7

Es el ruido lo que me despierta. Pestañeo, luchando con los últimos vestigios de mis sueños. Estoy tumbada sobre mi lado derecho, de cara a la cama de Ann. A mis pies, en el otro lado de la habitación, están la puerta y lo que sea que hay junto a esta. Para poder verlo bien, tendría que moverme, sentarme, darme la vuelta, y no pienso dar la menor señal de que estoy despierta. Es la lógica de una niña de cinco años: si yo no puedo verlo, eso, lo que sea, no podrá verme a mí. Seguro que más de un desdichado ha acabado decapitado por pensar así.

«Muy bien, Gem, es inútil asustarse. Seguro que no es nada». Parpadeo y dejo que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Haces de luz de luna entran por el resquicio entre las largas cortinas de terciopelo y ascienden por las paredes hasta casi tocar el techo bajo. Fuera, una rama araña el cristal con un chirrido. Aguzo el oído, atenta a cualquier otro ruido, algo dentro de la habitación. Sólo oigo el ritmo regular de los ronquidos de Ann. Por un instante pienso que lo he soñado. Y de pronto vuelvo a oírlo. El crujido de las tablas del suelo, provocado por cautelosas pisadas, me indica que no lo he imaginado. Cierro los ojos, pero no del todo para que parezca que duermo y a la vez seguir viendo. A mí nadie me decapita sin que le presente batalla. Se acerca una silueta. Tengo la lengua pastosa y seca. La silueta tiende una mano y yo me incorporo en el acto, golpeándome la cabeza con el saliente situado justo encima de mi cama.

Lanzo un bufido de dolor, olvidándome de mi visita, y me llevo la palma de la mano a la frente palpitante.

Una mano sorprendentemente pequeña me tapa la boca.

—Maldita sea, ¿es que quieres despertar a toda la escuela?

Felicity está inclinada a mi lado y la luna ilumina sus facciones de manera que su rostro parece formado de ángulos duros y anchos y su piel blanca como la leche. Podría ser la propia cara de la luna.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, frotándome con los dedos el enorme chichón que empieza a salirme en la frente.

—Ya te he dicho que vendría a buscarte.

—No me has dicho que sería en plena noche, maldita sea —replico, imitando su vocabulario.

Por alguna razón, siento deseos de impresionar a Felicity, de demostrarle que puedo competir con ella y que no es tan fácil ganarme.

—Ven, quiero enseñarte una cosa.

—¿Qué?

Me habla despacio, como a una niña.

—Sígueme y te lo enseñaré.

Todavía me duele la cabeza del golpe. Ann ronca suavemente, ajena a nuestra conversación.

—Vuelve por la mañana —digo, hundiéndome en la almohada.

Estoy lo bastante despierta para saber que lo que quiere enseñarme a estas horas, sea lo que sea, no puede ser nada bueno.

—No volveré a ofrecértelo. Ahora o nunca.

«Vuelve a dormirte, Gem. Esto no augura nada bueno». Es mi conciencia la que habla. Pero mi conciencia no tiene que pasarse los próximos dos años charlando de bobadas, aburriéndose hasta el punto de la catatonia. Esto es un reto, y yo jamás he rechazado un reto.

—Está bien, ya me levanto —accedo. Luego, sólo para asegurarme de que no parezco demasiado blanda, añado—: Pero espero que valga la pena.

—Claro que sí, te lo prometo.

Me veo salir de la habitación tras Felicity, recorrer el largo pasillo ante las habitaciones de las chicas dormidas detrás de esas paredes cubiertas de retratos de mujeres del pasado de Spence, fantasmas de rostros adustos, vestidos de blanco, que fruncen sus sombríos labios en señal de desaprobación a esta pequeña escapada, pero cuyos ojos tristes parecen decir: «Ve. Ve mientras puedas. La libertad es breve».

Cuando llegamos al enorme rellano y a la escalera, me detengo.

—¿Y la señora Nightwing? —pregunto, dirigiendo la mirada hacia el último tramo de la gran escalera, que sube hasta el cuarto piso, oculto en la oscuridad.

—No te preocupes por ella. En cuanto se toma su copa de jerez, ya no se despierta en toda la noche.

Felicity empieza a bajar.

—¡Espera! —susurro, alzando la voz lo justo para no despertar a nadie.

Felicity se detiene y se vuelve con expresión burlona en el rostro pálido. Contoneando las caderas, vuelve a subir hacia mí.

