Cuando salgo al jardín, las chicas están tomando el fresco. El sol se ha mantenido todo el día; ahora la tarde está clara y despejada. Nubes bajas se extienden lánguidamente por el cielo. En lo alto de la colina la capilla se yergue recta y alta. Sobre el césped verde, las más jóvenes han vendado los ojos con un pañuelo a una niña de pelo castaño. Le dan vueltas en círculo y luego se desperdigan como canicas. Ella tiende los brazos al frente en ademán vacilante y, tambaleándose, avanza por el césped a la vez que anuncia a pleno pulmón: «Soy la gallinita ciega». Las demás gritan: «Gallinita ciega, ¿qué se te ha perdido?». La niña contesta: «Una aguja y un dedal». A lo que las demás responden: «Pues date tres vueltas y los encontrarás», y ella camina hacia sus voces agudas. Sentada en un banco, Ann lee su periódico de medio penique. Me mira disimuladamente, pero yo finjo no verla. No es muy amable de mi parte, pero prefiero estar sola.
Atraída por el agradable bosque que se extiende a mi derecha, me refugio en su frescor. La luz del sol se filtra entre las hojas creando retazos de calor. Intento atrapar su dulzura con las manos pero se me escurre entre los dedos y se desparrama por la tierra. Reina el silencio, roto sólo por las voces amortiguadas de las niñas en su juego. Llevo el diario de Mary Dowd escondido bajo la capa, dentro del bolsillo, y noto en el muslo el peso de sus secretos ocultos.
Si puedo averiguar lo que ella quiere que sepa, a lo mejor encuentro una manera de entender qué me está pasando. Abro una página nueva y leo:
31 de diciembre de 1870
Hoy cumplo dieciséis años. Sarah ha estado muy insolente conmigo. «Ahora sabrás lo que es», ha dicho. Al insistirle en que me lo explicara, se ha negado: ¡a mí, que soy como su propia hermana! «No puedo decírtelo, mi querida, mi queridísima amiga. Pero pronto lo sabrás. Y será como una puerta que se abre ante ti».
No me importa decir que me he enfadado mucho con ella. Ella tiene dieciséis años y sabe más que yo, querido diario. Pero luego me ha cogido las dos manos entre las suyas, y sólo puedo sentir cariño por ella cuando es tan amable conmigo.
No me explico qué puede tener de tan maravilloso cumplir dieciséis años. Si esperaba que el diario de Mary se volviera más interesante o revelador, me equivocaba. Pero como no tengo nada más que hacer, leo otra entrada.
7 de enero de 1871
Me están ocurriendo cosas tan terroríficas, querido diario, que me da miedo contarlas aquí. Me da miedo hablar de ellas, incluso a Sarah. ¿Qué será de mí?
Siento un nudo extraño en el estómago. ¿Qué puede ser tan terrible que no se atreve a confiarse siquiera a su diario? La brisa trae consigo el bullicio de las niñas. «Gallinita ciega, ¿qué se te ha perdido…? Una aguja y un dedal». La siguiente entrada está fechada el 12 de febrero. Se me acelera el corazón cuando empiezo a leer.
¡Mi querido diario, qué alivio por fin! No estoy loca, como temía. Las visiones ya no me dominan con su poder, pues al final he aprendido a controlarlas. ¡Ay, diario, no son terroríficas sino hermosas! Sarah me lo prometió, pero confieso que temía demasiado su esplendor para abandonarme del todo a ellas. Me arrasaban contra mi voluntad, pese a mi resistencia. ¡Pero hoy ha sido realmente magnífico! Al sentir que la fiebre se apoderaba de mí, le he pedido que viniera. Yo la quiero, me he dicho, armándome de valor. No he sentido esa presión sobre mí. Esta vez ha sido sólo un ligero estremecimiento, y de pronto la he visto: una hermosa puerta de luz. ¡Ay, diario, tras cruzarla he entrado en un reino hermoso, en un jardín con un río cantarín y flores que caían de los árboles como suave lluvia! Allí todo lo que imaginas puede ser tuyo. He echado a correr veloz como un ciervo, con piernas fuertes y resistentes, y me ha embargado una alegría indescriptible. Tenía la impresión de llevar horas allí, pero cuando he vuelto a salir por la puerta, era como si nunca me hubiera marchado. Me encontraba otra vez en mi habitación, donde me esperaba Sarah para abrazarme. «¡Querida Mary, lo has conseguido! Mañana juntaremos las manos y nos uniremos a nuestras hermanas. Entonces conoceremos todos los misterios de los reinos».
