—¿Os podéis creer que me trajo claveles rojos? ¿Sabéis lo que significan en el lenguaje de las flores? ¡Admiración! ¡Te admiro! Seguro que eso conquistará el corazón de una chica.
Pippa destroza uno por uno los vistosos claveles y los desparrama por el suelo de la cueva.
—A mí me gustan los claveles —comenta Ann.
—¡Sólo tengo diecisiete años! Apenas he empezado la temporada. Me propongo disfrutarla, no casarme con el primer viejo picapleitos forrado de dinero que se presente.
Pippa arranca el resto de los pétalos del clavel que tiene en la mano y muestra el tallo nudoso.
Yo no he dicho una sola palabra. Sigo ofendida por la molesta carta de esta tarde y porque Felicity lleva uno de los guantes nuevos de Pippa mientras Pippa calza el otro, como símbolo de su amistad.
—¿Por qué tiene tu madre tanta prisa en casarte? —pregunta Ann.
—No quiere que nadie sepa… —Pippa calla, afligida.
—No quiere que nadie sepa ¿qué? —pregunto.
—Con qué van a encontrarse hasta que ya sea demasiado tarde. —Tira el tallo de la flor al suelo.
No sé a qué se refiere. Pippa es hermosa. Es posible que su familia pertenezca a la clase comerciante, pero tiene dinero y es respetable. Aparte de ser vanidosa, repelente y propensa a las ilusiones románticas, tampoco está tan mal.
—¿Qué haces cuando estás con un pretendiente? —pregunta Ann a la vez que traza pequeñas aspas en el suelo con un clavel decapitado.
Pippa suspira.
—Casi siempre es lo mismo. Tienes que adularlos. Después de aburrirte mortalmente contándote una historia sobre un caso legal que han llevado, tienes que bajar la vista y decir algo como «Cielos, no tenía ni idea de que el derecho pudiera ser tan fascinante, señor Bumble. Pero contado así, es como si leyera una novela».
Nos desternillamos de risa.
—¡No! —exclama Felicity—. ¿Has dicho eso?
Pippa empieza a animarse.
—¡Claro que sí! Y a ver qué os parece esta. —Parpadea y adopta una expresión tímida y dulce—: «Bueno, a lo mejor podría comer sólo un bombón más…».
Me río a mi pesar. Todas sabemos que en el fondo Pippa es una glotona.
—¿Un bombón? —repite Felicity—. ¡Dios mío, si ese hombre te viera arramblando con una bandeja entera de tofes, se horrorizaría! Cuando te cases, tendrás que ocultarlos en tu tocador y comértelos a escondidas.
Pippa lanza un chillido y, en broma, pega a Felicity con el tallo del clavel.
—¡Qué mala eres! No pienso casarme con el señor Bumble. ¡Dios mío, hasta el nombre suena ridículo!
Felicity se aparta para no estar al alcance del clavel.
—¡Ah, sí que te casarás con él! Ya ha venido a verte cuatro veces. Seguro que tu madre está planeando la boda en este mismo instante.
La risa de Pippa se apaga.
—No lo pensarás en serio, ¿verdad?
—No —se apresura a contestar Felicity—. Sólo era una broma muy pesada.
—Quiero casarme con mi verdadero amor. Sé que es una tontería, pero no puedo evitarlo.
De pronto Pippa parece tan pequeña, allí sentada entre los pétalos desparramados, que casi olvido lo enfadada que estoy. Además, nunca he sido rencorosa.
Felicity le levanta el mentón a Pippa con el dedo.
—Y así será. Ahora pongamos orden en la reunión. Pip, ¿por qué no administras tú el sacramento?
Vuelve a sacar el whisky. Yo gimo para mis adentros.
Pero cuando me llega, cojo el veneno y me doy cuenta de que no está tan mal si lo tomo a pequeños sorbos. Esta vez sólo bebo hasta que entro en calor y me siento ligera, no más.
