—Sé que crees que anoche no pasó nada, pero opino que deberíamos intentar volver a ponernos en contacto con el más allá —me susurra Felicity.
Estamos en medio de la gran sala de baile, esperando a la señora Nightwing para empezar la clase de danza. Por encima de nosotras, las lágrimas de cristal de las cuatro arañas proyectan resplandecientes cuadrados de luz en el suelo de mármol.
—No me parece que sea una buena idea —digo, conteniendo el pánico.
—¿Por qué no? ¿Estás dolida porque no te pasó lo mismo que a nosotras?
—No digas tonterías —respondo con un resoplido, sonido que parece acompañar a mis mentiras, lo cual es poco afortunado.
Voy camino de convertirme en una idiota que resopla.
—¿Qué ocurre, pues?
—Me aburre, eso es todo.
—¿Te aburre? —Felicity se queda boquiabierta—. ¿Eso te aburre? Lo que vas a hacer ahora sí es aburrido.
Pippa, con Cecily y sus amigas, intenta captar la atención de Felicity desesperadamente.
—Fee, ven aquí con nosotras. La señora Nightwing está a punto de formar las parejas.
Cada vez que Pippa empieza a caerme bien, hace algo así para que vuelva a detestarla.
—Es agradable sentirse querida —digo entre dientes.
Felicity mira el grupo de moda y les da la espalda, de una manera bastante obvia y deliberada. A Pippa se le demuda el rostro. No puedo evitar regodearme un poco.
—Señoritas, atención, por favor. —La voz de la señora Nightwing resuena en la sala—. Hoy vamos a ensayar el vals. Recuerden: la postura es fundamental. Deben imaginar que su columna vertebral está sujeta a un hilo del que tira el propio Dios.
—Habla como si fuéramos los títeres de Dios —murmura Ann.
—Lo somos, según el reverendo Waite y la señora Nightwing —dice Felicity guiñándole el ojo.
—¿Hay algo que desea compartir con las demás, señorita Worthington?
—No, señora Nightwing, disculpe.
La señora Nightwing calla un momento, y nos encogemos de miedo bajo su mirada.
—Señorita Worthington, formará pareja con la señorita Bradshaw. La señorita Temple con la señorita Poole, y usted, señorita Cross, baile con la señorita Doyle, por favor.
¡Vaya una suerte! Pippa exhala un suspiro de irritación, se planta delante de mí con cara de malhumor y lanza una mirada a Felicity, que se encoge de hombros.
—A mí no me mires, no es mi culpa —digo.
—Tú diriges, yo quiero hacer de mujer —replica Pippa.
—Se turnarán para dirigir. Todo el mundo tendrá una oportunidad —dice la señora Nightwing con hastío—. Allá vamos, señoritas. Los brazos en alto, sin doblar los codos. Vigilen la postura, siempre la postura. Para muchas mujeres, la posibilidad de encontrar un buen marido ha dependido de su porte perfecto.
—Sobre todo si el porte va junto con un montón de dinero —bromea Felicity.
—Señorita Worthington… —advierte la señora Nightwing.
Felicity se endereza como la aguja de Cleopatra. Satisfecha, la directora acciona la manivela del fonógrafo y pone la aguja en el disco. Los rítmicos compases de un vals llenan la sala.
—Y uno, dos, tres, uno, dos, tres. ¡Sientan la música! ¡Señorita Doyle! ¡Cuidado con los pies! Los pasos han de ser cortos, femeninos. Es usted una gacela, no un elefante. ¡Señoritas, la espalda bien recta! ¡Nunca encontrarán marido si miran el suelo!
—Obviamente nunca ha visto a esos hombres después de beber unas cuantas copas —susurra Felicity al pasar a mi lado.
La señorita Nightwing da unas sonoras palmadas.
—¡Silencio! A los hombres no les gustan las mujeres charlatanas. Cuenten los pasos en voz alta, por favor. Un, dos, tres, un, dos, tres. Y ahora que dirija la otra, un, dos, tres.
El cambio confunde a Elizabeth y a Cecily, pues las dos intentan dirigir y se topan de frente con Pippa y conmigo. Luego chocamos con Ann y Felicity y todas caemos al suelo unas encima de otras.
La música se detiene de repente.
—Si bailan con tan poca gracia, se les acabará la temporada antes de empezar siquiera. ¿Me permiten que les recuerde, señoritas, que esto no es un juego? La temporada de Londres es un asunto muy serio. Es su oportunidad de demostrar que son dignas de los deberes que se les impondrán como madres y esposas. Y su conducta es, sobre todo, reflejo de la propia alma de Spence.