Estoy temblando. Tanto Mary como Sarah tenían visiones. No estoy sola. En algún sitio hay dos chicas —dos mujeres— que podrían ayudarme. ¿Eso es lo que ella quiere que yo sepa? Una puerta de luz. Yo nunca la he visto, tampoco un jardín. No he visto nada hermoso. ¿Y si mis visiones no se parecen en absoluto a las de ellas? Kartik me advirtió que me pondrían en peligro y, a juzgar por todo lo que me ha sucedido, tenía razón. Kartik, que podría estar vigilándome ahora mismo, aquí en el bosque. Pero ¿y si se equivoca? ¿Y si miente?
Son demasiadas cosas para asimilarlas de golpe. Vuelvo a esconder el libro y me paseo entre los árboles rozando con los dedos los ásperos bultos de la vieja corteza. El suelo está cubierto de bellotas, hojas muertas, ramas, la vida del bosque.
Llego a un claro y, ante mí, veo un pequeño lago liso como un cristal. En el otro extremo hay un cobertizo. Amarrado a un tronco, encuentro un bote azul en muy mal estado y con un solo remo. La brisa lo mece de un lado al otro y riza ligeramente la superficie del agua. No hay nadie alrededor que me vea, de modo que suelto la amarra del bote y me subo. El sol me acaricia el rostro con su calor cuando reclino la cabeza en la proa. Pienso en Mary Dowd y en sus hermosas visiones de una puerta de luz y un jardín fantástico. Si pudiera controlar mis visiones, lo que más querría ver es la cara de mi madre.
—La elegiría a ella —susurro, conteniendo las lágrimas.
«Ya puedes llorar, Gem». Me tapo la cara con el brazo, sollozo en silencio, hasta que no puedo más y me arden los ojos cuando parpadeo. El chapoteo rítmico del agua contra el casco del bote me adormece y pronto caigo bajo el hechizo del sueño.
Sueño que corro descalza por el suelo de un bosque en la noche neblinosa, sin resuello. Persigo a un ciervo, y su cuerpo marrón lechoso asoma entre los árboles como las burlas de un fuego fatuo. Pero voy acercándome. Mis piernas cobran tal velocidad que casi vuelo, con las manos extendidas hacia la ijada del ciervo. Mis dedos rozan su piel y ya no es un ciervo sino el vestido azul de mi madre. Es mi madre, mi madre que está aquí mismo; la tela de su vestido es real entre mis dedos. Sonríe.
—Encuéntrame si puedes —dice, y se va corriendo.
Un trozo de su dobladillo se engancha en la rama de un árbol, pero ella lo desprende de un tirón. Cojo el trozo de tela, lo guardo en el corpiño y corro tras ella por el bosque neblinoso hasta las ruinas de un templo antiguo, con el suelo cubierto de pétalos de lirio. Creo haberla perdido, pero la veo hacerme señas desde el sendero. La persigo entre la niebla, hasta que llegamos a los húmedos salones de Spence, subimos por la interminable escalera, recorremos el pasillo de la tercera planta donde cuelgan en fila las fotografías de cinco promociones. Sigo su risa por el último tramo de la escalera hasta que me encuentro, sola, en el último piso, ante las puertas cerradas del ala este. El aire me susurra una nana: «Ven con nosotros, ven con nosotros, ven con nosotros». Empujo la puerta con la palma de la mano. El interior ya no es un espacio ruinoso reducido a cenizas. La habitación, con las paredes doradas y el suelo resplandeciente, está llena de luz. Mi madre ha desaparecido. En su lugar, veo a la niña inclinada sobre su muñeca.