—Tenemos que hacer una lectura del diario de nuestra hermana, Mary Dowd. Gemma, ¿nos concedes el honor esta noche?
Felicity me tiende el diario con una reverencia. Me aclaro la garganta y empiezo a leer:
21 de marzo de 1871
Hoy hemos estado entre las Runas del Oráculo. Guiadas por Eugenia, las hemos tocado un instante con los dedos para recibir la magia. La sensación ha sido abrumadora, como si percibiéramos nuestros mutuos pensamientos, como si fuéramos una misma cosa.
Felicity enarca una ceja.
—Parece que están haciendo algo malo. Seguro que Mary y Sarah eran safistas.
—¿Qué demonios es una safista? —Pippa ya se aburre.
Se da vueltas a las puntas de los tirabuzones negros con el dedo de la mano sin guante, intentando formar bucles aún más perfectos.
—¿Es que he de explicártelo todo? —se burla Felicity.
Yo tampoco tengo ni idea de qué es una safista, pero no pienso preguntarlo ahora.
—Viene de la poetisa griega Safo, que gozaba con el amor de otras mujeres.
Pippa para de toquetearse el pelo.
—¿Y eso qué tiene de malo?
Felicity agacha la cabeza y lanza una mirada torva a Pippa.
—Las safistas prefieren el amor de las mujeres al de los hombres.
Ahora lo entiendo, al igual que Ann; lo deduzco por la manera en que se alisa nerviosamente la falda con las manos, sin mirar a nadie a los ojos. Pippa mira a Felicity con los ojos entornados como si ésta tuviese la explicación escrita en la frente hasta que, poco a poco, empieza a asomarle el rubor al cuello y las mejillas y dice con voz entrecortada:
—¡Cielos! ¿No querrás decir que…? ¿O sea…, como dos esposos?
—Sí, eso mismo.
Pippa enmudece. El rubor no desaparece de su cara y su cuello. Yo también siento vergüenza, pero no quiero que se den cuenta.
—¿Puedo seguir?
Hoy han vuelto los gitanos para levantar el campamento. Al ver el humo de su fogata, Sarah y yo enseguida hemos ido a visitar a la Madre Elena.
—¡La Madre Elena! —dice Ann con voz ahogada—. ¿Esa loca con el pañuelo hecho jirones en la cabeza? —Pippa arruga la nariz con una mueca de desagrado.
—¡Chist! Sigue —insta Felicity.
Nos ha recibido con afecto, ofreciéndonos una infusión y contándonos historias de sus viajes. Hemos regalado caramelos a Carolina, que los ha devorado. A la Madre le hemos dado cinco peniques. Y entonces nos ha prometido echarnos las cartas, como ya hizo otras veces. Pero al acabar de disponer las cartas en la habitual forma de cruz, se ha detenido y ha vuelto a barajarlas. «Hoy las cartas están de mal genio», ha dicho con una sonrisa, pero en realidad parecía tener un mal presentimiento. Me ha pedido que le enseñara la palma de la mano y me ha recorrido las líneas con su afilada uña. «Estás en un viaje oscuro —ha dicho, soltándome la mano como si fuera una piedra caliente—. No veo el final». Y entonces, de pronto, nos ha pedido que nos fuéramos porque tenía que comprobar que todo estaba en orden en el campamento.
Ann está mirando por encima de mi brazo, intentando adelantarse en la lectura. Yo aparto el diario y se me cae. Las hojas se desparraman.
—¡Bravo, a eso se le llama gracia! —dice Felicity, aplaudiendo.
Ann me ayuda a recoger las hojas. No soporta el desorden. Al hacerlo, queda a la vista parte de su muñeca. Veo las líneas rojas, frescas e inflamadas. Eso no es un accidente. Es algo que se está haciendo a sí misma. Se da cuenta de que estoy mirando y se estira de las mangas al instante, ocultando su secreto.
