13

Salimos sigilosamente poco después de la medianoche y nos adentramos en el bosque a la luz de los faroles hasta llegar al oscuro seno de la cueva. Felicity enciende velas que ha robado de un armario. A los pocos minutos, el espacio está iluminado y los dibujos vuelven a danzar en las paredes de roca. En el inquietante resplandor, los cráneos de la diosa Morrigan se doblan y retuercen como seres vivos, obligándome a apartar la mirada.

—¡Uy, qué húmedo está esto! —dice Pippa, sentándose con cuidado en el suelo de la cueva. Felicity la ha convencido para que venga, y de momento no ha hecho más que quejarse por todo—. ¿A alguien se le ha ocurrido traer algo de comer? Me muero de hambre.

Mira a Ann, que ha sacado una manzana del bolsillo de la capa. Ann la sostiene en la mano mientras se debate en la duda: por un lado, el hambre; por otro, la necesidad de ser aceptada. Tras un minuto atroz, se la ofrece a Pippa.

—Puedes quedarte con mi manzana.

—Supongo que tendré que conformarme con eso —dice Pippa con un suspiro. Tiende la mano, pero Felicity se le adelanta y agarra la manzana.

—Todavía no. Esto hay que hacerlo bien. Con un brindis.

Con ojos brillantes, Felicity saca de debajo de la enagua la botella de vino de la comunión. Los chillidos de placer de Pippa invaden el espacio cavernoso. Abraza a Felicity.

—¡Felicity, eres genial!

—Sí, ¿verdad?

Quiero decirles que fui yo quien arriesgó la vida, el cuerpo, el alma y la permanencia en la escuela para conseguir el vino, pero sé que sería inútil y que me tomarían por una resentida.

—¿Qué es eso? —pregunta Ann.

Felicity pone los ojos en blanco.

—Aceite de hígado de bacalao. ¿Qué crees que es?

Ann palidece.

—¿No será alcohol?

Pippa se lleva la mano a la garganta con gesto melodramático.

—¡Cielos, no!

Ann acaba de darse cuenta de dónde se ha metido. Intenta restar importancia a la situación siguiendo la broma.

—Las señoritas no beben alcohol —dice, remedando la voz afectada de la señora Nightwing.

Es una imitación perfecta, y todas nos echamos a reír. Encantada, Ann repite la broma una y otra vez hasta que deja de ser divertida y empieza a irritarnos.

—Ya basta —la reprende Felicity.

Ann se refugia otra vez tras su máscara.

—Desde luego la señora Nightwing no deja pasar una sola noche sin su jerez. Son tan hipócritas… A vuestra salud —brinda Pippa, echando un trago generoso y muy poco femenino de la botella.

Se la pasa a Ann, que limpia la boca con la mano y vacila.

—Vamos, no muerde —dice Felicity.

—Nunca he bebido.

—¿Ah, no? ¡Qué sorpresa!

Pippa se ríe con fingido asombro, y no puedo evitar preguntarme qué pasaría si derramara el contenido de la botella sobre sus rizos perfectos.

Ann intenta devolver la botella, pero Felicity se mantiene firme.

—No te lo pedimos. Si no bebes, no podrás pertenecer al club. Tendrás que volver sola a Spence.

Ann la mira con los ojos muy abiertos. Las niñas mimadas no tienen ni idea de lo que supone para Ann violar las reglas. Si ellas se meten en un lío, casi siempre se las arreglan para salir impunes, pero para Ann una infracción puede suponer la ruina.

—Déjala en paz, Felicity.

—Eras tú quien quería que viniera, no nosotras —dice, mostrando su crueldad—. Se acabaron los favores. Si quiere estar en el club, tiene que beber. Y lo mismo te digo a ti.

—Bien, pues pásamela —contesto.

Me dan la botella.

—Y no vale volver a escupirlo en la botella —añade Felicity con tono provocador.

Al acercarme la botella a los labios, percibo un olor dulzón y áspero a la vez. Es un aroma intenso, mágico y prohibido. Me arde en la garganta y me hace toser y resoplar, como si alguien hubiera prendido mis pulmones con una cerilla.

