9

Cuando despierto, hace una mañana radiante y azul. El sol entra a raudales por la ventana y dibuja en el suelo la forma de los cristales. Fuera todo parece dorado. Nadie me ha pedido que robara nada. No hay ningún joven con capa lanzándome enigmáticas advertencias, ni niñas misteriosas y resplandecientes montando guardia mientras hurgo en rincones oscuros. Es como si la noche de ayer no hubiera ocurrido. Mientras me desperezo, intento recordar mis extraños sueños, algo sobre mi madre, pero no lo consigo. El diario está en el armario, donde tengo la intención de dejar que acumule polvo. Hoy mi mayor prioridad es la venganza.

—Ya te has despertado, veo —dice Ann.

Está vestida y me observa sentada en su cama bien hecha.

—Sí —contesto.

—Más vale que te vistas si quieres desayunar caliente. Cuando se enfría, no hay quien se lo coma. —Hace una pausa y me mira fijamente—. He limpiado las huellas de barro que has dejado.

Echo un vistazo y veo asomar mi pie sucio fuera de la sábana blanca y almidonada. Lo escondo al instante.

—¿Adónde has ido?

No quiero mantener esta conversación. Fuera luce el sol. Abajo hay beicon. Hoy empiezo una vida nueva. Acabo de declararlo oficialmente.

—En realidad a ninguna parte. Es que no podía dormir —miento, consiguiendo esbozar lo que creo que es una sonrisa radiante.

Ann me mira mientras echo agua de una jarra floreada en la palangana y me restriego los pies y los tobillos cubiertos de barro. Por pudor, me oculto detrás del biombo mientras me pongo el vestido blanco; luego me cepillo los rizos de Medusa y me los sujeto con un moño a la altura de la nuca. Me araño el tierno cuero cabelludo con la horquilla y pienso que ojalá pudiera llevar el pelo suelto como cuando era pequeña.

Tengo problemas con el corsé. Me es imposible atarme los cordones por detrás yo sola. Y por lo visto no dispongo de ninguna doncella que me ayude a vestirme. Con un suspiro, me vuelvo hacia Ann.

—¿Te importaría?

Ann tira de los cordones con fuerza, obligándome a expulsar el aire de los pulmones hasta que creo que se me van a romper las costillas.

—Afloja un poco, por favor —chillo.

Obedece, y así me siento sólo incómoda en lugar de inmovilizada.

—Gracias —digo cuando acabamos.

—Tienes una mancha en el cuello.

Ojalá dejara de mirarme. Me veo la mancha, justo debajo de la barbilla, en el pequeño espejo de mano de mi escritorio. Me lamo el dedo y me la limpio con la esperanza de ofender así a Ann lo suficiente para que aparte la mirada y tener un poco de intimidad, antes de que decida hacer algo realmente horrible, como arrancarme una costra, examinarme un grano o buscarme pelos en la nariz. Me miro en el espejo por última vez. El rostro que veo no es hermoso pero tampoco asustaría a un caballo. Esta mañana, con el sol calentándome las mejillas, me parezco a mi madre más que nunca.

Ann se aclara la garganta.

—No deberías pasear por ahí sola, de verdad.

No estaba sola. Lo sabe, pero no estoy dispuesta a contarle a Ann cómo me humillaron las otras. A lo mejor piensa que eso nos une en la situación de marginadas, y yo me considero un bicho raro, sí, pero de una rareza en extremo complicada para explicarla o compartirla.

—La próxima vez que no pueda dormir te despertaré —digo—. Dios mío, ¿y esto qué es?

La cara interna de la muñeca de Ann es una pesadilla de finos arañazos rojos, como puntadas del sombreado de un dobladillo. Parecen hechos con una aguja o un imperdible. Se baja rápidamente las mangas para taparse las muñecas.

N-nada —contesta—. Ha sido un ac-c-ci-d-dente.

¿Qué clase de accidente dejaría semejante señal? Yo diría que se lo ha hecho deliberadamente, pero me limito a decir «Ah» y aparto la mirada.

Ann se encamina hacia la puerta.

—Espero que hoy haya fresas. Van bien para el cutis. Lo leí en Los avatares de Lucy. —Se detiene en el umbral, meciéndose ligeramente. Su desconcertante mirada vacila un momento y, examinándose los dedos, añade—: Mi cutis necesita toda la ayuda que pueda recibir.

