12

Al día siguiente, pese a que la tarde está gris y borrascosa, la señorita Moore mantiene su promesa de llevarnos a la cueva. Es una auténtica excursión por el bosque. Vamos más allá del cobertizo del lago y seguimos por el borde de un profundo barranco. Ann tropieza en la pedregosa pendiente y casi se despeña.

—Cuidado —advierte la señorita Moore—. Este barranco es un poco traicionero. Parece surgir de la nada y al menor descuido una se cae y se parte el cuello.

Atravesamos el barranco por un pequeño puente y al otro lado el bosque se abre formando un reducido claro circular. Contengo la respiración. Es el mismo lugar al que me llevó la niña, en donde encontré el diario de Mary Dowd. La cueva está delante de nosotras, bajo un saliente cubierto de enredaderas que nos rozan los brazos cuando las atravesamos para entrar en la oscuridad aterciopelada. La señorita Moore enciende los faroles que hemos traído y las paredes de la cueva parecen oscilar en la repentina claridad. A lo largo de los siglos la lluvia ha alisado la piedra hasta tal punto que en algunos sitios veo mi reflejo fragmentado en la superficie irregular: un ojo, una boca, otro ojo, una mezcla de piezas mal encajadas.

—Ya hemos llegado. —La voz grave y melódica de la señorita Moore reverbera en los abruptos salientes y los suaves planos de la cueva—. Los pictogramas están aquí, en esta pared.

Dirige la luz hacia un gran espacio abierto. Todas acercamos los faroles y de pronto los dibujos cobran vida, sorprendiéndonos como un tesoro recién revelado.

—¿No los encuentras muy burdos? —pregunta Ann, examinando el tosco perfil de una serpiente. Recuerdo al instante su pulcro edredón sin la menor arruga, perfectamente remetido bajo el colchón.

—Son primitivos, Ann. Los hombres de las cavernas dibujaban con lo que tenían a mano: piedras afiladas, cuchillos improvisados, un poco de arcilla o tintura. A veces incluso sangre.

—¡Qué asco!

Es Pippa, por supuesto. Incluso a oscuras, casi siento cómo arruga su naricilla respingona en una mueca de aversión.

Felicity se ríe y adopta el tono de una mujer de mundo.

—Querida, los Bryn-Jones acaban de decorar su salón con maravillosos dibujos hechos con sangre humana. ¡Tenemos que hacer lo mismo en el nuestro inmediatamente!

—A mí me parece asqueroso —declara Pippa, aunque sospecho que su repugnancia se debe, más que a la mención de la sangre, a que Felicity y yo compartamos una broma.

—La sangre se empleaba en los dibujos sagrados para rendir tributo a una diosa cuando se requería su influencia. Mirad. —La señorita Moore señala una imagen roja apenas visible, en apariencia un arco y una flecha—. Este es para Diana, la diosa romana de la luna y la caza. Era la protectora de las niñas. De la castidad.

Al oírla, Felicity me da un fuerte codazo en las costillas. Todas tosemos y movemos los pies para disimular nuestra vergüenza. La señorita Moore continúa.

—Lo increíble de esta cueva es que aquí hay representaciones de toda clase de diosas. No sólo paganas o romanas, sino también nórdicas, germánicas, celtas. Lo más probable es que este fuera un lugar conocido por los viajeros, donde sabían que podían practicar su magia a salvo.

—¿Magia? —pregunta Elizabeth—. ¿Eran brujas?

—No en el sentido que ahora le damos a la palabra. Estas eran místicas y curanderas, mujeres que empleaban hierbas y atendían partos. Pero seguro que despertaban recelos. Las mujeres con poder siempre son temidas —observa con tristeza.

Me pregunto cómo llegó la señorita Moore a este lugar, por qué está enseñándonos a hacer dibujos bonitos en lugar de vivir en el mundo. No es fea. Tiene rostro cálido, sonrisa fácil y figura esbelta. Lleva un broche en el cuello con varios rubíes, lo que indica que no carece de medios.

—Son extraordinarios —dice Felicity, acercando el farol a la pared.

Recorre con los dedos una tosca silueta de lo que parece una mujer cuervo flanqueada por otras dos mujeres parcialmente borradas por el tiempo.

—¡Uy, ese sí es horrible! —exclama Cecily.

Las sombras parpadean sobre su rostro y por un instante la imagino cuando sea mayor: flaca y encogida, con la nariz grande.