—¡Ah, la sal de la vida! —exclama Felicity con una sonrisa diabólica, y todas ríen, incluida Ann, que así muestra su gratitud.

—¿Qué es? —pregunto con voz ronca.

No se parece en nada al vino que he tomado de las copas de mis padres; seguro que es algo que usan las criadas para limpiar los suelos o mezclar el barniz.

Nunca he visto a Felicity tan encantada.

Whisky. Te has llevado sin querer la colección privada del reverendo Waite.

Se me saltan las lágrimas por el sabor acre, pero al menos vuelvo a respirar. Me recorre el cuerpo un sorprendente calor, unido a una agradable pesadez. Me gusta la sensación, pero Felicity ya me ha quitado la botella y se la ha dado a Ann, que toma la medicina como una buena chica, haciendo sólo una ligera mueca por el sabor. Cuando Felicity bebe su trago, ya estamos todas iniciadas. Aunque todavía no sé muy bien en qué. Nos pasamos la botella unas cuantas veces más, hasta que los miembros nos flojean como a terneras recién nacidas. Me siento flotar. Podría seguir así días y días. Ahora el mundo real, con su sufrimiento y sus decepciones, es sólo una palpitación tras la membrana protectora que la ebriedad ha formado a nuestro alrededor. Está en algún lugar fuera de nosotras, a la espera, pero estamos demasiado aturdidas para preocuparnos. Mientras contemplo el brillo de las rocas y mis nuevas amigas hablan en susurros, me pregunto si es así como pasa los días mi padre, envuelto en su capullo de láudano. Sin dolor, sintiendo sólo el latido distante del recuerdo. La idea me inspira una tristeza insoportable, y me sumerjo en ella.

—¿Gemma? ¿Estás bien?

Es Felicity, que se ha acercado y me mira, confusa, y de pronto me doy cuenta de que estoy llorando.

—No es nada —contesto, enjugándome los ojos con el dorso de la mano.

—No me digas que eres una de esas borrachas sensibleras —dice, intentando bromear, pero sólo consigue avivar mi llanto—. Pues ya no beberás más. Toma, come algo. —Deja la botella detrás de una roca y me da la manzana, que sigue intacta—. Esta fiesta está muy aburrida. ¿A quién se le ocurre algo interesante?

—Si esto es un club, ¿no debería tener un nombre?

Pippa reclina la cabeza contra la roca, con los ojos brillantes por la bebida.

—¿Qué os parece las Señoritas de Spence? —sugiere Ann.

Felicity hace una mueca.

—Con ese nombre parecemos solteronas desdentadas.

Me río con excesiva estridencia, pero me alegro de que las lágrimas hayan cesado a pesar de que todavía me cuesta respirar con normalidad.

—Lo he dicho sin pensar —replica Ann con brusquedad.

El whisky la ha envalentonado.

—No seas tan susceptible —le reprocha Felicity—. Toma, bebe un poco más.

Ann niega con la cabeza, pero Felicity sigue tendiéndole la botella, así que bebe otro trago con los labios apretados.

Pippa da una palmada.

—Ya lo sé: ¡podemos llamarnos las Damas de Shalott!

—¿Significa eso que nos moriremos? —pregunto, y me echo a reír descontroladamente.

Mi cabeza es una pluma al viento.

Felicity se ríe conmigo.

—Gemma tiene razón. Es demasiado deprimente.

Proponemos más nombres, riéndonos de los más extravagantes —las Princesas de Atenas, las Hijas de Perséfone— y gimiendo con los más terribles, como los Cuatro Vientos del Amor. Al final callamos, recostadas contra la roca. En las paredes, las diosas cazan y retozan, libres de preocupaciones, creadoras de sus propias reglas, castigadoras de intrusos.

—¿Por qué no nos llamamos la Orden? —pregunto.

Felicity yergue la espalda de manera tan súbita que segundos después todavía siento su calor junto a mí, rezagado como una estela.

—¡Es perfecto! Gemma, eres un genio.