—Tienes el cutis muy bien —digo, toqueteándome el collar.

No se deja embaucar tan fácilmente.

—No te preocupes. Sé que soy poco agraciada. Todo el mundo me lo dice.

Hay un asomo de desafío en su mirada, como si me retara a desmentirlo. Si discrepo, sabrá que miento. Si callo, confirmaré sus peores temores.

—¿Conque las fresas, dices? Pues tendré que probarlas.

Ha recuperado la mirada vidriosa. Esperaba que yo le mintiera, que alguien le dijera que se equivoca, que es guapa. Le he fallado.

—Haz lo que quieras —dice, y me deja por fin sola, preguntándome si algún día entablaré amistad con alguien en Spence.

Apenas tengo tiempo para hacer la primera parada de la mañana —una pequeña señal de agradecimiento a Felicity por su gentileza de anoche— y salgo disparada a desayunar, de pronto famélica. Como llego tarde, consigo eludir a Felicity, Pippa y las demás. Pero, por desgracia, eso significa que no me libro de las gachas y los huevos tibios, que saben tan mal como ha vaticinado Ann o incluso peor. Las gachas se cuajan en la cuchara formando grumos espesos y fríos.

—Ya te lo he dicho —recuerda Ann mientras se come el último trozo de beicon.

Al verla, se me hace la boca agua.

Cuando llegamos a la primera clase, la de francés con mademoiselle LeFarge, se me acaba la suerte. Felicity y su camarilla me esperan sentadas. Montan guardia en la última fila del aula pequeña y abarrotada para obligarme a pasar entre ellas. «Bien. Allá voy».

Felicity extiende el delicado pie y me obliga a detenerme en el estrecho pasillo entre su pupitre de madera y el de Pippa.

—¿Has dormido bien?

—Bastante —contesto con una alegría desproporcionada para demostrar mi indiferencia ante las bromas nocturnas de unas colegialas.

El pie sigue allí.

—¿Cómo te las arreglaste? Para salir de allí, quiero decir —pregunta Cecily.

—Tengo poderes ocultos —contesto, divirtiéndome con esta triste verdad.

Martha se da cuenta de que la excluyeron de las travesuras de la noche, pero no se atreve a decirlo. Por el contrario, para confabularse con ellas me imita.

—Tengo poderes ocultos —repite con voz cantarina.

Me arden las mejillas.

—Por cierto, cogí el objeto que me pedisteis.

Felicity aguza la atención.

—¿Ah, sí? ¿Dónde lo has escondido?

—Ah, he pensado que no sería prudente esconderlo. A lo mejor luego no volvería a encontrarlo —contesto alegremente—. Está a la vista de todos en tu silla del gran salón. Espero que ese te parezca el lugar idóneo para dejarlo.

Horrorizada, Felicity se queda boquiabierta. Aparto su pie empujándolo con la pierna y me dirijo a un pupitre de la primera fila sintiendo en la nuca el calor de sus miradas.

—¿Y eso a qué venía? —pregunta Ann, entrelazando las manos afectadamente sobre el pupitre como una alumna modélica.

—No es nada digno de mención —contesto.

—Te dejaron encerrada en la iglesia, ¿no es así?

Levanto la tapa de mi pupitre para no ver la cara de Ann.

—No, claro que no. No digas tonterías.

Pero por primera vez veo el asomo de una sonrisa, una sonrisa de verdad, en las comisuras de sus labios.

—¿Es que nunca se cansarán de hacer eso? —murmura, sacudiendo la cabeza.

Antes de que pueda contestar, mademoiselle LeFarge, una mole de cien kilos, entra en el aula y pronuncia un alegre Bonjour. Coge un trapo y lo restriega con fuerza por la pizarra, que ya estaba limpia, sin dejar de parlotear en francés, deteniéndose de vez en cuando para preguntar algo. Descubro horrorizada que todas deben contestarle y que le contestan en francés. No tengo ni idea de lo que dicen, pues siempre me ha parecido que el francés sonaba vagamente a gárgaras.

Mademoiselle LeFarge da una palmada al descubrir mi presencia y se detiene ante mi pupitre.

Ah, une nouvelle fille! Comment vous appellez-vous?

Su rostro se acerca peligrosamente al mío, de modo que veo un hueco entre los dos dientes delanteros y cada poro de su ancha nariz.

—¿Perdón? —pregunto.

Agita un dedo rollizo.