La señorita Moore examina el dibujo.

—Es posible que esa dama en particular tenga relación con Morrigan.

—¿Con quién? —pregunta Pippa con un pestañeo y una sonrisa que sin duda inducirá a los hombres a prometerle el mundo entero.

—Morrigan. Una antigua diosa celta de la guerra y la muerte. Era muy temida. Se decía que la veían lavando la ropa de los que estaban a punto de morir en combate, y después sobrevolaba los campos de batalla llevándose furiosa los cráneos de los muertos.

Cecily se estremece.

—¿Y por qué adoraban a una diosa así?

—¿No tiene usted espíritu guerrero, señorita Temple? —pregunta la señorita Moore.

Cecily se horroriza.

—Espero que no. Eso es… muy poco atractivo.

—¿Por qué?

—Pues… —Cecily está visiblemente incómoda—. Es como… como ser un hombre, ¿no? Una mujer nunca debería ser tan indecorosa.

—Pero sin la chispa de la ira, sin destrucción, no puede haber renacimiento. Morrigan siempre se relacionó con la fuerza, la independencia y la fertilidad. Era la guardiana del alma hasta que se regeneraba, o eso dicen.

Ann señala con un dedo rechoncho los dibujos deslucidos.

—¿Quiénes son estas mujeres?

—Morrigan era una diosa con tres aspectos distintos: la representaban como una hermosa doncella, como la gran madre y como la vieja bruja sanguinaria. Podía cambiar de forma a su antojo. Es sin duda fascinante.

Felicity mira a la señorita Moore con frialdad.

—¿Cómo es que sabe tanto de diosas y esas cosas, señorita Moore?

La señorita Moore acerca su cara a la de Felicity hasta casi rozarla. Sospecho que Felicity está a punto de recibir una reprimenda por su impertinencia. La señorita Moore contesta despacio, midiendo las palabras.

—Lo sé porque leo. —Retrocede y, tras erguirse y ponerse en jarras, nos desafía—: ¿Me permiten una sugerencia? Lean, y mucho. Créanme, es agradable tener algo de qué hablar además del tiempo y de la salud de la reina. La mente no es una jaula. Es un jardín. Y hay que cultivarla. Creo que ya hemos tenido suficiente mitología por hoy. Ahora vamos a dibujar un poco, ¿de acuerdo?

Obedientes, sacamos nuestros cuadernos de dibujo y carboncillos. Pippa ya se está quejando de que hace demasiado calor en la cueva para dibujar. La verdad es que no sabe dibujar. En absoluto. Al final todos sus dibujos parecen una pila de rocas sombrías, y luego no se lo toma nada bien. Ann acomete la tarea con su habitual perfeccionismo, trazando pequeñas y cuidadosas líneas en la página. Mi carboncillo vuela sobre el papel, y cuando acabo, he capturado la imagen borrosa de la diosa de la caza, lanza en mano, con un ciervo corriendo ante ella. Parece que le falta algo, de modo que añado unos cuantos símbolos por mi cuenta. Pronto cobra forma al pie de la hoja el símbolo de la luna y el ojo del collar de mi madre.

—Muy interesante, señorita Doyle. —La señorita Moore mira por encima de mi hombro—. Ha dibujado el ojo de la luna creciente.

—¿Se llama así?

—Ah, sí. Es un símbolo muy conocido. Casi como la pirámide de los masones.

—Es como el de ese collar tan raro que llevas —interviene Ann.

Las chicas me miran con recelo. Le daría una patada a Ann por bocazas. La señorita Moore enarca una ceja.

—¿Tiene un collar con este símbolo?

Con esfuerzo, saco el amuleto, escondido bajo el cuello de la blusa.

—Era de mi madre. Se lo dio una mujer de una aldea hace mucho tiempo.

La señorita Moore se inclina para examinarlo. Pasa el pulgar por el metal repujado de la luna.

—Sí, es el mismo, sin duda.

—¿Qué es exactamente? —pregunto mientras lo vuelvo a esconder bajo el corpiño. La señorita Moore se yergue y se arregla el sombrero.

—Dice la leyenda que el ojo de luna creciente era el símbolo de la Orden.

—¿De qué? —pregunta Cecily con una mueca.

—¿Nunca han oído hablar de la Orden? —dice la señorita Moore, como si tuviera que resultarnos tan familiar como la aritmética elemental.