Llaman a la puerta y la señora Nightwing se disculpa mientras nos ponemos en pie. Nadie ayuda a Ann. Le tiendo una mano y ella la coge tímidamente, sin mirarme a los ojos, todavía avergonzada por la sinceridad de anoche.
—¿Spence tiene alma? —digo, bromeando para aliviar la tensión.
—No hace gracia —protesta Pippa con vehemencia—. Algunas de nosotras queremos aprender. Me han dicho que en cuanto llegas a tu primer baile todo el mundo te juzga en silencio. No quiero que chismorreen sobre mí y que digan: «Esa es la chica que no sabe bailar».
—No te preocupes, Pippa —interviene Felicity, alisándose la falda—. Ya verás qué bien te irá todo. No te quedarás soltera. Sin duda, el señor Bumble se ocupará de eso.
Pippa se da cuenta de que todas las miradas están fijas en ella.
—No recuerdo haber dicho que pensara casarme con el señor Bumble. Al fin y al cabo, podría conocer a alguien especial en un baile.
—Como un duque o un lord —dice Elizabeth con voz soñadora—. Eso es lo que yo quisiera.
—Exacto. —Pippa dirige a Felicity una sonrisa de superioridad.
Un destello de dureza asoma a los ojos de Felicity.
—Querida Pip, ¿no empezarás otra vez con esa fantasía?
Pippa se aferra a su sonrisa de debutante.
—¿Qué fantasía?
—La que últimamente revolotea por tu cabeza con tenues alas. La de que tu verdadero amor es un príncipe que busca a su princesa y casualmente tú tienes el vestido listo en tu armario, perfectamente planchado.
Pippa se esfuerza por mantener la compostura.
—Bueno, una mujer siempre tiene que aspirar alto.
Felicity se cruza de brazos.
—Eso es mucha ambición para la hija de un comerciante.
Se respira una repentina tensión en el ambiente. Pippa se sonroja.
—¿Quién eres para dar consejos, con el historial que tiene tu familia?
—¿Qué insinúas? —pregunta Felicity con fría serenidad.
—No insinúo nada. Estoy afirmando un hecho. Sean lo que sean mis padres, al menos mi madre no es… —Calla.
—No es ¿qué? —gruñe Felicity.
—Creo que ya viene la señora Nightwing —avisa Ann nerviosa.
—Sí, ya basta de discutir —dice Cecily.
Intenta apartar a Felicity, pero no lo consigue.
Felicity se acerca a Pippa.
—No. Si Pippa tiene algo que decir acerca de mí, quiero oírlo. Al menos tu madre no es ¿qué?
Pippa se endereza.
—Al menos mi madre no es una puta.
La bofetada de Felicity reverbera en la habitación como un disparo. Su súbita violencia nos sobresalta. Pippa se queda boquiabierta y los ojos de color violáceo se le empañan por el escozor.
—¡Retira lo que acabas de decir! —exige Felicity entre dientes.
—¡Ni hablar! —Pippa está llorando—. Sabes que es verdad. Tu madre es una cortesana y una consorte. Dejó a tu padre por un artista. Se fugó a Francia para irse con él.
—¡No es verdad!
—¡Sí! Se fugó y te abandonó.
Ann y yo estamos demasiado atónitas para movernos. Cecily y Elizabeth apenas si pueden disimular las sonrisas. Es una noticia sorprendente, y sé que después se lo contarán a todo el mundo. Felicity ya no podrá ir por los pasillos de Spence sin oír cuchicheos a sus espaldas. Y todo por culpa de Pippa.
Felicity suelta una carcajada cruel.
—Me llamará cuando me gradúe. Iré a París y un artista famoso me hará un retrato. Y entonces lamentarás haber dudado de mí.
—¿Todavía crees que te llamará? ¿Cuántas veces la has visto desde que estás aquí? Te lo diré: ninguna.
Los ojos de Felicity brillan de odio.
—Me llamará.
—Ni siquiera se molestó en enviarte algo para tu cumpleaños.
—Te odio.
Se oye un coro de gritos ahogados de las más remilgadas. Para mi sorpresa, Pippa se serena.
—No es a mí a quien odias, Fee. No es a mí —dice en voz baja.