Un poco avergonzada, retuerzo el rabillo de la manzana hasta partirlo. Felicity se lleva mi mano a la boca y muerde la fruta. Con los labios aún pegajosos y dulces, besa los míos. Tengo que cubrírmelos con los dedos para detener el cosquilleo y una sensación de rubor recorre todo mi cuerpo.

Felicity, con su puño pálido, me levanta la mano que sostiene la manzana.

—Damas, os comunico que ha renacido la Orden.

—¡La Orden ha renacido! —repetimos, y el eco de nuestras voces se propaga en ondas por la cueva.

Incluso Pippa me abraza. Cobramos vida con nuestro nuevo secreto, con la sensación de que nos pertenecemos unas a otras y formamos parte de algo ajeno a ese monótono paso del tiempo en el que la rutina diaria es nuestra única aspiración. Me siento incluso más poderosa que después de tomar el whisky, y quiero seguir siempre así.

—¿Creéis que de verdad existió esa orden de mujeres? —pregunta Pippa.

Felicity lanza un bufido.

—No seas tonta, Pip; es sólo un cuento de hadas.

—Era sólo una pregunta, nada más —responde Pippa, dolida.

No quiero que el hechizo de esta noche se rompa tan pronto.

—¿Y si fuera verdad?

Saco el delgado diario encuadernado en piel y lo muestro sin pensar en lo que hago.

—¿Qué es eso? —pregunta Ann.

—El diario secreto de Mary Dowd.

Ann teme haberse perdido algo.

—¿Quién es Mary Dowd?

Les cuento lo que sé de Mary Dowd, de su amiga Sarah y de su participación en la Orden. Felicity me arranca el diario de las manos y las tres empiezan a leer, atónitas, volviendo las páginas cada vez más deprisa.

—¿Habéis llegado al momento en que entra en el jardín? —pregunto.

—Ya lo hemos pasado —contesta Felicity.

—¡Esperad! Yo sólo he llegado hasta ahí —protesto—. ¿Por dónde vais?

—El quince de marzo. Espera, ya leo yo en voz alta —propone Felicity—. «Hoy Sarah y yo nos hemos portado mal y hemos entrado en los reinos sin dejarnos guiar por nuestras hermanas. Al principio, temíamos habernos extraviado, pues nos encontrábamos en un bosque neblinoso donde muchos espíritus perdidos, esas pobres almas en pena, nos pedían ayuda, pero todavía no podíamos hacer nada por ellos. Eugenia dice…».

—¡Eugenia! ¿Creéis que se refiere a la señora Spence? —pregunta Ann.

Todas la mandamos callar, y Felicity sigue.

—«Eugenia dice que no pueden irse hasta que su alma haya acabado su trabajo, ya sea en un plano u otro, y sólo entonces podrán descansar. Algunas de estas almas errantes nunca se liberan, y entonces se corrompen, convirtiéndose en espíritus oscuros capaces de toda clase de maldades. Son expulsadas a las Tierras Invernales, un reino de fuego y hielo y sombras, adonde sólo pueden ir las hermanas más fuertes y sabias, pues las almas oscuras de ese reino son capaces de suscitar mil anhelos. Te convierten en esclava del poder si no sabes utilizarlas y apartarlas de ti como hacen las mayores. Responder a uno de esos espíritus caídos, unirte a él, podría alterar el equilibrio de los reinos para siempre». —Felicity se interrumpe—. ¡Vamos, esto es el peor intento de escribir una novela gótica que he visto! Sólo faltan los crujidos en el suelo de un castillo y una heroína a punto de perder la virtud.

Pippa se endereza, riéndose.

—¡Sigamos leyendo a ver si ellas pierden la virtud!