—Vamos —reprende Felicity—. ¿Qué más tiene que contarnos el diario de Mary Dowd esta noche?
Cojo una hoja. No es la de antes, pero eso a ellas no les importa.
—Sigamos —digo.
1 de abril de 1871
Sarah ha venido llorando.
—Mary, Mary, no encuentro la puerta. El poder me abandona.
—Estás nerviosa, Sarah. Sólo es eso. Vuelve a intentarlo mañana.
—No, no —ha gemido—. Llevo horas intentándolo. Te aseguro que ha desaparecido.
Se me ha helado el corazón.
—Vamos, Sarah. Te ayudaré a encontrarlo.
Se ha vuelto hacia mí con tal furia que casi no he reconocido en ella a mi amiga de siempre.
—¿Es que no lo entiendes? Debo hacerlo yo misma o de lo contrario no es real. No puedo emplear tu poder, Mary. —Entonces ha roto a llorar—. Ay, Mary, Mary, no soporto la idea de que nunca más volveré a tocar las runas ni a sentir su magia fluir dentro de mí. No soporto pensar que a partir de ahora seré una persona normal y corriente.
Durante el resto de la velada no he podido descansar ni comer. Eugenia se ha percatado de mi tristeza y me ha invitado a su habitación. Me ha dicho que eso suele ocurrir: de buenas a primeras, una chica que tiene poder, un día lo pierde. El poder debe ser alimentado en lo más hondo del alma, de lo contrario se desvanece. Ay, diario, me ha confiado que el poder de Sarah es así: poco sólido y fugaz. Ha dicho que los reinos deciden quién ha de ascender en la Orden y aprender todos los antiguos misterios y quién ha de quedarse atrás. Eugenia me ha dado unas palmadas en la mano y me ha asegurado que yo tengo mucho poder, pero me siento perdida cuando pienso en seguir adelante sin mi querida amiga y hermana.
Cuando Sarah ha venido a verme a última hora, me sentía dispuesta a hacer cualquier cosa para que todo volviera a ser como antes, cuando las dos estábamos unidas como hermanas, con la magia de los reinos a nuestro alcance. Así se lo he dicho.
—Ay, Mary —se ha lamentado—. Me animas mucho. Hay una manera en que podremos estar las dos juntas para siempre.
—¿Cómo?
—Tengo que confesarte algo. He visitado las Tierras Invernales. Las he visto.
Me he quedado atónita, sobrecogida.
—Pero, Sarah, todavía no podemos conocer ese reino. Hay cosas que no debemos ver si no nos guían las mayores.
Sarah me ha mirado con dureza.
—¿Es que no te das cuenta? Nuestras mayores quieren que sepamos sólo lo que ellas pueden controlar. Nos temen, Mary. Por eso Eugenia me está quitando el poder. He hablado con un espíritu que vaga por el reino y me ha contado la verdad.
Sus palabras parecían sinceras, pero yo estaba asustada de todos modos.
—Sarah, tengo miedo. Invocar a un espíritu oscuro es ir contra todo lo que nos han enseñado.
Sarah me ha cogido de las manos.
—Sólo es para darnos el poder que necesitamos. Someteremos al espíritu y hará todo lo que le pidamos. No te preocupes tanto, Mary. Seremos sus dueñas, no al revés, y en cuanto la Orden vea de qué somos capaces, cuánto poder tenemos las dos solas, me dejarán quedarme. Podremos estar siempre juntas.
Me he estremecido al expresar en voz alta la siguiente pregunta:
—¿Y qué tenemos que hacer?
Sarah me ha acariciado la mejilla cariñosamente.
—Un pequeño sacrificio, nada más. De una culebra o un gorrión, tal vez. Ya nos lo dirá el espíritu. Ahora duerme, Mary. Y mañana haremos planes.