En ese momento la señora Nightwing irrumpe en la sala. Percibe que ha pasado algo como si se tratara de un cambio de tiempo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada —respondemos al unísono, apartándonos las unas de las otras, todas con la mirada clavada en el suelo.
—Pues sigamos.
Enciende el fonógrafo.
Felicity le coge la mano a Ann, y Pippa y yo nos preparamos para empezar. Esta vez ella hace de hombre, de modo que me rodea la cintura con el brazo y me coge la mano izquierda con la derecha. Bailamos hacia las ventanas, alejándonos de Ann y Felicity.
—He metido la pata —se lamenta Pippa—. Nos llevábamos tan bien… Lo hacíamos todo juntas. Pero eso era antes…
Calla. Las dos sabemos cómo sigue la frase: antes de que tú llegaras.
Acaba de destruir a Felicity y ahora quiere que la compadezca.
—Seguro que mañana volveréis a ser como uña y carne y os habréis olvidado de todo este asunto —digo, dando una vuelta un poco más brusca de lo necesario.
—No, ahora ya ha cambiado todo. Ahora siempre te propone a ti las cosas antes que a mí. Me ha sustituido.
—No es cierto —digo con una risita desdeñosa, porque se me da muy mal mentir cuando es realmente necesario.
—Ten cuidado de que no se harte también de ti. La caída es muy dura.
La señora Nightwing cuenta los compases en voz alta, corrigiendo nuestros pasos, nuestra postura, e incluso nuestros pensamientos antes de que se nos ocurran. Mientras Pippa me arrastra por la sala, me pregunto si Kartik se imagina que la sostiene entre sus brazos. Pippa no tiene ni idea del efecto que ejerce sobre los hombres, y ojalá yo pudiera experimentar semejante poder sólo por una vez. Me encantaría salir de aquí y ser otra persona en un lugar donde nadie me conozca ni espere nada de mí.
Lo que sucede a continuación no es mi culpa. Al menos, no lo hago a propósito. Me invade la necesidad de huir. Vuelve el cosquilleo familiar y me arrastra antes de que yo pueda controlarlo. Pero esta vez es distinto. No me caigo, sino que me muevo. Paso por un umbral brillante para entrar en un bosque neblinoso. Suspendida allí por un instante, entre dos mundos, veo la cara de Pippa. Está pálida. Confusa. Asustada. Y me doy cuenta de que ella también viene.
«Santo cielo, ¿qué está pasando? ¿Dónde estoy? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? Tengo que impedirlo, no puedo dejar que Pippa caiga conmigo».
Cierro los ojos y lucho contra la irresistible oleada de la visión con todas mis fuerzas. Pero eso no basta para impedirme ver imágenes fugaces. Oscuridad en el horizonte. Un chapoteo. Y el grito ahogado de Pippa.
Hemos vuelto. Jadeando, sujeto todavía la mano de Pippa como en un abrazo mortal. ¿Ha visto algo? ¿Conoce mi secreto? No dice nada. Tiene los ojos en blanco y parecen moverse como las alas de un pájaro.
—¿Pippa?
El pánico en mi voz alerta a la señora Nightwing, que corre hacia nosotras mientras el cuerpo de Pippa se pone rígido. Me golpea la boca con el brazo al encogerlo hacia el pecho. Siento sangre caliente y cobriza en el labio. Con un agudo gemido, Pippa cae al suelo, retorciéndose y sacudiéndose como si agonizara.
Pippa está muriéndose. ¿Qué le he hecho?
La señora Nightwing coge a Pippa por los hombros y la inmoviliza contra el suelo.
—¡Ann, trae una cuchara de madera de la cocina! ¡Cecily, Elizabeth, id a buscar a una maestra de inmediato! ¡Rápido! —Y a mí me espeta—: Sujétale la cabeza.
Pippa agita la cabeza entre mis manos. «Pippa, no sabes cuánto lo siento. Por favor, perdóname».
—Ayúdame a darle la vuelta —dice la señora Nightwing—. No debe morderse la lengua.
Con un esfuerzo, la ponemos de lado. Para ser tan delicada, es sorprendente lo que pesa. Brigid entra en la sala de baile y suelta un grito.
La señorita Nightwing brama órdenes como un comandante condecorado.
—¡Brigid! ¡Llama al doctor Thomas urgentemente! Señorita Moore, acérquese, por favor.
Brigid sale corriendo mientras la señorita Moore se acerca con la cuchara en la mano. La mete en la boca gorgoteante de Pippa como si pretendiera ahogarla con ella.