—«Hoy estábamos otra vez en el jardín de la belleza donde los mejores deseos pueden hacerse realidad…» —continúa Felicity, y añade—: Esto ya me gusta más. Aquí seguro que hay algo carnal. «El brezo, con su dulce aroma, del color del vino, se mece bajo el cielo de tonos naranja y dorado. Nos pasamos horas tumbadas entre los arbustos, sin carecer de nada, transformando las hojas de hierba en mariposas sólo con el roce de los dedos, haciendo realidad cuanto imaginábamos mediante la voluntad y el deseo. Las hermanas nos mostraron que podíamos conseguir cosas maravillosas, curaciones, conjuros para la belleza y el amor…».

—¡Ah, eso quiero saberlo yo! —exclama Pippa.

Felicity levanta la voz para hacerse oír, hasta que Pippa calla.

—«… para hacernos invisibles a los demás, para doblegar la mente de los hombres a la voluntad de la Orden, influyendo en sus pensamientos y sueños hasta que sus destinos se presenten ante ellos como un dibujo en las estrellas de la noche. Estaba todo escrito en el Oráculo de las Runas. Bastaba el contacto de esos cristales con nuestras manos para crear un canal por el que fluía el universo con el ímpetu y la velocidad de un río. De hecho, su grandeza era tal que no pudimos quedarnos más de unos segundos. Pero cuando nos alejamos, habíamos cambiado por dentro. “Os habéis abierto”, dijeron nuestras hermanas…».

Pippa se ríe.

—A lo mejor sí perdieron la virtud.

—¿Quieres dejarme acabar? —gruñe Felicity—. «… y nosotras también lo notamos. Llevando nuestra pequeña magia dentro de nosotras, atravesamos el velo por el que entramos en este mundo. Nuestro primer intento ha tenido lugar en la cena. Sarah se ha quedado mirando su pan y su sopa miserables, ha cerrado los ojos y ha dicho que era faisán. Y en eso se ha convertido: tenía el mismo aspecto y el mismo sabor, del primero al último bocado. Estaba tan delicioso que Sarah, con sonrisa de satisfacción, ha pedido más».

Absorta en mis pensamientos, no me doy cuenta de que Felicity ha parado de leer. No se oye nada salvo el goteo del agua por una pared.

—¿Dónde has encontrado esto?

Me mira como si yo fuera una delincuente.

«Pues, verás, una cría fantasmagórica me condujo en plena noche hasta él. ¿A ti nunca te ha pasado?».

—En la biblioteca —miento.

—¿Y de verdad te has creído lo que cuenta de la hora de las brujas en Spence? —Felicity me mira con expresión de desconcierto.

—No, claro que no —vuelvo a mentir—. Sólo quería divertirme con vosotras.

—Ah, la hora de las brujas de la Orden. ¿Cuándo es? ¿Justo antes de las vísperas o después de música?

Pippa se ríe de tal modo que resopla como un caballo. Es un gesto muy poco atractivo, y soy tan malvada que disfruto viéndoselo.

—¡Qué gracia! Eres muy aguda —digo, intentando aparentar buen humor cuando me siento hosca y humillada.

Felicity sostiene el diario en alto y adopta expresión seria.

—Me he abierto, hermanas. A partir de ahora, esto será nuestro libro sagrado. Empezaremos cada reunión con una lectura de este diario, un diario —me mira un momento— muy convincente y absolutamente verídico.

Al oírla, Pippa prorrumpe en carcajadas.

—¡Creo que es una idea espléndida! —Se le traba la lengua y dice espléndlida.

—Oye, que es mío —digo, intentando coger el diario, pero Felicity lo guarda en el bolsillo.

—¿No has dicho que estaba en la biblioteca? —pregunta Ann.

—¡Ja! ¡Bien dicho, Ann!

Pippa le sonríe y empiezo a lamentar el inicio de esa amistad. Me he metido en este lío por mi propia mentira y ahora me encuentro sin el libro y sin el medio de comprender lo que me está pasando, el significado de mis visiones. Pero me es imposible recuperarlo sin contarles toda la verdad y no estoy dispuesta a eso hasta que yo misma lo haya entendido.

Ann vuelve a pasarme la botella y la rechazo con un gesto.

Je ne voudrais pas le whiskey —digo arrastrando las palabras en un francés espantoso.