Non, non, non… En français, s’il vous plaît. Maintenant, comment vous appellez-vous?

Vuelve a dirigirme la misma sonrisa amplia y esperanzada.

Detrás oigo las risitas de Felicity y Pippa. El primer día de mi nueva vida y me quedo atascada antes de empezar.

Se me antoja que pasan horas hasta que por fin Ann me saca del apuro.

Elle s’appelle Gemma.

«¿Cómo te llamas?». ¿Todas esas vocales ahogadas para una pregunta tan estúpida? Es el idioma más tonto del mundo.

Ah, bon, Ann. Très bon.

Felicity sigue conteniendo la risa. Mademoiselle LeFarge le pregunta algo. Rezo para que tropiece con la pregunta como una vaca, pero su francés es impecable. No hay justicia en este mundo.

Cada vez que mademoiselle LeFarge me pregunta algo, fijo la mirada al frente y digo «¿Perdón?», una y otra vez, como si estar sorda o ser cortés me ayudara a entender esta lengua imposible. Su amplia sonrisa se convierte poco a poco en una mueca de disgusto, hasta que renuncia a seguir preguntándome, cosa que a mí me parece muy bien. Cuando por fin se acaba la extenuante clase, he aprendido a lidiar con frases como «Qué agradable» y «Sí, mis fresas están muy jugosas».

Mademoiselle levanta los brazos, nos ponemos todas en pie y nos despedimos al unísono.

Au revoir, mademoiselle LeFarge.

Au revoir, mes filles —contesta mientras guardamos los libros y los tinteros dentro de los pupitres—. Gemma, ¿puede esperar un momento, por favor?

Después de tanto francés, su acento inglés es tan tonificante como el agua fría. Mademoiselle LeFarge no es más parisina que yo.

Felicity por poco se cae de bruces en su precipitada carrera por salir del aula.

—¡Mademoiselle Felicity! No hay necesidad de correr.

—Perdón, mademoiselle LeFarge. —Me dirige una mirada furiosa—. Acabo de acordarme de que tengo que ir a buscar algo importante antes de la próxima clase.

Cuando sólo quedamos ella y yo en el aula, mademoiselle LeFarge acomoda toda su humanidad detrás del escritorio, despejado salvo por la fotografía de un hombre atractivo con uniforme, probablemente un hermano o cualquier otro pariente. Al fin y al cabo, es una mademoiselle, y tiene más de veinticinco años: una solterona sin la esperanza de casarse; de lo contrario, ¿qué hace aquí, dando clases a unas chicas como último recurso?

Mademoiselle LeFarge sacude la cabeza con gesto de desaprobación.

—Su francés está muy mal, mademoiselle Gemma. Supongo que eso ya lo sabe. Tendrá que trabajar mucho para seguir en esta clase con las demás chicas de su edad. Si veo que no mejora, tendré que pasarla a los cursos inferiores.

—Sí, mademoiselle.

—Puede pedir ayuda a las demás si es necesario. Felicity sabe mucho francés.

—Sí —contesto, tragando saliva, sabiendo de sobra que preferiría comer clavos antes que pedirle ayuda a Felicity.

El resto del día transcurre lentamente y sin percances. Tenemos clases de dicción. Danza, postura y latín. Tenemos música con el señor Grunewald, un austríaco pequeño y encorvado con voz cansina y mirada de derrota en el rostro flácido, que cada vez que suspira parece querer decir que enseñarnos a tocar y cantar es casi como una lenta tortura hacia la muerte. Todas sabemos tocar, aunque ninguna de manera brillante, a excepción de Ann.

Cuando se pone en pie para cantar, su voz es clara y dulce. Tiene hermosa voz, aunque un tanto tímida. De hecho, con práctica y un poco más de sentimiento, podría ser una excelente cantante. Es una lástima que nunca vaya a tener la oportunidad. Está aquí sólo para recibir la formación que le permita ponerse al servicio de otros y nada más. Cuando deja de sonar la música, vuelve a su asiento con la cabeza gacha, y me pregunto cuántas veces al día siente que se muere un poco.

—Tienes muy buena voz —le susurro cuando se sienta.

—Sólo lo dices para ser amable —responde mordiéndose una uña.

Pero sus mejillas redondas y rubicundas se sonrojan, y sé que para ella cantar significa mucho, aunque solo sea un breve momento.