—¡Cuéntenoslo, señorita Moore! —suplica al instante Pippa, capaz de cualquier cosa con tal de no tener que dibujar.

—Ah, la Orden. Pues es una historia muy interesante. Si mal no recuerdo, estaba formada por un grupo de brujas muy poderosas y existió desde tiempos inmemoriales. Se supone que sus miembros tenían acceso a un mundo místico más allá de este, a un lugar de muchos reinos donde podían practicar su magia.

Kartik dijo algo de reinos. También se mencionaban en el diario de Mary Dowd. Tengo la carne de gallina, y me muero por saber más.

—¿Qué clase de magia? —pregunto sin querer.

—La más grande de todas: el poder de la ilusión.

—No veo qué tiene eso de especial —comenta Cecily con desdén.

Elizabeth se cruza de brazos. Obviamente no saben aprovechar a la señorita Moore.

—¿Ah, sí, señorita Temple? Esa peineta que lleva en el pelo es muy moderna, ¿no?

Cecily se siente halagada.

—Pues sí.

—¿Y eso implica que usted es moderna o simplemente crea la ilusión de que lo es?

—Me temo que no la entiendo —responde Cecily con ojos centelleantes.

—Seguro que no —dice la señorita Moore, que vuelve a esbozar su sonrisa irónica.

—¿Podían hacer algo más? —pregunto.

—Ah, sí. Esas mujeres podían ayudar a los espíritus en su tránsito al más allá. Tenían el poder de la profecía y la clarividencia. Para ellas el velo entre el mundo sobrenatural y este era muy fino. Podían ver y sentir cosas imperceptibles para los demás.

Siento la boca seca como el serrín.

—¿Tenían visiones?

—Si que estás interesada —se burla Elizabeth.

Felicity le tira del pelo; ella da un breve grito y calla.

—¿Y cómo llegaban a ese otro mundo?

Ahora es Felicity quien habla, quien pregunta lo que yo quiero saber. Un escalofrío me recorre los brazos.

—¡Cielos, menuda la que he armado! —La señorita Moore se ríe—. ¿No tenían ustedes niñeras sádicas que les contaban cuentos para que se portaran bien y callaran por la noche? Dios mío, ¿qué será del imperio si las institutrices han perdido la capacidad de aterrorizar a sus niñas?

—Por favor, cuéntenos más, señorita Moore —ruega Pippa, lanzando una mirada fugaz a Felicity.

—Según las leyendas, y según mi despiadada niñera, que su malvada alma descanse en paz, las hermanas de la Orden se cogían de la mano y se concentraban en una entrada: una puerta o algún tipo de portal.

Una puerta de luz.

—¿Tenían que hacer algo para pasar al más allá? ¿Tenían que decir algo, un conjuro o algo así? —insisto.

Detrás de mí, Martha me imita de modo irritante y, si yo no estuviera tan absorta, la pondría en su sitio.

La señorita Moore se echa a reír y sacude la cabeza.

—¡Dios santo! ¡No tengo ni idea! Es un mito, como todos estos símbolos. Un fragmento de historia que se ha transmitido de generación en generación. O que se ha perdido de una a otra. Este tipo de leyendas ha tendido a desaparecer con la industrialización.

—¿Quiere decir que las cosas deberían volver a ser como antes? —pregunta Felicity.

—En absoluto. No se puede volver atrás. Hay que seguir hacia delante en todo momento.

—Señorita Moore —pregunto sin poder evitarlo—, ¿qué razón podría haber para que alguien regalase a mi madre el ojo de luna creciente?

La señorita Moore lo piensa.

—Supongo que esa persona pensó que necesitaba protección.

Me asalta una idea terrible.

—Y si una persona no tiene el collar, no tiene esa protección, ¿qué podría ocurrirle?

La señorita Moore niega con la cabeza.

—No creía que usted fuera tan impresionable, señorita Doyle.

Las chicas se ríen por lo bajo. Me sonrojo.

—Estos símbolos no son más eficaces que la pata de un conejo. No daría mucho por el poder protector de su amuleto, por bonito que sea.

No puedo dejarlo estar.

—Pero ¿y si…?

La señorita Moore me interrumpe.

—Si desean saber algo más sobre las leyendas antiguas, señoritas, hay un lugar que puede serles de ayuda. Se llama biblioteca. Y creo que Spence tiene una.