—Tenemos que ayudarte con el francés, Gemma, antes de que LeFarge te degrade —dice Felicity.

—¿Y tú cómo sabes tanto francés? —pregunto, irritada.

—Para tu información, señorita Doyle, mi madre recibe en su famoso salón de París —pronuncia salón con acento francés—. Los mejores escritores de Europa han pasado por allí.

—¿Tu madre es francesa? —pregunto.

Tengo la cabeza aún un poco espesa por el whisky. Me entran ganas de reír por cualquier cosa.

—No. Es inglesa, descendiente de los York. Y vive en París.

¿Por qué vivirá en París y no aquí, adonde vuelve su marido después de cumplir sus obligaciones para con Su Majestad?

—¿Es que tus padres no viven juntos?

Felicity me lanza una mirada feroz.

—Mi padre está casi siempre en el mar. Mi madre es una mujer hermosa. ¿Por qué no habría de disfrutar de la compañía de sus amigos en París?

No sé qué he dicho que pueda haberla molestado. Empiezo a disculparme pero Pippa me interrumpe.

—Ojalá mi madre recibiera en su salón. O hiciera algo interesante. Lo único que hace es volverme loca con sus críticas. «Pippa, ponte derecha. Así nunca conseguirás un marido». O «Pippa, debemos mantener las apariencias en todo momento». O «Pippa, lo que pienses de ti misma no es ni la mitad de importante que lo que los demás digan de ti». Y para colmo está su último protegido, el señor Bumble, un hombre torpe e insulso.

—¿Quién es el señor Bumble? —pregunto.

—El amado de Pippa —contesta Felicity, alargando la palabra.

—¡No es mi amado! —grita Pippa.

—No, pero quiere serlo. Si no, ¿por qué está siempre en tu casa?

—¡Debe de tener al menos cincuenta años!

—Y debe de ser muy rico porque si no tu madre no te lo endilgaría.

—Para mi madre, el dinero es lo más importante de esta vida —explica Pippa con un suspiro—. No le gusta que mi padre juegue. Le da miedo que lo pierda todo. Por eso le preocupa tanto que me case con un rico.

—Seguro que te encontrará a alguien con un pie deforme y doce hijos, todos mayores que tú —dice Felicity, y se echa a reír.

Pippa se estremece.

—Deberíais ver algunos de los hombres que ha hecho desfilar ante mí. ¡Uno medía un metro veinte!

—¡No puede ser! —exclamo.

—Bueno, a lo mejor llegaba al metro y medio. —Pippa suelta una carcajada contagiosa y nos desternillamos de risa—. Otra vez me presentó a un hombre que no paró de pellizcarme el trasero mientras bailábamos. ¿Os lo imagináis? «Ah, qué vals tan bonito», y un pellizco. «¿Te apetece un ponche?». Otro pellizco. Los morados me duraron una semana.

Nuestros chillidos parecen sonidos animales, desenfrenados y salvajes. Se apagan hasta quedar reducidos a toses y murmullos.

—Ann y Gemma —dice Pippa—, vosotras no tenéis que preocuparos por madres imposibles que intentan controlar cada minuto de vuestras vidas. Sois afortunadas.

Me quedo sin aire en los pulmones. Felicity da una fuerte patada a Pippa en la espinilla.

—Oye, eso no ha estado bien, eh.

Pippa se frota la pierna de manera ostensible.

—No seas tan delicada —dice Felicity con malicia, pero cuando nuestras miradas se cruzan, veo en sus ojos un asomo de amabilidad y pienso por primera vez que quizá lleguemos a ser amigas de verdad.

—¡Qué asco!

Ann ha estado hojeando el diario. Sostiene una especie de ilustración, que enseguida tira como si le quemara las manos.

—¿Qué es?

Pippa se abalanza a cogerla, pues su curiosidad puede más que su orgullo. Nos inclinamos a su alrededor. Es el dibujo de una mujer con uvas en el pelo apareándose con un hombre cubierto de pieles de animal y una máscara con cuernos en la cabeza. La leyenda reza: Los ritos de la primavera según Sarah Rees-Toome.