—Si quieres pasarte todo el tiempo que estés aquí bordando dechados con la frase «Que Dios bendiga nuestro hogar» y aprendiendo a jugar al tenis, vuelve a la cama. Pero si quieres divertirte de verdad, pues…

Y dicho esto, baja con paso ligero la escalera y dobla la esquina hacia el siguiente tramo, donde ya no la veo.

Nos encontramos con Pippa en el gran salón. Las enormes chimeneas están apagadas y sólo unas ascuas chisporrotean sin dar calor ni luz. Estaba escondida detrás de un gran helecho. Acaba de salir, inquieta y con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué habéis tardado tanto?

—Sólo han sido unos minutos —contesta Felicity.

—No me gusta esperar aquí abajo, con todos esos ojos en las columnas. Es como si me observaran.

A oscuras, los duendecillos y las ninfas de mármol ofrecen un aspecto macabro. La sala parece estar viva, tomando nota de cada movimiento, contando cada aliento.

—No seas tan miedica. Seamos chicas valientes, ¿vale? ¿Dónde están las demás?

Como si la hubieran oído, dos chicas bajan por la escalera y se reúnen con nosotras. Me presentan a Elizabeth, una criatura pequeña con aspecto de rata que sólo da su opinión después de haber oído la de las demás, y a Cecily, la de la cara de amargura, que arruga su estrecho labio superior cuando me ve. Martha, la que puso la zancadilla a Ann en la capilla, no está, y comprendo que no pertenece al club, aunque le gustaría. Por eso hizo caer a Ann: para ganarse el favor de las demás.

—¿Listas? —pregunta Cecily con sorna.

¿En qué lío me he metido? Debería decir simplemente: «Bueno, chicas, ha sido un placer. Muchísimas gracias por este paseo nocturno al antiguo recinto palaciego. No habría querido perderme la manera en que el salón cobra vida de noche con un brillo maravilloso y terrorífico, pero ahora mismo me vuelvo a la cama». Sin embargo, las sigo al jardín trasero, donde la luna llena derrama su luz amarilla detrás de una fina y elevada capa de nubes. La niebla sigue ahí y hace un frío atroz. Sólo llevo el camisón. Ellas, más listas, se han puesto las capas de terciopelo azul.

—Seguidme.

Felicity sube por la colina hacia la capilla y la niebla la engulle a los pocos pasos. Yo voy detrás de ella y las demás me siguen a mí, así que ya no puedo echarme atrás. De pronto me asaltan serias dudas sobre mi decisión de seguir a las Hermanas del Misterio en medio de la noche neblinosa hasta las puertas de la capilla.

—Aquí en Spence tenemos una tradición —explica Felicity—. Una pequeña ceremonia de iniciación para las nuevas que podrían ser dignas de nuestro círculo más íntimo.

—¿De verdad podéis tener un círculo íntimo de sólo cuatro personas? —pregunto, aparentando más valor del que siento—. Parece más bien un cuadrado íntimo, ¿no?

—Tienes suerte de estar aquí —replica Cecily con brusquedad.

«Sí, creo que es una gran suerte estar aquí con este frío gélido y en camisón. Algunos dirían que es una gran estupidez, pero yo me siento bastante optimista».

—Bien, ¿y cómo es esa iniciación secreta?

Elizabeth mira a Felicity pidiéndole permiso para hablar.

—Sólo tienes que coger algo en la capilla.

—¿Robar algo? —pregunto, sin gustarme nada lo que se avecina, pero ya demasiado involucrada para retroceder.

—No es robar. Al fin y al cabo, nunca saldrá de Spence. Sólo es una manera de demostrar que eres de fiar —explica Felicity.

Tengo unos segundos para pensarlo y, aunque la respuesta más sensata es negarme y volver a la cama, digo:

—¿Qué queréis que coja?

Las nubes se disipan en finos jirones. La luz amarillenta de la luna se extiende por todas partes. Felicity abre la boca y se palpa los dientes delanteros con la lengua.

—El vino de la comunión.

—¿El vino de la comunión? —repito.

Pippa emite un sonido parecido al carraspeo antes de soltar una carcajada y me doy cuenta de que es una petición improvisada, una muestra de osadía por parte de Felicity que no estaba prevista.

Cecily se escandaliza.

—¡Pero, Fee, eso es un sacrilegio!

—Sí, me temo que no es una buena idea —digo.