Ay, diario, albergo muchas dudas acerca de esta empresa. Pero ¿qué puedo hacer? Sarah es mi mejor amiga. No puedo vivir sin ella. Y a lo mejor tiene razón. A lo mejor, si nuestro corazón se mantiene fuerte y puro, podemos doblegar a esa criatura a nuestra voluntad, empleándola sólo con la mejor de las intenciones.
Pippa está casi sin aliento.
—¡Pues vaya un momento para interrumpir la lectura!
—Sí, la trama se enreda —observa Felicity—. De hecho, estamos en un verdadero nudo.
Todas ríen a carcajadas menos yo. Me he quedado inquieta tras este pasaje. O quizá sea el calor. Hace un calor anormal para septiembre. Dentro de la cueva se nota bochorno, y sudo bajo el corsé.
—¿La Madre Elena podría echarnos la buenaventura? —musita Ann.
No puedo evitarlo. Al pensar en los gitanos, cruzo una mirada con Felicity. Ella me fulmina, como si la traicionara sólo con mirarla.
—Me temo que la Madre Elena no podría decirnos ni el día en que estamos —afirma Felicity.
—Se me ocurre una idea genial —gorjea Pippa, y al instante la veo venir—. ¿Por qué no intentamos hacer magia nosotras?
—Yo me apunto —dice Felicity—. ¿Quién más quiere comunicarse con el más allá?
Pippa se sienta a la derecha de Felicity y se cogen de las manos enguantadas. Ann se coloca al lado de Pippa.
Se me erizan los pelos de la nuca.
—Creo que no es una buena idea —empiezo a decir, y al mismo tiempo, me doy cuenta de que pueden interpretarlo como cobardía.
—¿Te da miedo que te convirtamos en rana? —Felicity da unas palmadas al suelo. No hay escapatoria. Tendré que unirme al círculo. A regañadientes, me siento y cojo de la mano a Ann y a Felicity.
A Pippa le entra otra vez la risa tonta.
—¿Cómo empezamos?
—Que cada una diga algo por turno —indica Felicity—. Empiezo yo. Oh, grandes espíritus de la Orden. Somos vuestras hijas. Habladnos ahora. Contadnos vuestros secretos.
—Venid a nosotras, oh, hijas de Safo —dice Pippa, y prorrumpe en una carcajada.
—No sabemos si son safistas —replica Felicity, irritada—. Si vamos a hacerlo, hagámoslo bien.
Escarmentada, Pippa dice en voz baja:
—Venid a nosotras en este lugar.
—Os lo pedimos —añade Ann.
Se produce un silencio. Ahora me toca a mí.
—De acuerdo —asiento, suspirando y poniendo los ojos en blanco—. Pero lo hago en contra de mi parecer, y espero que más adelante no me repitáis estas palabras en broma. —Cierro los ojos y me concentro en la respiración congestionada y anhelante de Ann, intentando dejar la mente en blanco—. Sarah Rees-Toome y Mary Dowd, donde sea que estéis en este mundo, mostraos. Sois bienvenidas en este lugar.
Sólo se oye el goteo del agua que se desliza por las paredes de la cueva. No hay ningún espíritu. Ninguna visión. No sé si sentir alivio o cierta decepción por mi falta de poder. No tengo ocasión de darle muchas vueltas a este dilema. De pronto resplandecen en el aire destellos de luz. Es como si se hubiese prendido fuego en la cueva, las llamas se elevasen hacia el techo, y hace tanto calor que no puedo respirar.
—¡No!
Con todas mis fuerzas, rompo el círculo y me encuentro otra vez en la cueva, ante la mirada de estupefacción de Pippa, Ann y Felicity.
—Gemma, ¿qué pasa? —pregunta Ann, respirando hondo.
Estoy jadeando.
—Vaya, vaya. Me temo que alguien se ha asustado un poco —comenta Felicity.
—Supongo que es eso —digo, dejándome caer al suelo.
Me pesan los brazos, pero me alegro de que no haya ocurrido nada.