Todas ahogamos un grito y decimos que es repugnante a la vez que intentamos verlo mejor.

—Creo que el hombre ya ha derramado —digo, soltando una risa tan aguda que ni siquiera yo la reconozco.

—¿Qué están haciendo? —pregunta Ann.

—¡La mujer está tumbada pensando en Inglaterra! —dice Pippa, repitiendo lo que las madres inglesas dicen a sus hijas sobre el acto carnal.

Se supone que no debemos disfrutar, sino sólo pensar en traer niños al mundo, en el futuro del imperio y en complacer a nuestros maridos. Por alguna razón, la cara que surge en mi pensamiento es la de Kartik. Esos ojos ribeteados de negro que se acercan y que me hacen abrir los labios. Siento un calor extraño en el estómago que se extiende por mi cuerpo.

—Ann, no me digas que no sabes lo que hacen los hombres y las mujeres cuando están juntos. ¿Quieres que te lo enseñe?

Felicity se baja de la roca y se arrastra a cuatro patas por el suelo, acercándose a Ann, que retrocede hasta que su espalda topa contra la pared.

—No, gracias —murmura.

Felicity se queda mirándola un momento y luego le da un lametón en la mejilla. Horrorizada, Ann se limpia con la mano. Felicity se ríe y, reclinándose contra una pequeña roca, estira los brazos por encima de la cabeza. Sus pechos turgentes se perfilan bajo el corpiño del vestido. Tiene la mirada fija en un punto más allá de nuestras cabezas.

—Yo tendré muchos hombres —comenta con naturalidad, como si hablara del tiempo, pero sin duda sabe que está diciendo algo escandaloso.

Pippa, que no sabe si reír o gritar, hace las dos cosas.

—Pero, Felicity, eso es vergonzoso.

Felicity huele sangre. Ha percibido nuestro malestar y no piensa dejar escapar la ocasión.

—Así es. ¡Hordas de hombres! Miembros del Parlamento y mozos de cuadra. Moros e irlandeses. ¡Duques venidos a menos! ¡Reyes!

Pippa se tapa los oídos con las manos.

—¡No! —exclama—. ¡No me digas nada más!

Pero también se ríe. Le encanta el descaro de Felicity.

Felicity se ha levantado, ahora baila y da vueltas como una endemoniada.

—¡Tendré presidentes y grandes empresarios! ¡Actores y gitanos! ¡Poetas y artistas y hombres que morirán sólo por tocarme el dobladillo del vestido!

—¡Has olvidado a los príncipes! —grita Ann, con una pequeña sonrisa culpable.

—¡Príncipes! —grita Felicity con placer.

Coge a Ann de las manos y, con el pelo ondeando, la hace bailar en círculo.

Pippa se levanta y se une a ellas.

—¡Y trovadores!

—¡Y trovadores que cantan a los zafiros de mis ojos!

Yo también me uno a ellas, atrapada en la agitación general.

—¡No olvidéis a los malabaristas, acróbatas y almirantes!

Felicity se detiene y, con voz fría, dice:

—No, almirantes no.

—Lo siento, Felicity, no lo he dicho con mala intención —me disculpo, alisándome el vestido, mientras Pippa y Ann, incómodas, miran abajo.

El silencio es pura electricidad entre nosotras: basta un gesto, una palabra equivocada, para que ardamos. Felicity tiene la botella. Bebe un largo trago, se agacha por la fuerza del whisky y con el dorso de la mano pálida se seca los labios, oscuros a causa de la bebida.

—¿Qué os parece si celebramos un ritual?

—¿Qué… qué clase de r-r-ritual?

Ann no se da cuenta de que se ha alejado unos cuantos pasos de nosotras, aproximándose a la enorme boca de la cueva.

—Ya lo sé. ¡Podríamos hacer un juramento! —dice Pippa, muy ufana.

—Tiene que ser algo que nos comprometa más —dice Felicity con la mirada perdida—. Las promesas pueden olvidarse. Hagamos un ritual de sangre. Necesitamos algo afilado. —Sus ojos se posan en mi amuleto, que cuelga por fuera del vestido—. Eso nos sirve, creo.