—¿Ah, no? Pues yo creo que es una idea excelente —replica Felicity con brusquedad. A la hija del almirante no le gusta que su tripulación la desobedezca—. ¿Y tú, Elizabeth? ¿Qué piensas?

Elizabeth, el títere, mira a sus dos amas, Felicity y Cecily.

—Pues supongo que…

Pippa interviene.

—A mí me parece una idea genial.

Casi juraría que oigo a los árboles susurrar «idiota». ¿En qué lío me he metido?

—¿No irás a decirme que te da miedo entrar ahí sola? —pregunta Felicity.

Eso es precisamente lo que me da miedo, pero no puedo admitirlo.

—¿Y qué pasará cuando el reverendo Waite se dé cuenta de que falta el vino de la comunión?

Felicity deja escapar un «¡Ja!» de desdén.

—Ese borracho creerá que se lo bebió él. Además, por aquí en esta época del año siempre pasan caravanas de gitanos. Podemos echarles la culpa a ellos si es necesario.

No me gusta mucho la idea. Las puertas de la capilla parecen ahora más altas e imponentes que en las vísperas. Pero, a pesar de mis recelos, sé que voy a entrar.

—¿Dónde guarda el vino?

Pippa me empuja hacia las puertas.

—Detrás del altar. Hay un armario pequeño.

Retira la tranca de la puerta con toda su fuerza. Las puertas se abren con un chirrido y revelan la oscuridad sepulcral del interior.

—No pretenderéis que lo encuentre a oscuras.

—Busca el camino a tientas —comenta Felicity, empujándome hacia dentro.

No me lo puedo creer: estoy dentro de la capilla oscura y lúgubre, a punto de cometer un robo que es un auténtico sacrilegio. «No robarás», dice, si no recuerdo mal, uno de los mandamientos de Dios, como si te advirtiese: «Yo que tú no lo haría o tendré que reducirte a ceniza». Dudo que sirva de atenuante el hecho de que voy a robar lo que la Iglesia considera la sangre sagrada de Cristo. Aún estoy a tiempo. Todavía puedo dar media vuelta y volver a la cama. Podría hacerlo, pero entonces cedería a esas chicas el poco poder que ahora tengo.

«Bien, en ese caso acaba con esto de una vez por todas», pienso. La luz que entra por la puerta abierta ilumina el vestíbulo, pero el otro extremo, donde se hallan el altar y el vino, está totalmente a oscuras. Me encamino hacia allí y oigo el chirrido de la puerta al cerrarse. Simultáneamente, la luz desaparece junto con las chicas y al instante me llega el ruido sordo de la tranca de madera al correrse por fuera. Me han encerrado. Sin pensar, me abalanzo contra la puerta con la esperanza de estar a tiempo para abrirla. No cede. Y encima me he hecho daño.

«¡Qué estúpida eres, Gem!». ¿Y qué esperaba? ¿Cómo he podido creerme esa historia de que querían incluirme en su club privado? La voz de Ann flota en mi cabeza: «¿Para qué? Con ellas siempre tengo todas las de perder». No hay tiempo para la autocompasión. Debo pensar.

Tiene que haber otra salida. Me basta con encontrarla. A mi alrededor, la iglesia parece respirar con las sombras. Los ratones corretean bajo los bancos arañando el suelo de mármol con las uñas. Se me pone carne de gallina sólo de pensarlo. Pero por los vitrales entra la clara luz de la luna dando vida primero a un ángel, después a la cabeza de la gorgona. Sus ojos despiden destellos amarillos en la oscuridad.

Avanzo a tientas junto a las hileras de bancos, esperando no toparme con roedores peludos o algo peor. Los ruidos se amplifican: los chasquidos de las alimañas nocturnas; los crujidos de la madera por efecto del viento. Me reprendo en silencio por haber caído en una trampa tan repulsiva. «Es sólo una pequeña iniciación que hacemos aquí en Spence: nos gusta torturarnos. Belleza, gracia y encanto…, ya, y un cuerno. Esto es una escuela para sádicas que saben servir bien el té».

Chasquidos. Un crujido.

«Probablemente Felicity es tan pariente del almirante Worthington como yo».

Más chasquidos. Un crujido. «Ni siquiera quiero ir a París». Un chasquido, un crujido. Una tos. Una tos. Yo no he tosido. Y si no he sido yo, ¿quién ha sido?