—Aunque es curioso —observa Pippa—, pero juraría que he sentido una especie de cosquilleo.
—Y yo —añade Felicity, intrigada.
Ann asiente con la cabeza.
—Yo también.
Las tres me miran. Mi corazón late tan deprisa que temo que se me salga del pecho. Revisto mis palabras de una calma que no siento.
—No sé de qué estáis hablando.
Felicity se lleva la punta de un mechón a la boca y se la humedece con los labios.
—¿Tú no has sentido nada?
—Nada.
Intento por todos los medios contener el temblor.
—Pues por lo visto las demás tenemos un poco de poder mágico —dice con una sonrisa triunfal—. Lástima que tú no, Gemma.
Menuda ironía. Piensan que no tengo ningún don sobrenatural. Si no estuviera tan alterada, me reiría.
—¡Por Dios, Gemma! —exclama Pippa, arrugando la nariz con una mueca de aversión—. Estás sudando como un estibador.
—Es porque aquí hace demasiado calor —respondo, alegrándome de poder cambiar de tema.
Felicity se pone en pie y me tiende la mano.
—Vamos. Ya hemos acabado por hoy.
Salimos de la cueva tambaleándonos. Por encima de nosotras, a gran altura, la luna ha empezado a menguar y su contorno a desvanecerse, nos deleitamos bajo su luz, aullando como lobas. Cogidas de la mano, corremos en círculo y respiramos el aire frío y húmedo de la noche, que nuestros pulmones apenas pueden retener. Enseguida me siento mejor.
—Hace mucho calor. Casi no puedo respirar con este corsé —dice Felicity.
—Sí, ojalá pudiéramos darnos un baño en el lago —añade Ann.
—¿Y por qué no? —musita Felicity—. ¿Quién me desata el corsé? ¿Alguien se ofrece?
Pippa se tapa la boca y suelta una risita, abochornada por la idea pero, a la vez, temerosa de quedar como una mojigata.
—No podemos.
—¿Por qué no? Nadie nos verá. Y quiero respirar un rato tranquila. Ven, Gemma, ayúdanos.
Tras forcejear con cordones y arandelas, dejo al descubierto la fina enagua y la suave piel de Felicity. Resplandece a la luz de la luna como un hueso.
—Bien, ¿quién quiere darse un baño?
—¡Espera! —Pippa corre tras ella—. ¿Qué haces? Felicity, eso es una obscenidad.
—¿Cómo pueden ser obscenos mis brazos y mis tobillos? —pregunta.
—Pero no puedes mostrarlos. ¡No es decente!
La voz de Felicity flota hacia nosotras.
—Eso es cosa vuestra. Yo me meto en el lago.
El agua parece fresca y acogedora. Con un esfuerzo, consigo liberarme del apretado corsé. Mi cuerpo se relaja agradecido.
—¿Tú también? —pregunta Pippa cuando paso a su lado.
El agua gélida mitiga de inmediato mi calor y convierte en fragmentos de hielo el aire de mis pulmones. Cuando por fin recupero el aliento, digo a Pippa y a Ann con voz ronca:
—Venid. El agua está perfecta, siempre y cuando no os importe dejar de respirar o sentir las piernas.
Pippa lanza un grito agudo en cuanto el agua le llega a las rodillas.
—Chist, no grites. Como nos descubra la señora Nightwing, nos obligará a dar clases en Spence durante el resto nuestras vidas, igual que esas profesoras solteronas y amargadas que tiene ahora —dice Felicity.
Pippa intenta taparse con las manos en un gesto de recato. A mí en estos momentos no me importaría que me viera el mismísimo príncipe Alberto. Sólo quiero flotar, quedarme suspendida en el tiempo.
—Si eres tan recatada, Pip, escóndete bajo el agua —la insta Felicity.
—¡Está muy fría! —contesta Pippa con la misma voz aguda.