Me mira con sus grandes ojos, sin pestañear.
—Me prometieron una muñeca.
Quiero decir: «Perdona, no te entiendo», pero las paredes se disipan hasta desaparecer. Estamos en una tierra de árboles estériles, en el crudo invierno. La oscuridad se desliza sobre el horizonte. Aparece el rostro de un hombre. Lo conozco. Es Amar, el hermano de Kartik. Tiene frío, está perdido y huye de algo que no veo. Y entonces la oscuridad me habla.
—Tan cerca…
Despierto de golpe, y por un instante, con el sol reflejándose en el agua en forma de picos afilados, no sé muy bien dónde estoy. Noto que mi corazón late con fuerza. El sueño parece más real que el agua que me lame los dedos. Y mi madre. Estaba lo bastante cerca para sostenerme entre sus brazos. ¿Por qué ha echado a correr? ¿Adónde me llevaba?
Una suave risa femenina procedente de detrás del cobertizo interrumpe mis pensamientos. No estoy sola. Vuelvo a oír la risa y la reconozco: es Felicity. De pronto todo se me viene encima. La añoranza de mi madre, que se me escapa incluso en sueños. Las capas de misterio en el diario de Mary. El intenso odio que me despiertan Felicity y Pippa, y todos aquellos que viven libres de preocupaciones. Se han equivocado de día y de chica para jugar malas pasadas. Ya les demostraré quién es más cruel. Podría partirles esos esbeltos cuellos como ramas.
«Cuidado. Soy un monstruo. Más os vale correr a refugiaros. Escapad a toda prisa con vuestras pequeñas pezuñas de ciervo».
Salgo del bote con el sigilo de una pluma al caer en la nieve y rodeo el cobertizo oculta entre los arbustos. Hoy no seré yo quien se lleve un susto. Ni hablar. Las risas se han convertido en cuchicheos y en algo más. Oigo una voz más grave. Masculina. Las Gemelas de la Tortura no están solas. Tanto mejor. Los sorprenderé a todos, les demostraré que nunca más volveré a ser su servicial payaso.
Avanzo dos pasos y me asomo justo a tiempo de ver a Felicity abrazada a un gitano. Al advertir mi presencia, lanza un grito espeluznante. Yo también grito. Ella vuelve a gritar. Y nos quedamos las dos jadeando mientras el gitano de camisa blanca nos mira con las pobladas y oscuras cejas enarcadas y expresión de asombro y desconcierto en sus ojos moteados de oro.
—¿Qué… qué haces aquí? —pregunta Felicity con voz entrecortada.
—Eso mismo podría preguntarte yo a ti —contesto, señalando a su compañero con la cabeza.
Ser descubierta a solas con un hombre es todo un escándalo: razón suficiente para una boda rápida y necesaria. ¡Pero ser descubierta con un gitano! Si lo contara, arruinaría la vida de Felicity para siempre. Si lo contara.
—Me llamo Ithal —dice él con marcado acento rumano.
—No le digas nada —espeta Felicity, que sigue temblando.
La voz estridente de la señora Nightwing avanza hacia nosotros a través del bosque.
—¡Niñas! ¡Niñas!
El pánico asoma a los ojos grises de Felicity.
—Dios mío, no puede encontrarnos aquí.
Una docena de voces nos llaman. Están cada vez más cerca.
Ithal se acerca a Felicity.
—Mejor así. Que nos encuentren. No me gusta esconderme.
Ella lo aparta y le dice con voz áspera:
—¡Para! ¿Estás loco? No pueden verme contigo. Debes volver.
—Ven conmigo.
La coge de la mano e intenta llevársela, pero ella se resiste.
—¿Es que no lo entiendes? No puedo irme contigo. —Felicity se vuelve hacia mí—. Tienes que ayudarme.
—¿Eso me lo pide la misma chica que me dejó encerrada en la capilla anoche? —digo, cruzando los brazos ante el pecho.
Ithal intenta rodearle la cintura con el brazo, pero ella se aparta.
