A la mañana siguiente, en la clase de francés de mademoiselle LeFarge, me encuentro fatal. Los efectos del whisky son atroces. La cabeza no ha parado de palpitarme ni un solo momento, y el desayuno —una tostada seca con mermelada— flota precariamente en el mar revuelto en que se ha convertido mi estómago.
Nunca jamás volveré a probar el whisky. Ahora, me limitaré al jerez.
Pippa está tan apagada como yo. A Ann se la ve bien, aunque sospecho que fingió beber más de lo que bebió en realidad, una lección que yo debería aprender para la próxima vez. Salvo por las ojeras, Felicity no parece sufrir los estragos de la velada.
Elizabeth ve mi aspecto alicaído y frunce el entrecejo.
—¿Qué demonios le pasa? —dice, intentando congraciarse de nuevo con Felicity y Pippa.
Me pregunto si picarán el anzuelo, si se olvidarán de la amistad de anoche y volverán a excluirnos a Ann y a mí.
—Me temo que no podemos divulgar los secretos de nuestra Orden —contesta Felicity, lanzándome una mirada furtiva.
Elizabeth se enfurruña y le susurra algo a Martha, que asiente. Pero Cecily no se da por vencida tan fácilmente.
—Fee, no te enfades —dice, rezumando dulzura—. He comprado papel de carta. ¿Quieres que esta noche escribamos a nuestras familias en tu zona del salón?
—Me temo que tengo otros compromisos —dice Felicity, muy seca.
—Conque así están las cosas, ¿eh?
Cecily aprieta los delgados labios. Sería la perfecta esposa para un párroco, con esa mezcla mortífera de superioridad moral e inexorabilidad. Yo disfrutaría más de su merecida frustración si no me sintiera tan mal. Se me escapa un eructo, para horror de las demás, pero después me siento mucho mejor.
Martha agita una mano ante la nariz.
—Hueles como una destilería.
Al oírla, Cecily levanta la cabeza. Felicity y ella se miran: Felicity muy seria; Cecily con una sonrisa parca y hostil en los labios. Mademoiselle LeFarge irrumpe en el aula y, al oírla escupir frases en francés, me da vueltas la cabeza. Nos manda traducir quince oraciones en nuestros cuadernos. Cecily entrelaza las manos sobre el escritorio.
—Mademoiselle LeFarge…
—En françáis!
—Perdón, mademoiselle, pero creo que la señorita Doyle no se encuentra bien.
Lanza a Felicity una mirada triunfal cuando mademoiselle me pide que me acerque a su mesa para examinarme con detenimiento.
—Es verdad que tiene mal aspecto, señorita Doyle. —Olisquea y añade en voz baja y tono severo—: Señorita Doyle, ¿ha bebido alcohol?
Detrás de mí, se detiene el rasgueo de las plumas sobre el papel. No sé qué es más palpable, el whisky que exudan mis poros o el olor a pánico en el aula.
—No, mademoiselle. Es que he tomado demasiada mermelada en el desayuno —digo medio sonriendo—. Es mi debilidad.
Vuelve a olisquear, como si intentara convencerse de que la ha engañado el olfato.
—Bien, puede sentarse.
Temblorosa, vuelvo a mi asiento, lanzando una mirada fugaz a Felicity, que sonríe de oreja a oreja. Por la cara de Cecily, se diría que de buena gana me estrangularía cuando esté dormida. Felicity me pasa una nota discretamente: «Creía que te habían pillado».
Le garabateo: «Yo también. Me siento como una piltrafa. ¿Cómo está tu cabeza?». Pippa ve el furtivo trasiego del papel doblado. Estira el cuello para leer qué hemos escrito y saber si tiene que ver con ella. Felicity tapa el contenido de la nota con la mano. A regañadientes, Pippa vuelve a sus lecciones, pero antes me dirige una mirada furibunda con sus ojos violáceos.
Rápidamente, Felicity me entrega otra vez la nota justo antes de que mademoiselle LeFarge levante la vista.
—¿Qué está pasando ahí?
—Nada —contestamos Felicity y yo al unísono, poniendo de manifiesto que en efecto está pasando algo.
—No voy a repetir la lección de hoy, de modo que espero que tomen nota de todo concienzudamente.
—Oui, mademoiselle —dice Felicity, rebosante de encanto francés y deshaciéndose en sonrisas.
