nada que ver con lo oculto y sí con las malas acciones. Así que repetiré mi pregunta: ¿Alguien ha estado llenándoles la cabeza de historias de magia y esas bobadas? Porque no pienso tolerarlo.
Estoy segura de que oye los latidos de mi corazón desde el otro lado de la mesa cuando todas juramos nuestra inocencia. La señora Nightwing se pone en pie.
—Si llego a descubrir lo contrario, castigaré a las responsables con severidad. Y ahora ha llegado el momento de despedirnos hasta mañana. Ha sido un largo día.
Prometemos retirarnos en cuanto hayamos acabado, y la señora Nightwing, como todas las noches, se va al gran salón para anunciar que es hora de irse a la cama.
—¿Es que te diste un golpe en la cabeza cuando eras pequeña o qué? —pregunta Felicity a Ann con aspereza en cuanto sale la señora Nightwing.
—L-l-lo siento —tartamudea Ann—. ¿Por qué no queríais que supiera lo del libro?
—¿Y que nos lo confisque? Ni hablar —contesta Felicity con sorna.
Brigid vuelve a entrar secándose las manos con un trapo.
—Se la ve nerviosa esta noche, Brigid —observa Felicity.
—Sí —asiente mientras retira migas de la mesa—. Sólo de hablar de esas dos chicas me entran escalofríos. Me acuerdo muy bien de ellas, y no eran tan santas como las pinta la señora.
Para saber algo de lo que ocurre en una casa, hay que preguntárselo a los criados, como solía decir mi padre. Invito a Brigid a sentarse a mi lado.
—Debería descansar un poco, Brigid. Le hará bien.
—Pues lo haría encantada. Ay, mis pies.
—Háblenos de ellas —la insta Ann—. Cuéntenos la verdad.
Brigid deja escapar un suave silbido.
—Eran niñas malvadas. Sobre todo esa Sarah. Una descarada. Yo entonces era joven, y nada fea. Tenía un montón de pretendientes que venían a buscarme los domingos para acompañarme a la iglesia. Siempre iba a la iglesia, lloviera o tronara, todos los domingos.
Brigid tiene cuerda para rato. Podemos pasarnos toda la noche oyéndola hablar sobre su devoción.
—¿Y las chicas? —insisto.
Brigid me mira fijamente.
—A eso iba, ¿no? Como decía, yo iba a la iglesia los domingos. Pero un domingo, la señora Spence, que era como el ángel del Señor sentado a mi diestra, va y me pide que me quede con la pobre Sarah, que se sentía mal. Esto ocurrió más o menos una semana antes del incendio. —Se interrumpe y tose para llamar la atención—. Cuesta hablar con la garganta seca.
Ann, diligente, le sirve una taza de té.
—Buena chica. Bien, sólo les contaré lo que sé a ciencia cierta. Y no puede salir de estas cuatro paredes. Tienen que jurarlo.
Nos apresuramos a jurárselo, y Brigid reanuda su relato, encantada de tener un público tan atento.
—La verdad es que no me hizo ninguna gracia quedarme. Mi pretendiente, Paulie, iba a venir a buscarme y, además, yo tenía un sombrero nuevo. Pero el deber es el deber. Ya lo verá, señorita Ann, cuando empiece a trabajar.
Avergonzada, Ann aparta la mirada y no puedo evitar compadecerme de ella.
—Vaya, esto necesita azúcar… —dice Brigid, y tiende la taza como una reina.
Se está aprovechando de nosotras pero, como tiene información que necesitamos, voy a buscar el azucarero y esperamos mientras se sirve dos terrones y revuelve el té.
—Reconozco que ese día no me sentí muy caritativa con la señorita Sarah. Pero cuando fui a llevarle el desayuno en una bandeja, en lugar de estar en la cama, la encontré en el suelo, agazapada como un animal, hablando con Mary. Discutían. Oí a Mary decir: «Ah, no, Sarah, eso no lo podemos hacer. ¡No podemos!». Y Sarah dijo algo así como: «Para ti es muy fácil decirlo. Lo que pasa es que quieres irte y dejarme». Mary se echa a llorar, y Sarah la abraza y la besa de la manera atrevida. Yo casi me caigo de espaldas allí mismo, la verdad. «Estaremos juntas, Mary. Siempre». Y luego le dijo algo más, no sé qué exactamente, sobre un «sacrificio». Y añadió: «Esto es lo que hay que hacer, Mary, te lo aseguro. Es la única salida». Y entonces Mary la cogió y le dijo: «Pero es un asesinato, Sarah». Eso dijo: «Asesinato». Se me hiela otra vez la sangre sólo de pensarlo.
Ann se está mordiendo las uñas. Felicity me coge la mano, y siento que se le ha enfriado la piel. Brigid mira por encima del hombro hacia la puerta para asegurarse de que estamos solas.
—En fin, debí de hacer algún ruido o algo así, y Sarah se levantó como un rayo con mirada asesina y me empujó contra la pared. Eso hizo. Me miró a la cara, con esos ojos fríos que tenía, ojos sin alma, y dijo: «¿Conque espiando, Brigid?». Y yo le contesté: «No, señorita. Sólo le traía la bandeja, como me dijo la señora». Porque estaba muerta de miedo, no me importa reconocerlo. Allí había algo fuera de lo normal.
Todas contenemos el aliento, a la espera. Brigid se inclina hacia nosotras.