—¿Qué hace? —grito—. ¡No puede respirar!
Intento quitarle la cuchara, pero la señorita Moore me coge la mano.
—La cuchara le impedirá morderse la lengua.
Quiero creerla, pero por la manera en que Pippa se agita en el suelo, me cuesta creer que podamos hacer algo para ayudarla.
De pronto se detiene el violento temblor. Pippa cierra los ojos y permanece inmóvil como una muerta.
—¿Está…? —susurro, pero no puedo acabar la frase.
No quiero saber la respuesta.
La señora Nightwing se pone en pie.
—Señorita Moore, ¿puede ir a ver qué se sabe del doctor Thomas?
La señorita Moore asiente con la cabeza y se encamina hacia la puerta abierta, echando a las niñas que asoman la cabeza.
La señora Nightwing tapa a Pippa con su chal. Tumbada allí en el suelo, parece una princesa durmiente de un cuento de hadas.
Ni siquiera me doy cuenta de que le estoy murmurando en voz baja:
—Lo siento, Pippa, lo siento.
La señora Nightwing me mira con curiosidad.
—No sé qué estará pensando, señorita Doyle, pero esto no es culpa suya. Pippa es epiléptica. Y ha sufrido un ataque.
—¿Epiléptica? —repite Cecily, pronunciando la palabra como si dijera «leprosa» o «sifilítica».
—Sí, señorita Temple. Y ahora debo pedirles que no digan ni una sola palabra a nadie de esto. Deben olvidarlo. Si llego a oír algún chismorreo acerca de este asunto, aplicaré a las culpables treinta puntos negros de castigo y les retiraré todos los privilegios. ¿Está claro?
Asentimos en silencio.
—¿Podemos hacer algo para ayudarla?
La señora Nightwing se enjuga la frente con un pañuelo.
—Pueden rezar.
Oscurece lentamente. Las primeras sombras entran por las altas ventanas, arrebatando poco a poco su color a las salas. En la cena no tengo apetito y después, en lugar de reunirme con las demás en el santuario engalanado de pañuelos de Felicity, me voy a dar una vuelta. De pronto me encuentro ante la puerta de la habitación de Pippa. Llamo suavemente y me abre la señorita Moore. Detrás de ella, Pippa yace en la cama, hermosa e inmóvil.
—¿Cómo está?
—Duerme —contesta la señorita Moore—. Entre, no tiene sentido que se quede en el pasillo.
Abre la puerta para dejarme pasar. Me cede la silla que hay junto a la cama y acerca otra para ella. Es un gesto amable y, no sé por qué, aumenta mi tristeza. Si ella supiera lo que le he hecho a Pippa, lo mentirosa que soy, no sería tan amable conmigo.
Pippa respira con regularidad y se la ve tranquila. A mí me da miedo dormir. Me da miedo ver el rostro aterrorizado de Pippa al aparecer en mi maldita y estúpida visión. El temor y la culpa me han agotado. Demasiado cansada para contener las lágrimas, hundo la cara en las manos y rompo a llorar, por Pippa, mi madre, mi padre, todo.
La señorita Moore me rodea los hombros con el brazo.
—Chist, no te preocupes, Pippa se pondrá bien en un par de días.
Asiento con la cabeza y lloro todavía más.
—No sé por qué sospecho que estas lágrimas no son sólo por Pippa.
—Soy espantosa, señorita Moore. No sabe de qué soy capaz.
—Vamos, vamos, ¿qué tonterías son esas? —susurra.
—Es verdad. No soy buena persona. De no ser por mí, mi madre seguiría viva.
—Tu madre murió de cólera. Eso no fue culpa tuya.
He reprimido la verdad durante tanto tiempo que de pronto sale a borbotones y se desparrama por todas partes.
—No, no es verdad. Murió asesinada. Me escapé, y cuando ella fue a buscarme, la asesinaron. La maté con mi desconsideración. Yo tuve la culpa, sólo yo.
Mis sollozos se han convertido en un hipo entrecortado. La señorita Moore sigue sosteniéndome entre sus brazos firmes, que ahora mismo me recuerdan tanto a los de mi madre que apenas lo soporto. Al final ya no me quedan lágrimas y tengo la cara hinchada como un globo. La señorita Moore me da su pañuelo y me dice que me suene. Vuelvo a tener cinco años. Por mucho que crea que he madurado, cuando lloro, siempre vuelvo a tener cinco años.
—Gracias —digo, intentando devolverle el pañuelo de encaje de color blanco.