—Anoche no actué con mala intención. Lo hicimos sólo para divertirnos, nada más. —Cuando nota que yo no le veo ninguna gracia, prueba otra táctica—. Por favor, Gemma. Te daré lo que quieras. Mi juego de plumas. Mis guantes. ¡Mi anillo de zafiro!
Se acerca para quitárselo del dedo pero yo la detengo. Por muy delicioso que sea ver a Felicity sometida al interrogatorio de la señora Nightwing, prefiero saber que se librará de este lío gracias a mi caridad. Eso es suficiente castigo para ella.
—Estarás en deuda conmigo —digo.
—Entendido.
La empujo hacia el lago.
—¿Qué haces?
—Salvarte —digo, y la meto en el agua. Mientras farfulla y chilla en el agua fría del lago, señalo hacia el otro extremo, donde está el bosque, y le digo a Ithal—: ¡Ahora vete si quieres volver a verla!
—No huiré como un cobarde.
Se planta obstinadamente, adoptando lo que debe de considerar una pose heroica. Lo que se está buscando es que pase una paloma y haga sus necesidades encima de él.
—¿De verdad crees que verás su herencia? La dejarían sin un penique. Eso si antes no te ponen a ti unos grilletes y te cuelgan en Newgate —digo, mencionando la cárcel más famosa de Londres.
Palidece pero se mantiene en sus trece. El orgullo masculino. Si no consigo que se vaya, estamos perdidas.
Kartik aparece por detrás de un árbol, sobresaltándome. Salvo por la capa negra, va vestido como un gitano, con pañuelo alrededor del cuello, vistoso chaleco y el pantalón remetido en botas altas. En un rumano vacilante, habla con Ithal. No sé qué le ha dicho, pero el gitano se va en silencio tras él. En el sendero, Kartik se vuelve y nuestras miradas se cruzan. No sé por qué, asiento para darle las gracias en silencio. Él me responde con un breve gesto, y los dos se alejan a paso rápido para refugiarse en el campamento gitano.
—Toma mi mano, cógete.
Saco del lago a una Felicity furiosa. Con el forcejeo, no se ha dado cuenta de nada.
—¿Por qué me has hecho esto?
Está calada, y tiene las mejillas sonrosadas de rabia. La señora Nightwing ya nos ha visto.
—¿Qué pasa aquí? ¿A qué venían todos esos gritos?
—¡Ay, señora Nightwing! Felicity y yo queríamos salir a dar una vuelta en bote por el lago y ella se ha caído sin querer. Ha sido una tontería por nuestra parte y sentimos muchísimo haber asustado a todo el mundo.
Nunca he hablado tan atropelladamente en mi vida. Felicity, muda por la sorpresa, se limita a estornudar, y muy oportunamente, pues enseguida la señora Nightwing empieza a preocuparse y alborotar de esa manera tan irritante suya.
—Señorita Doyle, déjele su capa a la señorita Worthington antes de que coja una pulmonía. Ahora debemos volver todas a la escuela. Este no es lugar para señoritas. A veces hay gitanos en el bosque. Tiemblo sólo de pensar lo que podría haber sucedido.
Felicity y yo mantenemos la vista fija en el suelo. Para mi sorpresa, me da un codazo en las costillas.
—Sí —dice, muy seria—. Eso que ha dicho me dará que pensar, señora Nightwing. Las dos le agradecemos mucho sus sabios consejos.
—Bueno, en adelante tened más cuidado —dice la señora Nightwing, ufana gracias a la hábil manipulación de Felicity—. Bien, chicas, volvamos a la escuela. Todavía hay luz de día y tenemos trabajo.
La señora Nightwing reúne a las chicas y las conduce de vuelta por el sendero. Le cubro los hombros a Felicity con mi capa.
—Eso ha sido un poco melodramático, ¿no? «¿Las dos le agradecemos mucho sus sabios consejos?» —digo.
No quiero que piense que a mí me puede engañar.
—¿Acaso no ha surtido efecto? Si les dices lo que quieren oír, no se molestan en indagar —explica.