—Como quieras —dice Felicity, y se echa a nadar hacia el centro del lago.
Ann se queda en la orilla, totalmente vestida.
—Yo vigilo —dice.
Las demás nos cogemos del brazo para darnos calor y acariciamos el fondo arenoso con los pies. Somos como una banda de nómadas flotantes.
—¿Qué creéis que diría la señora Nightwing si nos viera con toda nuestra gracia, encanto y belleza? —dice Pippa, y se echa a reír.
—Seguro que se caería muerta en el acto —contesta Ann.
—¡Ja! —exclama Felicity—. Ojalá.
Inclina la cabeza hacia atrás y deja flotar el pelo como una aureola.
De pronto Pippa yergue la cabeza.
—¿Habéis oído eso?
—¿Qué?
El agua en los oídos me impide oír bien. Pero sí que hay algo. El chasquido de una rama al partirse reverbera en el bosque.
—¡Otra vez! ¿No lo habéis oído?
—¡Cielos! —exclama Ann con voz ronca.
—¡La ropa!
Pippa sale tambaleándose del agua y se abalanza sobre la camisa justo cuando Kartik surge de entre los árboles con un bate de criquet improvisado. No sé quién se horroriza o se sorprende más, Kartik o Pippa.
—¡No mires! —dice Pippa al borde de la histeria, intentando taparse desesperadamente con la prenda de encaje.
Demasiado atónito para discutir, Kartik aparta la mirada, pero no antes de que yo vea la expresión de sus ojos, una expresión de asombro y sobrecogimiento, como si hubiese visto a una diosa en carne y hueso. El impacto visceral de la belleza de Pippa es más poderoso que cualquier palabra o hecho. La ofuscación de mi mente se disipa lo suficiente para percatarme de ello.
—En otros tiempos le habríamos perseguido y arrancado los ojos por lo que ha visto —gruñe Felicity desde el lago.
Kartik no dice nada. Desaparece tan deprisa como ha aparecido, alejándose a todo correr entre los árboles.
—La próxima vez sí que le arrancaremos los ojos —dice Felicity, acercándose a Pippa.
La habitación está a oscuras, pero sé que no duerme. No se oyen sus ronquidos.
—Ann, ¿estás despierta? —No contesta, pero no me rindo—. Sé que lo estás, así que más te vale contestarme. —Silencio—. No desistiré hasta que lo hagas. —Fuera, un búho anuncia su proximidad—. ¿Por qué te haces eso? ¿Esos cortes?
Tarda más de un minuto en contestar, y creo que quizá sí se ha dormido, pero de pronto la oigo: una voz tan baja que tengo que hacer un esfuerzo para oírla, para percibir el suave llanto que está conteniendo.
—No lo sé. A veces, no siento nada y tengo mucho miedo. Miedo de dejar de sentir por completo. De perderme dentro de mí misma. —Tose y se sorbe la nariz—. Simplemente necesito sentir algo.
El búho vuelve a emitir su reclamo en la noche, a la espera de que alguien le conteste.
—No vuelvas a hacerlo —digo—. ¿Me lo prometes?
Ann vuelve a sorberse la nariz.
—De acuerdo.
Siento que debería hacer algo. Rodearle la cintura con el brazo. Estrecharla contra mí. No sé qué puedo hacer sin que las dos nos horroricemos o avergoncemos.
—Si no paras, tendré que quitarte tu costurero, y ¿qué será de ti entonces sin la satisfacción de acabar el bordado de tu holandesita y el molino con hilo de siete colores? ¿Eh?
Suelta una débil risa, y siento alivio.
—¿Gemma? —dice al cabo de un tiempo.
—¿Hum?
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
—No.
Más secretos. ¿Cómo he acabado con tantos? Satisfecha, Ann se revuelve en la cama y empieza a roncar. Yo me quedo mirando la pared, esperando a que me venza el sueño, escuchando el reclamo del búho a una noche que nunca contesta.