—Quédatelo —dice diplomáticamente, observando el trozo de tela flácida y repugnante en mi mano—. Señorita Doyle, Gemma, escúchame bien. Tú no has matado a tu madre. Todos somos desconsiderados alguna vez. Todos hacemos cosas de las que luego nos arrepentimos. Al final, esas lamentaciones simplemente acaban formando parte de lo que somos, junto con todo lo demás. Perder el tiempo intentando cambiar eso es, en fin, como perseguir nubes.
Las lágrimas vuelven a resbalar por mis mejillas. La señorita Moore me coge la mano y me acerca el pañuelo a la cara.
—¿De verdad se pondrá bien? —digo, mirando a Pippa.
—Sí, aunque creo que le pesa mantener algo así en secreto.
—¿Por qué tiene que ser un secreto?
La señorita Moore guarda silencio mientras tira del borde de la manta para tapar a Pippa hasta la barbilla.
—Si se supiera, nadie querría casarse con ella. Se considera un defecto en la sangre, como la locura. Ningún hombre querría a una mujer con semejante enfermedad.
Recuerdo el extraño comentario de Pippa acerca de la urgencia por casarse antes de que fuese demasiado tarde. Ahora lo entiendo.
—Es injusto.
—Sí, lo es, pero así son las cosas.
Nos quedamos las dos viendo respirar a Pippa, viendo subir y bajar la manta a un ritmo reconfortante.
—Señorita Moore… —Me interrumpo.
—Me llamo Hester, y en privado puedes tutearme.
—Hester —digo, y tengo la sensación de pronunciar un nombre prohibido—. Esas historias que nos contaste acerca de la Orden. ¿Crees que podrían ser ciertas?
—Supongo que todo es posible.
—Y si ese poder existiera, y si no supieras si es bueno o malo, ¿lo explorarías igual?
—Has pensado mucho en ello.
—Sólo me lo he preguntado, nada más —digo, mirándome los pies.
—Las cosas no están bien o mal en sí mismas. Todo depende de lo que hagamos con ellas. Al menos, yo lo veo así. —Me lanza una sonrisa enigmática—. Y ahora, dime la verdad, ¿a qué viene todo esto?
—Nada —contesto, pero se me quiebra la voz—. Lo pregunto por curiosidad.
Sonríe.
—Más vale que no comentemos nuestra conversación en la cueva. No todo el mundo tiene una mente tan abierta, y si corre la voz, es posible que no pueda llevaros a ningún sitio salvo al aula de arte para pasar la tarde pintando fruteros.
Me aparta un mechón de pelo lacio y me lo pone detrás de la oreja en un gesto tan tierno, tan propio de mi madre, que volvería a llorar.
—Entiendo —digo por fin.
Pippa mueve la mano, como si intentase coger el aire con los dedos. Respira hondo una vez y luego vuelve a sumirse en un profundo sueño.
—¿Crees que se acordará de lo que le ha sucedido cuando se despierte?
No estoy pensando en su ataque, sino en lo ocurrido justo antes, cuando la arrastré conmigo.
—No lo sé —contesta la señorita Moore.
Me ruge el estómago.
—¿Has cenado?
Niego con la cabeza.
—¿Por qué no bajas con las demás niñas y tomas un té? Te sentará bien.
—Sí, señorita Moore.
—Hester.
—Hester.
Cuando cierro la puerta, por fin pronuncio una plegaria: pido que Pippa no se acuerde de nada.
En el pasillo, las cuatro fotos de las promociones anteriores me saludan en todo su esplendor con los rostros sombríos.
—Hola, señoritas —digo a los ojos de mirada vacía y resignada—. Procuren no estar tan alegres. Podría sentarles mal.
Una capa de polvo cubre los rostros. La aparto con la yema del dedo y aparecen las caras granulosas. Contemplan un futuro que no muestra sus secretos. ¿Se escaparían alguna vez al bosque oscuro en luna nueva? ¿Beberían whisky y desearían cosas que no podían explicar con palabras? ¿Harían amigas y enemigas, llorarían a sus madres, verían y sentirían cosas que no podían controlar?
Dos de ellas sí, eso lo sé. Sarah y Mary. ¿Por qué nunca se me había ocurrido buscarlas en estas paredes? Tienen que estar aquí. Rápidamente miro las fechas anotadas en la parte inferior de cada foto: 1870, 1872, 1873, 1874…
No hay ningún retrato de la promoción del año 1871.