La semana pasa arrastrándose con rutina soporífera. Oraciones. Deportes. Posturas. Noche y día recibo el mismo trato de paria que Ann. Por la noche, las dos nos sentamos junto a la chimenea en el gran salón. Sólo rompen el silencio las risas de Felicity y sus acólitas, que alardean de hacer caso omiso de nosotras. Al final de la semana, estoy convencida de que me he vuelto invisible. Pero no para todo el mundo.

Me llega un mensaje de Kartik. La noche posterior al hallazgo del diario encuentro una vieja carta de mi padre clavada con una navaja a mi cama. La carta, incoherente y descuidada, era difícil de leer, así que la escondí en el cajón de mi escritorio. O eso creí. Al verla en mi cama, acuchillada, con las palabras «Se te ha advertido» escritas sobre la firma de mi padre, se me hiela la sangre. La amenaza es evidente. La única manera de protegerme a mí y a mi familia es cerrar la mente a las visiones. Pero descubro que no puedo cerrar la mente sin cerrar el resto de mí. El miedo me induce a recluirme dentro de mí misma, separándome de todo, volviéndome tan inútil como el ala este incendiada del piso de arriba.

Sólo me siento viva en la clase de dibujo de la señorita Moore. Esperaba que fuera aburrida —bosquejos de conejitos correteando felices por la campiña inglesa—, pero la señorita Moore me sorprende una vez más. Para inspirarnos, ha elegido el famoso poema de lord Tennyson, La dama de Shalott. Trata de una mujer que morirá si abandona la seguridad de su torre de marfil. Lo más sorprendente es que la señorita Moore quiere saber qué pensamos acerca del arte. Pretende que hablemos y nos arriesguemos a dar opiniones en lugar de hacer meticulosas copias de frutos silvestres, cosa que confunde por completo a las ovejas.

—¿Qué pueden decir de este dibujo de la dama de Shalott? —pregunta la señorita Moore colocando su lienzo en el caballete.

En su cuadro, una mujer está junto a una ventana alta mirando a un caballero en el bosque. Un espejo refleja el interior de la habitación.

Todas callan.

—¿Alguien quiere contestar?

—Está hecho al carbón —dice Ann.

—Sí, eso no sería fácil discutírselo, señorita Bradshaw. ¿Alguien más? —La señorita Moore busca una víctima entre las ocho presentes—. ¿Señorita Temple? ¿Señorita Poole?

Nadie dice nada.

—Ah, señorita Worthington, es raro que usted no tenga nada que decir.

Felicity ladea la cabeza, finge pensar en el dibujo, pero me doy cuenta de que ya sabe lo que quiere decir.

—Es un dibujo precioso, señorita Moore. Una composición perfecta, con el equilibrio del espejo y la mujer, representada al estilo de la hermandad prerrafaelita, creo.

Felicity esboza una sonrisa, esperando que la feliciten. Aquí el verdadero arte está en sus dotes de adulación.

La señorita Moore asiente.

—Una valoración precisa pero impersonal —declara, y la sonrisa de Felicity se desvanece en el acto. La señorita Moore continúa—: Pero ¿qué creen que ocurre en el cuadro? ¿Qué quiere el artista que sepamos de esta mujer? ¿Qué sienten ustedes cuando lo ven?

«¿Qué sienten?». Jamás me han hecho esa pregunta. A ninguna de nosotras. Se supone que no debemos sentir nada. Somos británicas. El aula se sume en un silencio absoluto.

—Es muy bonito —sugiere Elizabeth, en lo que, como he descubierto, es su opinión vacía de opinión—. Hermoso.

—¿Te hace sentir hermosa? —pregunta la señorita Moore.

—No. Sí. ¿Es que debería sentirme hermosa?

—Señorita Poole, no me atrevería a decirle cómo debe reaccionar ante una obra de arte.

—Pero los cuadros son bonitos y agradables, o son basura. ¿No es así? ¿Acaso no se supone que debemos aprender a hacer dibujos bonitos? —interviene Pippa.

—No necesariamente. Intentémoslo de otra manera. ¿Qué está sucediendo en este dibujo ahora mismo, señorita Cross?

—¿La mujer mira por la ventana a sir Lancelot? —dice Pippa a modo de pregunta, como si no estuviera segura de lo que ve.

—Sí. Bueno, ya conocen ustedes el poema de Tennyson. ¿Qué le pasa a la dama de Shalott?