Cuando mademoiselle vuelve a agachar la cabeza, abro la nota que me ha pasado Felicity.
«Volveremos a reunirnos esta noche después de las doce. ¡Lealtad a la Orden!».
Gimo para mis adentros ante la perspectiva de otra noche en vela. En estos momentos, mi cama, con su gruesa manta de lana, me resulta más tentadora que tomar el té con un duque. Pero ya sé que esta noche cruzaré otra vez el bosque, deseosa de conocer más secretos del diario.
Cuando miro, veo que Pippa le está pasando su propia nota a Felicity. Me cuesta reconocerlo, pero me muero de ganas de saber qué dice. Una expresión dura y malvada asoma por un instante al rostro de Felicity, pero enseguida da paso a una forzada sonrisa. Sorprendentemente, no contesta a Pippa sino que, para horror de ésta, me pasa la nota a mí. Esta vez mademoiselle LeFarge se ha levantado y avanza por el pasillo entre los pupitres, así que no me queda más remedio que esconder la nota entre las páginas de mi libro y esperar para leerla más tarde. Cuando acaba la clase, mademoiselle LeFarge vuelve a pedirme que me acerque a su escritorio. Felicity me lanza una mirada de advertencia al salir. Yo le devuelvo la mirada, preguntando: «¿Y qué quieres que haga?». Pippa, consciente de que su nota sigue al rojo vivo en mi libro de francés, tiene una expresión mezcla de miedo y náuseas. Está a punto de decirme algo, pero Ann cierra la puerta, dejándome a solas con mademoiselle LeFarge y los acelerados latidos de mi corazón.
—Señorita Doyle —dice, mirándome con recelo—, ¿está usted segura de que su aliento huele a mermelada y no a otra sustancia?
—Sí, mademoiselle —contesto, intentado exhalar el menor aliento posible.
Sospecha que miento, pero no lo puede demostrar. Deja escapar un suspiro de decepción. Por lo visto, ese es el efecto que ejerzo en la gente.
—Ya sabe que el exceso de mermelada no es bueno para la silueta.
—Sí, mademoiselle, lo tendré en cuenta.
El hecho de que mademoiselle LeFarge, con su amplio contorno, crea estar en posición de hacer comentarios sobre la silueta me parece increíble, pero en estos momentos no pienso más que en escapar con la cabeza intacta.
—Sí, bien, procure que así sea. A los hombres no les gustan las mujeres regordetas —dice. Su franqueza nos impide mirarnos a la cara—. Bueno, a algunos hombres.
Instintivamente, acaricia con un dedo la foto del joven en uniforme.
—¿Es un pariente? —pregunto, intentando ser amable.
Ya no es el whisky lo que me revuelve el estómago, sino mi propio sentimiento de culpa. La verdad es que mademoiselle LeFarge me cae bien y no me gusta engañarla.
—Es mi novio. Reginald —pronuncia su nombre con orgullo, pero también con un asomo de deseo que me hace sonrojar.
—Parece… muy… —Me doy cuenta de que no tengo ni idea de qué puedo decir sobre ese hombre. No lo conozco. Sólo es una imagen en una mala fotografía. Pero ya he empezado—. Muy digno de confianza —digo con dificultad.
Eso parece complacer a mademoiselle LeFarge.
—Tiene un rostro amable, ¿verdad?
—Sin duda —contesto.
—No la retendré más. No debe llegar tarde a la clase del señor Grunewald. Y recuerde: modérese con la mermelada.
—Sí, lo haré. Gracias —digo, y salgo del aula.
Me siento inferior a un crustáceo. Ni siquiera merezco a una profesora como mademoiselle LeFarge. Y aun así, sé que esta noche iré a la cueva, defraudándola de maneras que espero nunca descubra.
La nota de Pippa asoma por el borde de mi libro de francés. La abro lentamente. Su letra perfecta y redonda es cruel y burlona.
Encontrémonos en el cobertizo esta tarde. Mi madre me ha enviado guantes nuevos, y te los prestaré. Por el amor de Dios, a ella no la invites. Como intente meter sus enormes manos de buey, me estropeará los guantes irremediablemente.
Por primera vez ese día, temo vomitar de verdad, aunque ya no por el whisky sino por lo mucho que las odio a las dos en estos momentos: a Pippa por escribir la nota, y a Felicity por dármela.