Encuentro a las demás en el comedor. Tras la ajetreada tarde, la señora Nightwing se ha apiadado de nosotras y, por mediación de Brigid, le ha pedido a la cocinera que nos preparase más natillas. Famélica, devoro el postre dulce y cremoso como si creyera que es mi última cena.
—¡Santo cielo, señorita Doyle, no estamos en las carreras, y usted no es un pura sangre! —me riñe la señora Nightwing—. Hágame el favor de comer más despacio.
—Sí, señora Nightwing —digo, avergonzada entre cucharada y cucharada.
—Y ahora, ¿de qué podemos hablar? —pregunta la señora Nightwing como una abuela indulgente que quiere saber cómo se llaman nuestras muñecas preferidas.
—¿De verdad vamos a asistir a la sesión de espiritismo de lady Wellstone la semana que viene? —pregunta Martha.
—Sí, así es. La invitación dice que habrá una médium de verdad: una tal madame Romanoff.
—Mi madre asistió a una de esas sesiones —interviene Cecily—. Están muy de moda. Hasta la reina Victoria es adepta.
—Mi prima Lucy, o sea, lady Thornton —se corrige Martha para recordarnos lo bien relacionada que está—, me contó que estuvo en una donde un jarrón de cristal levitó por encima de la mesa como si alguien lo sostuviera. —Pronuncia las últimas palabras en un susurro para darles el debido efecto dramático.
Felicity pone los ojos en blanco.
—¿Y por qué no sencillamente ir a ver a los gitanos y que nos echen la buenaventura?
—Los gitanos son unos miserables ladrones que van por tu dinero, o algo peor —dice Martha de manera elocuente.
Elizabeth se inclina hacia ella, aguzando la atención por si entra en detalles más sórdidos. La señora Nightwing deja la taza en el plato con cierta brusquedad y lanza una mirada de advertencia a Martha.
—Señorita Hawthorne, compórtese.
—Sólo he querido decir que los gitanos son falsos y criminales, y que el espiritismo es una ciencia de verdad, practicada por personas con las mejores intenciones.
—Es una moda pasajera. Nada más —opina Felicity, bostezando.
—Seguro que será una velada de lo más agradable —tercia la señora Nightwing para poner paz—. Aunque me temo que no me entusiasman esas paparruchas, lady Wellstone es sin duda una mujer excelente y una de las principales benefactoras de Spence, y seguro que vuestra visita con mademoiselle LeFarge será de algún modo… provechosa.
Bebemos el té a sorbos. La mayor parte de las niñas más pequeñas se han alejado cuchicheando y riéndose en grupos de tres y cuatro. Oigo el creciente zumbido de sus voces por el pasillo que lleva a la gran sala. Aburridas, Cecily y su séquito se disculpan, así que las demás ya no podemos dejar a la señora Nightwing sin quedar mal. Ahora ya sólo estamos nosotras cuatro en el comedor vacío, y Brigid yendo de un lado al otro.
—Señora Nightwing —me interrumpo para armarme de valor—. Es curioso… En el pasillo no hay una fotografía de la promoción de 1871.
—Así es —contesta con su habitual parquedad.
—Me preguntaba la razón.
Intento aparentar inocencia, pero tengo el corazón en un puño.
La señora Nightwing no me mira.
—Fue el año del incendio en el ala este. No se hizo la fotografía por respeto a las muertas.
—¿Las muertas? —repito.
—Las dos niñas que perdimos en el incendio. —Me mira como si fuera idiota.
Estamos las cuatro en ascuas. En uno de los pisos de arriba, donde pesadas puertas esconden suelos podridos y chamuscados, murieron dos niñas. Me recorre otro escalofrío.
—Y esas dos chicas que murieron… ¿cómo se llamaban?
La señora Nightwing se exaspera. Revuelve el té con vehemencia.
—¿Es necesario hablar de algo tan desagradable tras un día tan largo y agotador?
—Lo siento —me disculpo, incapaz de dejar el tema—. Sólo sentía curiosidad por saber sus nombres.
La señora Nightwing suspira.
—Sarah y Mary —responde por fin.
Felicity se atraganta con la última cucharada de natillas.
—¿Cómo?
Ya empiezo a digerir la noticia. Me pesa en el cuerpo. Con cara de infinita paciencia, la señora Nightwing repite los nombres lentamente, como el tañido de alarma de una campana.
—Sarah Rees-Toome y Mary Dowd.