Saca un reloj de la bolsa de lona donde lleva el material de pintura. Nunca he visto a una mujer con un reloj de hombre, y eso la reviste de un misterio aún mayor.

—Ya casi es hora de volver —dice, cerrando el reloj con gesto decidido—. Bien, ¿cómo hemos acabado hablando de diosas antiguas si veníamos a admirar arte? Quiero que sigan dibujando cerca de la boca de la cueva. Pueden reunirse conmigo cuando acaben de recoger sus cosas.

Tras ponerse la bolsa bajo el brazo, se dirige con paso resuelto hacia la salida, dejándonos solas en la penumbra. Me tiemblan tanto los dedos que apenas puedo guardar el material. Soy vagamente consciente de la presencia de las demás niñas. Sus cuchicheos llenan la cueva como el zumbido de las moscas.

—¡En fin, qué manera de perder el tiempo! —murmura Cecily—. Seguro que a la señora Nightwing le interesaría saber lo que nos está enseñando la señorita Moore.

—Es una persona rara —coincide Elizabeth—. Mucho.

—A mí me ha parecido todo muy interesante —dice Felicity.

—Mi futuro marido no pensará lo mismo —se queja Cecily—. Querrá que yo sepa dibujar algo bonito para impresionar a nuestros invitados, no que le estropee la cena hablando de brujas sanguinarias.

—Al menos hemos pasado la tarde fuera de esa escuela vieja y deprimente —les recuerda Felicity.

A Ann se le resbalan los lápices de la mano y caen al suelo con un estrépito que resuena en toda la cueva. Se arrodilla torpemente e intenta recogerlos.

—La cara de Ann debe de ser un talismán contra todos los hombres —susurra Elizabeth en voz lo bastante alta para que las demás la oigan.

Las otras se ríen como suelen hacer las chicas cuando no pueden creer que alguien sea cruel hasta el punto de decir lo que todas sienten. Ann ni siquiera levanta la vista.

Felicity me coge del brazo y musita:

—No pongas esa cara. En realidad, son inofensivas.

Me aparto.

—Son las perras del infierno. ¿Quieres ahuyentarlas, por favor?

Cecily suelta una risita.

—Ten cuidado, Felicity, podría echarnos el mal de ojo.

Ni siquiera Felicity puede contener una carcajada. Ojalá pudiera echar el mal de ojo. O al menos mandar a paseo a Cecily.

La señorita Moore nos conduce hacia la luz del día y a través del bosque por otro sendero, que va a dar a un pequeño camino de tierra. Por detrás del muro bajo de piedra que bordea el camino, veo una caravana de gitanos entre los árboles. De pronto Felicity aparece junto a mí y, aprovechando mi estatura, se oculta por si Ithal anda cerca.

—Ann, creo que la señorita Moore te llama —dice.

Ann obedece y se acerca a la maestra resoplando con su habitual falta de gracia.

—Gemma, no te enfades, por favor. —Estirando el cuello, Felicity escruta por encima del muro—. ¿Lo ves?

Allí sólo hay tres carros y unos cuantos caballos.

—No —contesto con hosquedad.

—Menos mal. —Sin preocuparse por mi mal humor, me coge del brazo—. Qué violento habría sido. ¿Te imaginas?

Pretende granjearse mi voluntad con su encanto. Y lo está consiguiendo. Sonrío a mi pesar y ella me obsequia con una de esas sonrisas amplias nada frecuentes que parecen convertir el mundo en un lugar divertido y acogedor.

—Oye, se me ha ocurrido una idea genial. ¿Por qué no creamos nuestra propia orden?

Me paro en seco.

—¿Y qué haríamos?

—Vivir.

Aliviada, sigo caminando.

—Eso ya lo hacemos.

—No, jugamos a su juego predeterminado. Pero ¿y si tuviéramos un lugar donde sólo jugáramos con nuestras propias reglas?

—¿Y se puede saber dónde haríamos algo así?

Felicity mira alrededor.

—¿Por qué no reunirnos aquí, en la cueva?

—No hablas en serio —digo—. Es broma, ¿verdad?

Niega con la cabeza.

—Piénsalo: trazaríamos nuestros propios planes, ejerceríamos nuestra propia influencia, nos divertiríamos mientras pudiéramos. Seríamos las dueñas de Spence.