Martha contesta, alegrándose de poder responder bien al menos a una pregunta.

—Abandona el castillo y se deja llevar río abajo en un bote.

—¿Y qué más?

Martha ya no se siente tan segura.

—Y… se muere.

—¿Por qué?

Se oyen risas nerviosas, pero nadie conoce la respuesta. Por fin la voz monótona y serena de Ann rompe el silencio.

—Porque una maldición pesa sobre ella.

—No, muere por amor —dice Pippa, dando por primera vez la impresión de saber lo que dice—. No puede vivir sin él. Es muy romántico.

La señorita Moore sonríe con ironía.

—O románticamente horrible.

Pippa está confusa.

—Yo creo que es romántico.

—No es evidente que sea romántico morir por amor. Si estás muerta, ya no puedes irte de luna de miel a los Alpes con todas las demás parejas de jóvenes modernos, y eso es una lástima.

—Pero está condenada por una maldición, ¿no? —pregunta Ann—. No es el amor. Es algo que escapa a su control. Si sale de la torre, morirá.

—Sin embargo, no muere cuando sale de la torre. Muere en el río. Interesante, ¿no? ¿Alguien más tiene algo que decir? ¿Señorita… Doyle?

Me sobresalto al oír mi nombre y se me seca la boca al instante. Frunzo el entrecejo y miro el cuadro fijamente, esperando que la respuesta venga sola. No se me ocurre nada que decir.

—Por favor no se fuerce demasiado, señorita Doyle. No me gustaría que mis chicas se quedaran bizcas en nombre del arte.

Se oyen risas ahogadas. Sé que debería avergonzarme, pero sobre todo me alegro de no tener que inventar una respuesta que no tengo. Vuelvo a recluirme dentro de mí misma.

La señorita Moore deambula por el aula y pasa junto a una larga mesa con lienzos a medio pintar, tubos de pintura al óleo, pilas de acuarelas y cubos de hojalata con pinceles cuyo pelo parece de paja. En el rincón, hay un cuadro en un caballete. Es un paisaje con árboles, hierba y campanario, réplica del que vemos por las ventanas delante de nosotras.

—Creo que la dama no muere porque abandone la torre para salir al mundo exterior, sino porque flota a través de ese mundo, dejándose arrastrar por la corriente tras un sueño.

Se produce un momento de silencio; sólo se oye el ruido de pies que se mueven bajo los pupitres y las uñas de Ann tamborileando suavemente sobre la madera como si fuera un piano imaginario.

—¿Quiere decir que tenía que haber remado? —pregunta Cecily.

La señorita Moore se echa a reír.

—En cierto modo, sí.

Ann deja de tamborilear.

—Pero da igual si rema o no. Está maldita. Haga lo que haga, morirá.

—También morirá si se queda en la torre. Tal vez mucho tiempo después, pero morirá. Todos moriremos —dice la señorita Moore con un hilo de voz.

Ann no puede dejarlo estar.

—Pero no tiene otra opción. No puede ganar. ¡No la dejan!

Se inclina hacia delante, casi cayéndose del asiento, y me doy cuenta, como todas las demás, de que ya no está hablando de la mujer del cuadro.

—Santo cielo, Ann, es sólo una bobada de poema —se burla Felicity, poniendo los ojos en blanco.

Las acólitas la imitan y añaden sus propios cuchicheos crueles.

—Chist, ya basta —les riñe la señorita Moore—. Sí, Ann, sólo es un poema. Sólo es un cuadro.

Pippa muestra una repentina agitación.

—Pero una persona puede estar maldita, ¿no? Puede tener algo, un mal, que no es capaz de controlar, ¿verdad?

Me quedo sin aliento. Siento un cosquilleo en las yemas de los dedos. «No, no me dejaré llevar. Fuera».

—Todos tenemos que cargar con nuestros retos, señorita Cross. Supongo que todo depende de cómo hacemos frente a ellos —contesta la señorita Moore con delicadeza.

—¿Usted cree en las maldiciones, señorita Moore? —pregunta Felicity.

Parece un desafío.

«Estoy vacía. No siento nada, nada, nada. Mary Dowd o quien seas, vete, por favor, te lo ruego».

La señorita Moore busca en la pared detrás de nosotras como si la respuesta estuviera allí escondida, entre sus naturalezas muertas a la acuarela en tonos pastel: manzanas rojas y maduras, uvas suculentas, naranjas ligeramente moteadas, todas pudriéndose lentamente en un frutero.