Pippa se acerca corriendo, sin aliento.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? Debes contármelo. Me muero de curiosidad.
De pronto Ann aparece a mi lado como una sombra. Sin decir nada, me sigue con pasos lentos y pesados.
—Pues ha sido tal y como lo ha contado Gemma —miente Felicity—. Me he caído al agua y ella me ha sacado.
Pippa pone cara de decepción.
—¿Sólo eso?
—Sí, sólo eso.
—¿No ha pasado nada más?
—¿No basta con que haya estado a punto de ahogarme? —espeta Felicity.
Lo hace tan bien que casi juraría que ella misma se lo cree. Ahora ya sé que nunca le ha hablado de su pretendiente gitano a Pippa, su mejor amiga. Felicity y yo tenemos un secreto, y no lo comparte con nadie más.
Pippa intuye que no hemos contado toda la verdad. Sus ojos adquieren esa mirada recelosa y herida de las chicas cuando saben que se han caído del peldaño más alto de la amistad y alguien las ha reemplazado, pero no saben cuándo ni cómo se ha producido el cambio.
Se acerca a Felicity.
—¿Y qué hacías con ella?
—Creo que ya nos basta con una sola directora, Pippa —se burla Felicity—. Francamente, tienes tanta imaginación que deberías emplearla para escribir novelas. Gemma, ven a mi lado.
Me coge del brazo y las dos nos apartamos de Pippa que, para guardar las apariencias, desaira a Ann y se aleja corriendo a charlar con las otras chicas.
—A veces se comporta como una niña —dice Felicity cuando quedamos un poco rezagadas de las demás.
—Creía que erais íntimas amigas.
—Adoro a Pippa, de verdad. Pero está sobreprotegida. Hay cosas que nunca podría contarle. Como lo de Ithal. Pero tú sí lo entiendes. Lo sé. Creo que vamos a ser muy amigas, Gemma.
—¿Seguiríamos siendo amigas si yo no tuviera un secreto tuyo pendiendo sobre tu cabeza? —pregunto.
—¿Acaso las amigas no comparten secretos?
¿Compartiría yo mis secretos con cualquiera de estas chicas? ¿O se irían corriendo horrorizadas al descubrir la verdad sobre mí? Por delante, la señorita Moore acompaña a las niñas más pequeñas entre los árboles hacia el jardín. Nos mira con expresión curiosa, como si fuéramos ventanas al pasado. Fantasmas.
—Vamos, chicas —grita—. No os entretengáis.
—¿Entretenernos? Pero si apenas puedo respirar tras subir la cuesta al galope —replica Felicity con desdén.
—¿Cuánto tiempo hace que la señorita Moore da clases en Spence? —pregunto.
—Llegó este verano. Te aseguro que es un soplo de aire fresco en este lugar tan rancio. Eh, ¿qué es esto?
—¿Qué? —pregunto.
—Esto que te cuelga del corpiño. Un trozo de tela. Bah, y está manchado de barro. Si necesitas un pañuelo limpio, pídemelo. Tengo un montón.
Pone la tela en mi mano abierta. Es de seda azul, rota y sucia por los bordes, como arrancada de una rama. Me tiemblan tanto las piernas que tengo que apoyarme en el primer árbol que veo.
Felicity se muestra confusa.
—¿Qué te pasa?
—Nada —digo en un susurro tenso.
—Tienes cara de haber visto un fantasma.
Es posible.
La seda azul manchada de barro es una promesa en mis manos. Mi madre ha estado aquí. «La elegiría a ella». Es lo que he dicho antes de dormirme. De algún modo, he cambiado las cosas. La he traído de vuelta con este extraño poder mío. Por primera vez, quiero saberlo todo. Si Kartik no quiere contármelo, lo averiguaré por mi cuenta. Buscaré a Mary Dowd y conseguiré que me explique lo que necesito saber. No pueden impedirlo.
Felicity me tira de la mano.
—Date prisa.
—Ya voy —digo, y aprieto el paso hasta salir del bosque y volver a la calidez del sol.