Mis piernas tardan sólo un segundo en asimilarlo y echo a correr a trompicones por el pasillo central. Tropiezo con el primer peldaño del altar y caigo de bruces en el duro suelo de mármol, me golpeo la pierna con el borde afilado. Pero oigo pasos apresurados detrás de mí, así que, a cuatro patas, me dirijo con dificultad hacia lo que veo detrás del órgano: una puerta entornada. Tras subir el último escalón me levanto y, con piernas trémulas, corro hacia lo que me espera al otro lado de la puerta. Tiendo una mano y…

Hay algo encima de mí. Dios mío, debo de estar imaginando cosas porque algo, o alguien, vuela sobre mi cabeza y aterriza con ruido sordo en el espacio que me separa de la puerta. Una mano me tapa la boca y ahoga mi grito mientras un brazo me sujeta con fuerza.

Instintivamente muerdo la mano. Me tiran bruscamente al suelo. Pero vuelvo a ponerme en pie y me abalanzo hacia la puerta. Una mano me coge por el tobillo y me derriba otra vez. A causa del violento golpe, veo chispas detrás de los párpados cerrados. Intento alejarme a rastras pero me duelen demasiado la rodilla y la cabeza.

—Detente, por favor. —Es una voz joven, masculina y vagamente familiar.

Una cerilla se enciende en la oscuridad. Mis ojos siguen la llama, que prende un farol. La luz se difunde y alumbra el contorno de los hombros anchos, la capa negra, luego se eleva y enmarca el rostro de grandes ojos oscuros orlados de un halo de pestañas. Esto no lo estoy imaginando. Está realmente aquí. Me pongo en pie de un salto, pero él, más rápido que yo, me corta el paso hacia la puerta

—Gritaré. Juro que gritaré. —Mi voz no es más que un rasgueo en la oscuridad.

Él está tenso y listo, no sé para qué pero, al percibirlo, el corazón se me acelera.

—No, no lo harás. ¿Cómo explicarás qué estás haciendo aquí a medianoche, conmigo, en camisón, Gemma Doyle?

Instintivamente me envuelvo con los bazos, intentando esconder la forma de mi cuerpo bajo el fino camisón blanco. Me conoce, sabe cómo me llamo. Siento los latidos de mi pulso en los oídos. ¿Cuánto tiempo tardaría alguien en oír mis gritos? ¿Hay alguien fuera que pueda oírme?

Me pongo detrás del altar, y este queda entre ambos.

—¿Quién eres?

—No necesitas saber quién soy.

—Sabes cómo me llamo. ¿Por qué no pudo saber yo tu nombre?

Lo piensa un momento y al fin contesta con brusquedad.

—Kartik.

—Kartik. ¿Es tu verdadero nombre?

—Te he dado un nombre. Con eso basta.

—¿Qué quieres?

—Sólo hablar contigo.

«Continúa pensando, Gemma. Hazlo hablar».

—Me has seguido. Hoy, en la estación de tren. Y luego en las vísperas.

Asiente.

—Viajé de polizón en el Mary Elizabeth desde Bombay. Ha sido un viaje duro. Sé que los ingleses se ponen muy sentimentales con el mar, pero yo puedo prescindir de él.

Su sombra, proyectada en la pared por la luz del farol, parece un ser alado suspendido en el aire. Sigue vigilando la puerta. Permanecemos los dos inmóviles.

—¿Por qué? ¿Por qué has venido hasta aquí?

—Ya te he dicho que necesito hablar contigo. —Avanza un paso hacia mí. Retrocedo y él se detiene—. Sobre aquel día y sobre tu madre.

—¿Qué sabes de mi madre?

Mi voz sobresalta a un pájaro oculto en las vigas. Presa del pánico, vuela hasta otra viga con aleteo frenético.

—Para empezar, sé que no murió de cólera.

Respiro hondo.

—Si pretendes chantajear a mi familia…

—En absoluto.

Otro paso al frente. Sin saber aún si tendré que entablar pelea, apoyo las manos temblorosas en el mármol frío del altar.

—Sigue.

—Tú viste lo que pasó, ¿no es así?

—No.

Al mentir, se me acelera la respiración.

—Mientes.

N-no… Es que…

Con la velocidad de una serpiente, se encarama al altar y se agacha ante mí, sosteniendo el farol a escasos centímetros de mi cara. Si se lo propusiese, podría quemarme o romperme el cuello sin grandes dificultades.

—Por última vez, ¿qué viste?

Tengo la boca seca a causa de esa clase de miedo que la induce a una a decir cualquier cosa.

—Vi… vi que la mataban. Vi que los mataban a los dos.

Aprieta la mandíbula.