—Tenía una de esas muñecas para maleficios, de las de trapo, como las que llevan las niñas gitanas, y la acercó a mi cara y me dijo: «Brigid, ¿sabes qué les pasa a los espías y traidores? Los castigan». Y entonces me arrancó un mechón de pelo de cuajo y lo envolvió alrededor de la muñeca. «Mantén la boca cerrada», me advirtió, «o la próxima vez…». En fin, nunca he corrido tan rápido en mi vida. Me quedé toda la tarde en la cocina. Pocos días después murieron las dos, y no puedo decir que lo haya lamentado. Aunque fue una lástima por la pobre señora Spence.
Brigid se santigua rápidamente.
—Yo ya sabía que no tramaban nada bueno, las dos con sus secretos y corriendo a ver a la Madre Elena cada vez que venían los gitanos. —A Brigid no le pasa inadvertido el codazo que me da Ann—. Sí, sé lo de las visitas a la Madre Elena. La vieja Brigid no nació ayer. Más les vale mantenerse alejadas de ella. No está bien de la cabeza, siempre parloteando de esto y aquello. Espero que no estén ustedes metidas en nada de eso.
Nos mira con dureza. A mí prácticamente se me cae el azucarero de las manos.
—Claro que no —dice Felicity, recuperando el tono de altivez.
Como ha conseguido lo que quería de Brigid, ya no le ve sentido a seguirle la corriente.
—Eso espero. No me gustaría que empezaran a darse aires, a cambiarse de nombre como ellas. Se creían que eran duquesas o algo así. Sarah me obligaba a llamarla… ¿cómo era? —Se detiene a pensar, pero no lo recuerda—. En fin, la trampilla de acero de la memoria, que tan pronto se abre como se cierra. Y eso que lo tenía en la punta de la lengua. Pero si alguna vez veo a cualquiera de las tres haciendo tonterías con esos gitanos, las arrastraré hasta la iglesia cogidas de las orejas y las dejaré allí una semana. No les quepa la menor duda. —Apura el té rápidamente—. Y ahora, ¿quién es la buena chica que le sirve otra taza de té a la pobre Brigid?
Tras servirle a Brigid más té y prometerle que nos iremos derecho a la cama, pasamos un momento por el gran salón. Las demás chicas se han ido a dormir. En la sala, dos criadas cumplen silenciosamente con sus obligaciones, apagando las lámparas hasta que lo único que se ve de ellas es el delantal blanco; luego también se van. El fuego de la chimenea se ha reducido a un débil resplandor; las columnas de mármol parecen cobrar vida entre las sombras proyectadas por su parpadeo y el humo.
—Hemos estado leyendo el diario de una muerta —dice Felicity con un estremecimiento—. Es escalofriante.
—¿Crees que lo que escribió Mary podría ser verdad? —pregunta Ann—. ¿Todo aquello sobre lo sobrenatural?
De pronto nos sobresalta el sonoro chasquido de una chispa que salta de la chimenea.
—Tenemos que ver a la Madre Elena —anuncia Felicity.
«No. De ninguna manera —pienso—. Corramos las cortinas y quedémonos aquí dentro, bien calentitas y seguras, lejos del alarmante bosque».
—¿Quieres que vayamos al campamento de los gitanos? ¿Esta noche? ¿Solas? —pregunta Ann.
No sé si la idea la aterroriza o la entusiasma.
—Sí, esta noche. Ya sabes cómo son los gitanos: nunca se quedan mucho tiempo en el mismo sitio. A lo mejor mañana ya se han marchado para todo el invierno. Tenemos que ir esta noche.
—¿Y qué pasa con…?
Estoy a punto de pronunciar el nombre de Ithal, pero me contengo. Felicity me lanza una mirada de advertencia.
—Que pasa con ¿qué? —pregunta Ann, confusa.
—Con los hombres —digo, dirigiéndome deliberadamente a Felicity—. Hay hombres en el campamento. ¿Cómo haremos para asegurarnos de que no nos pasa nada?
—Los hombres —repite Ann con solemnidad.
«Hombres». Cómo es posible que una sola palabra contenga una carga tan poderosa…
Felicity, imitando mi tono, me manda un mensaje en clave:
—Seguro que podemos manejar a los hombres. Ya sabéis cómo son esos gitanos, que se inventan toda clase de mentiras. Simplemente les seguiremos la corriente.
—Creo que no debemos ir —objeta Ann—. Por lo menos sin una acompañante.
—Ah, claro —se burla Felicity—. ¿Por qué no vas ahora mismo a pedirle a Brigid que nos acompañe a visitar a los gitanos a media noche? Seguro que aceptaría gustosa.
—Lo digo en serio.
—¡Pues no vengas!
Ann se muerde de inmediato una uña rota.
—Oye, mira, somos tres. —Felicity le rodea los hombros con el brazo—. Seremos nuestras propias carabinas; y también protectoras si hace falta. Aunque sospecho que más que temer una violación, lo que os pasa es que os estáis haciendo ilusiones.
—Ann, creo que nos están insultando —digo, abrazándola yo también. Flota en el aire una excitación casi palpable, una determinación que nunca he sentido. Y quiero más—. ¿Estás insinuando que no somos dignas de ser violadas?
Felicity sonríe de oreja a oreja, y todo su rostro cobra vida.
—Averiguémoslo.