Al final resulta que Pippa no irá al cobertizo. El gran salón bulle de emoción por la noticia: ha venido el señor Bumble. Todas las niñas de Spence, desde las de seis años hasta las de dieciséis, están apiñadas alrededor de Brigid, que nos está contando el último cotilleo con voz entrecortada. Habla interminablemente de lo atractivo y respetable que es, de lo guapa que está Pippa y de que los dos forman muy buena pareja. Creo que nunca he visto a Brigid tan animada. ¿Quién habría dicho que esa vieja amargada en el fondo es una romántica?
—Ya, pero ¿qué aspecto tiene? —quiere saber Martha.
—¿Es guapo? ¿Alto? ¿Tiene todos los dientes? —insiste Cecily.
—Sí —contesta Brigid con aires de entendida. Está encantada con su papel de oráculo—. Guapo y respetable —repite por si no hemos oído esa destacada cualidad la primera vez—. ¡Ah, qué pareja tan buena ha encontrado Pippa! Que esto les sirva de lección: si escuchan con atención todo lo que les dicen la señora Nightwing y las demás, incluida yo misma, llegarán a estar en la misma situación en la que veremos a Pippa: camino del altar en el carruaje de un hombre rico.
No parece el momento más oportuno para comentar que si la señora Nightwing y las demás, incluida Brigid, realmente supiesen tanto, ellas mismas estarían camino del altar. Por la cara de ingenuo embelesamiento de las niñas, me doy cuenta de que se creen las palabras de Brigid a pies juntillas.
—¿Y ahora dónde están? —pregunta Felicity con interés. Brigid se inclina hacia ella.
—Pues he oído decir a la señora Nightwing que irían a dar un paseo por los jardines, pero…
Felicity se vuelve hacia las niñas.
—¡Podemos ver los jardines desde la ventana del rellano del segundo piso!
Pese a las protestas de Brigid, subimos de estampida a la ventana. Las mayores nos abrimos paso a codazos entre las más pequeñas, y su airada exclamación «¡No es justo!» de nada sirve contra nuestro poder y nuestra fuerza. A los pocos segundos, nos hemos asegurado una posición junto a la ventana y las demás se apretujan alrededor de nosotras intentando ver algo.
En los jardines, la señora Nightwing, en el papel de carabina, acompaña a Pippa y el señor Bumble por el sendero que serpentea entre las hileras de rosas y jacintos. Por la ventana abierta, vemos a los dos mantener las distancias, perceptiblemente incómodos. Pippa hunde la cara en un ramillete de flores rojas que él ha debido de regalarle. Parece mortalmente aburrida. La señora Nightwing parlotea sobre las plantas cercanas.
—¿Queréis dejarnos sitio, por favor? —pregunta una niña regordeta, en jarras.
—Vete a la porra —gruñe Felicity, usando ese vocabulario a propósito para intimidarla.
—¡Voy a contárselo a la señora Nightwing! —chilla la niña.
—Hazlo y verás. Y ahora calla. ¡Intentamos oírlos!
Detrás de nosotras, las demás se retuercen y empujan, pero al menos no se oyen más quejas. Resulta muy raro ver a Pippa y al señor Bumble juntos. Pese a la descripción elogiosa de Brigid, en realidad es un hombre gordo de cejas pobladas, mucho mayor que Pippa. Mantiene la mirada fija en algún punto más allá de la cabeza de la señora Nightwing, como si estuviera por encima de todo. Por lo que veo, no tiene nada de especial.
Algunas de las niñas más pequeñas han conseguido pasar a rastras por debajo de nosotras, forcejeando entre nuestros cuerpos y la ventana como mala hierba atraída por la luz. Las empujamos, y ellas nos empujan a nosotras. Nos apelotonamos unas encima de otras, intentando ver y escuchar.
—Qué suerte tiene Pip —dice Cecily—. Poder casarse con un hombre decente sin tener que aguantar siquiera una temporada, sometida a examen por todos los hombres y sus madres para saber si es digna del matrimonio.
—Me parece que Pip no estaría de acuerdo contigo —señala Felicity—. No creo que sea eso lo que quiere en absoluto.
—Bueno, pero tampoco podemos hacer lo que queremos, ¿no? —dice Elizabeth con franqueza.
Nadie tiene nada que añadir. Nos llega la brisa, trayéndonos la voz de la señora Nightwing. Dice algo de que las rosas son la flor del amor verdadero. Y en ese momento doblan por un seto muy alto y los perdemos de vista.