—Creo… —empieza a decir y calla.

Parece abstraída.

Por las ventanas abiertas entra un soplo de brisa y derriba un cubo lleno de pinceles. Ya no siento el cosquilleo en las yemas de los dedos. Ahora estoy a salvo. El aliento que contenía sale en una sola bocanada.

La señorita Moore recoge los pinceles.

—Creo… que esta semana iremos a pasear por el bosque y exploraremos la vieja cueva, donde hay dibujos primitivos extraordinarios. Pueden decirles a ustedes muchas más cosas que yo acerca del arte.

La clase prorrumpe en vítores. Sin duda, la posibilidad de salir del aula es una buena noticia, señal de que tenemos más privilegios que los cursos inferiores. Pero siento cierta desazón al recordar mi propia excursión a la cueva y el diario de Mary Dowd, en el fondo de mi armario.

—Bien, hace un día demasiado hermoso para estar aquí encerradas en el aula hablando de damiselas malditas a bordo de un bote. Podéis empezar la hora libre antes de tiempo y si alguien pregunta algo, decid que estáis observando el mundo exterior en busca de inspiración artística. En cuanto a esto —dice, estudiando su bosquejo—, necesita algo.

Con rápido ademán, la señorita Moore dibuja un bigote perfecto en el rostro de la dama de Shalott.

—Dios está en los detalles —dice.

Salvo Cecily, a quien cada vez veo más como una mojigata pese a que lo disimule, todas nos reímos de su atrevimiento, encantadas de participar en ese descaro. El rostro de la señorita Moore cobra vida con una sonrisa y mi desazón desaparece.

Cuando subo a todo correr a mi habitación para recuperar el diario de Mary Dowd, tropiezo con la espalda de Brigid, que está supervisando a una criada nueva en el piso de arriba.

—Lo siento mucho —farfullo con la mayor dignidad posible, teniendo en cuenta que estoy tumbada en el suelo cuan larga soy con la falda por encima de las rodillas.

Chocar contra el cuerpo macizo de Brigid ha sido como embestir el casco de un barco. Siento un zumbido en la cabeza y temo quedarme sorda por su fuerza arrolladora.

—¿Lo sientes? Bien está que lo sientas —dice Brigid, levantándome de un tirón y arreglándome la falda a una altura decente.

La criada nueva se da la vuelta, pero noto que contiene la risa por cómo le tiemblan los hombros menudos.

Intento darle las gracias a Brigid por ayudarme a ponerme en pie, pero ella no ha hecho más que empezar su diatriba.

—¡Qué maneras de portarse son esas, corriendo como un semental que huye del cuchillo del castrador! Quisiera yo saber si consideras que esos son modales propios de una dama decente, ¿eh? ¿Qué diría la señora Nightwing si te viera armar semejante alboroto?

—Lo siento.

Me miro los pies, con la esperanza de parecer arrepentida.

Brigid chasquea la lengua.

—Pues me alegro de que lo sientas. Y a qué venían esas prisas, ¿eh? Más te vale decir la verdad a la vieja Brigid. Después de veintitantos años en esta escuela, no se me escapa nada, te lo aseguro.

—Me he olvidado el libro —digo, acercándome rápidamente al armario, donde cojo la capa y meto el diario dentro.

—Tanto correr sólo por un libro, y para colmo casi matas a alguien —refunfuña, como si hubiera sido ella, y no yo, quien yacía aturdida en el suelo hace un instante.

—Siento haberla molestado. Me voy —digo, intentando escabullirme.

—Un momento. Antes vamos a ver si estás presentable.

Brigid me coge por el mentón e inclina mi rostro hacia la luz para inspeccionarlo. De pronto sus mejillas palidecen.

—¿Pasa algo? —inquiero, preguntándome si mis lesiones son más graves de lo que pensaba.

Es posible que Brigid tenga un trasero imponente, pero dudo mucho que me esté sangrando la cabeza después de mi combate contra él.

Brigid me suelta el mentón, retrocede un paso y se frota las manos en el delantal como si las hubiese manchado.

—Nada. Es sólo… que tienes los ojos muy verdes. Eso es todo. Y ahora vete, vale más que te reúnas con las demás.

Dicho esto, se vuelve hacia Molly, que por lo visto está usando mal el plumero, y yo quedo libre para ocuparme de mis asuntos.