Instintivamente, me llevo la mano al collar.

—¿Qué vas a hacer?

Felicity exhala un suspiro y pone los ojos en blanco con actitud teatral.

—Voy a sacarte las tripas y dejarlas en el jardín clavadas en una estaca como advertencia para las que llevan joyas grandes.

—Era de mi madre —digo.

Todas me miran con expectación. Al final, cedo a su muda presión y entrego el collar.

Merci.

Felicity hace una reverencia. Con un rápido gesto, se acerca el borde de la luna a la yema del dedo y se lo clava. Enseguida mana sangre a borbotones.

—Toma —dice, manchándome las mejillas con su sangre—. Nos haremos la señal unas a otras. Será un pacto.

Le tiende el collar a Pippa, que hace una mueca.

—No me puedo creer que me propongas una cosa así. Es una salvajada. No soporto la sangre.

—Bien, en ese caso te lo haré yo. Cierra los ojos. —Felicity le corta la piel y Pippa lanza un alarido como si hubiese recibido una herida mortal—. ¡Santo cielo, todavía respiras! No seas boba. —Pasa los dedos de Pippa por las mejillas rubicundas de Ann.

Ann, por su parte, se limpia los dedos sangrientos en la piel de porcelana de Pippa.

—Por favor, daos prisa. Voy a vomitar.

—Lo sé —gimotea Pippa.

Por fin me toca a mí. El extremo afilado de la luna se cierne sobre mi dedo. Recuerdo el fragmento de un sueño: una tormenta, creo, y mi madre que grita, y yo tiendo la mano abierta, herida.

—Vamos —me insta Felicity—. No me digas que también tendré que hacértelo a ti.

—No —digo, y me clavo la punta en el dedo.

El dolor me recorre el brazo y un bufido escapa de mis labios. El pequeño corte enseguida empieza a sangrar. Me arde el dedo cuando lo froto con suavidad en los pómulos de Felicity, blancos como la nieve.

—Ya está —dice, mirándonos una por una, todas recién bautizadas a la luz de las velas—. Tended las manos. —Estira el brazo y ponemos las palmas encima de la suya—. Nos juramos lealtad mutua y nos comprometemos a mantener en secreto los ritos de nuestra Orden, saborear la libertad y no permitir que nadie nos traicione. Nadie. —Al decirlo, me mira a mí—. Este es nuestro santuario. Y mientras estemos aquí diremos sólo la verdad. Juradlo.

—Lo juramos.

Felicity acerca una vela al centro.

—Que cada una diga sobre esta vela cuál es su mayor deseo y lo haga realidad.

Pippa coge la vela y declara con solemnidad:

—Encontrar el amor verdadero.

—¡Qué bobada! —dice Ann, intentando pasarle la vela a Felicity, que la rechaza.

—Tu mayor deseo, Ann —insiste Felicity.

Sin mirar a nadie, Ann dice:

—Ser hermosa.

Felicity agarra la vela con firmeza y proclama resueltamente:

—Deseo ser tan poderosa que nadie pueda pasarme por alto.

De pronto, la vela está en mi mano, la cera caliente gotea por los lados y me quema la piel antes de enfriarse y solidificarse en la muñeca. ¿Cuál es mi mayor deseo? Quieren la verdad, pero la respuesta más sincera que puedo dar es que me conozco tan poco que ni siquiera eso sé.

—Entenderme.

Esto parece satisfacerlas, pues Felicity recita:

—Ah, grandes diosas de estas paredes, concedednos nuestros mayores deseos.

Una brisa entra por la boca de la cueva y apaga la vela. Se nos corta la respiración.

—Creo que nos han oído —susurro.

Pippa se lleva la mano a la boca.

—Es una señal.

Felicity nos pasa la botella una última vez y bebemos.

—Por lo visto, las diosas nos han contestado. Por nuestra nueva vida. Bebed. La primera reunión de la Orden ha concluido. Volvamos antes de que las velas se consuman.