—Sigue.

Los sollozos se intercalan con mi respiración entrecortada. Los reprimo.

—Quise… Intenté llamarla, pero no me oyó. Y entonces…

—¿Qué?

Siento en el pecho un peso insoportable que convierte cada palabra en un gran esfuerzo.

—No lo sé. Fue como si las sombras empezaran a moverse… Nunca había visto nada igual… Una criatura espantosa.

Por alguna razón, me sienta bien contar a un desconocido lo que he callado a todos los demás.

—Tu madre se quitó la vida, ¿verdad?

—Sí —susurro, sorprendida de que lo sepa.

—Tuvo suerte.

—¿Cómo te atreves…?

—Créeme, tuvo suerte de que esa cosa no se la llevara. En cuanto a mi hermano, no fue tan afortunado.

—¿Qué es?

—Algo contra lo que no se puede luchar.

—He vuelto a verla. Al venir hacia aquí, he tenido otra… visión.

Se asusta. Veo el miedo en él, y ahora lamento habérselo contado. Con un solo movimiento, se baja del altar y se coloca ante mí.

—Escúchame bien, Gemma Doyle. No debes hablar con nadie de lo que viste, ¿entendido?

La luz de la luna entra en haces por los vitrales.

—¿Por qué no?

—Porque sería peligroso para ti.

—¿Qué era esa cosa que vi?

—Una advertencia. Y si no quieres que sucedan más cosas terribles, debes poner fin a esas visiones.

Entre que es de noche, las bromas pesadas de mis compañeras, el miedo y el agotamiento, me es imposible contener una carcajada socarrona.

—¿Y cómo, si puede saberse, voy a evitarlas? Para empezar, yo no las he buscado.

—Si cierras tu mente a ellas, pronto desaparecerán.

—¿Y si no puedo?

Sin el menor sonido, tiende rápidamente la mano y me agarra la muñeca apretándome con fuerza los delicados huesos.

—Lo harás.

En el pasillo central, un ratón emprende una atrevida carrera hacia el otro extremo de la iglesia y, una vez allí, su presencia queda reducida al sonido de sus uñas contra el suelo. Me inclino por la presión en la muñeca. Él me suelta con una sonrisa de satisfacción. Encojo el brazo y me froto la piel escocida.

—Estaremos vigilándote, Gemma.

Oigo el traqueteo de las pesadas puertas de roble de la capilla y la voz del reverendo Waite, que canta borracho mientras forcejea con la tranca para abrirla, lanza una maldición cuando se le resbala y cae de nuevo en su alojamiento con un ruido sordo. No sé si alegrarme o temer que me encuentre allí. En cuanto me vuelvo, mi torturador ha desaparecido. Simplemente ya no está. Ahora ya nadie vigila la puerta. Puedo salir. Y entonces la veo: la vinajera de la comunión llena y lista en el armario.

La tranca de madera se levanta. El reverendo está a punto de entrar. Pero esta noche no encontrará su vino. Lo tengo yo entre los brazos y salgo por la puerta lateral y me detengo en lo alto de una escalera oscura. ¿Y si me está esperando al pie de esa tenebrosa escalera?

El reverendo grita en estado de ebriedad:

—¿Hay alguien ahí?

Bajo disparada la escalera y salgo corriendo por detrás de la capilla. No paro a tomar aliento hasta que desciendo a trompicones por la cuesta y veo los imponentes ladrillos de Spence. Me sobresalta el graznido de un cuervo. Me siento observada por mil ojos.

«Estaremos vigilándote».

¿Qué ha querido decir? ¿A quiénes se refiere? ¿Y por qué iba a querer nadie vigilar a una chica lo bastante tonta para dejarse engañar por cuatro alumnas bromistas de un internado? ¿Qué sabe él de mi madre?

«Tú no pierdas de vista la escuela, Gemma, y no te pasará nada». Mantengo la mirada fija en las hileras de ventanas, que suben y bajan a cada uno de mis pasos. «Debes poner fin a esas visiones».

Es ridículo. De hecho, es irritante. Como si yo pudiera controlarlas. Como si me bastase con cerrar los ojos, así, ahora mismo, para tener una a voluntad. El sonido de mi respiración se vuelve más lento, más audible. Noto mi cuerpo más caliente y relajado, como si flotara en un dulce y delicioso baño de agua de rosas. Abro los ojos en cuanto huelo las rosas.

La niña del callejón está delante de mí, resplandeciente.

—Por aquí.