—Nos expulsarían, eso es lo que conseguiríamos.

—No nos cogerán. Somos demasiado listas.

Por delante, Cecily parlotea con Elizabeth, que parece consternada porque se le están manchando las botas de barro. Miro a Felicity.

—Cuando las conoces, no están tan mal —dice.

—Seguro que las pirañas también resultan agradables a sus familiares, pero no quiero acercarme demasiado a ellas.

Ann se vuelve hacia mí, boquiabierta. Acaba de descubrir que la señorita Moore no la necesita para nada. Nadie la necesita. Ese es el problema. Pero a lo mejor eso se puede cambiar.

—De acuerdo —digo—. Acepto, pero con una condición.

—Dime.

—Que invites a Ann.

Felicity no sabe si echarse a reír o escupirme veneno.

—No puedes decirlo en serio. —Al ver que no contesto, añade—: Me niego.

—Si no recuerdo mal, estás en deuda conmigo.

Esboza una sonrisa de suficiencia como dando a entender que la idea misma es absurda.

—Las demás no lo consentirán, y tú lo sabes.

—Ese es tu problema. —Y no puedo evitar añadir con una sonrisa—: No pongas esa cara. Son inofensivas. De verdad.

Felicity entorna los ojos y se aleja hacia donde están Pippa, Elizabeth y Cecily. Enseguida empiezan a discutir. Elizabeth y Cecily niegan con la cabeza y Felicity resopla contrariada. En cuanto a Pippa, parece alegrarse de recibir la atención de Felicity. Poco después Felicity vuelve a mi lado, furiosa.

—Ya te lo he dicho: no la quieren. No es de su clase.

—Lamento oír que tu pequeño club ha fracasado antes de empezar —digo con cierta petulancia.

—¿Acaso he dicho yo que no se haría? Sé que puedo convencer a Pippa. Cecily está muy arrogante últimamente. Yo la saqué de la nada. Si Elizabeth y ella creen que pueden llegar a algún sitio en esta escuela sin mi influencia, están muy equivocadas.

He subestimado la necesidad de control de Felicity. Prefiere que la vean conmigo y con Ann antes que reconocer la derrota ante sus acólitas. Al fin y al cabo, es la hija de un almirante.

—¿Cuándo nos reunimos?

—Hoy a medianoche —contesta Felicity.

Estoy casi segura de que esto nos llevará a todas a la perdición, la desgracia y, como mínimo, a tener que escuchar a Pippa explayarse hasta la saciedad sobre el ideal romántico del amor, pero al menos dejarán de atormentar a Ann por un tiempo.

En la curva del camino aparece Ithal. De pronto Felicity se detiene como un caballo asustado. Me aprieta el brazo, negándose a mirarlo.

—Dios mío —dice con voz entrecortada.

—No se atreverá a hablar contigo delante de todo el mundo, ¿no? —susurro, procurando permanecer indiferente a las uñas de Felicity clavadas en mi brazo.

Ithal se detiene para arrancar una flor. Cantando, salta al muro y se la ofrece a Felicity como si yo no estuviera entre ambos. Las demás se paran y miran a ver qué ocurre. Lanzan gritos ahogados y se ríen disimuladamente, sorprendidas y encantadas con la escena. Felicity mantiene la cabeza gacha, con la mirada fija en el suelo.

La señorita Moore parece encontrar graciosa la situación.

—Veo que tiene un admirador, Felicity.

Las chicas miran alternativamente a Ithal y a Felicity una y otra vez, a la espera. Ithal le tiende la flor, roja y fragante, sujeta entre los dedos.

—Belleza por belleza —dice, con una voz tan grave que parece un gruñido.

—¡Qué descaro! —musita Cecily.

Felicity, con el rostro como una máscara de piedra, tira la flor al suelo.

—Señorita Moore, ¿por qué no echan a toda esta chusma del bosque? Es una plaga.

Sus palabras son una bofetada. Se recoge la falda delicadamente con las dos manos, aplasta la flor con la bota y, echándose a correr, adelanta al grupo. Las demás la siguen.

No puedo evitar sentirme humillada por Ithal. De pie sobre el muro, nos observa alejarnos. Cuando llegamos al desvío de la escuela, sigue allí con la flor destrozada en la mano, lejos de nosotras…, una estrella pequeña y mortecina que se apaga en nuestra constelación.