Alguien me observa. La sensación permanece durante la aburrida cena a base de cordero con patatas y pudín de postre. ¿Quién estará observándome y por qué? Es decir, quién aparte de las chicas de Spence, que me miran y cuchichean, callando sólo cuando la señora Nightwing riñe a alguna porque se le cae el tenedor.
Después de cenar, nos conceden un rato libre en el gran salón. Es el tiempo que nos dejan para relajarnos: para leer, reír, charlar o simplemente no hacer nada. El gran salón es eso ni más ni menos: un salón enorme. Una chimenea descomunal ocupa el centro de una pared. Seis columnas de mármol hermosamente labradas forman un círculo en medio del salón. Todas tienen esculpidas criaturas míticas: hadas aladas, ninfas y sátiros. Una decoración insólita, por no decir algo peor.
En un extremo del salón, las más jóvenes juegan con muñecas. Algunas se han juntado para leer, otras para bordar y otras para cotillear. En el mejor de todos los rincones, Pippa y Felicity están rodeadas de su corte de admiradoras. Felicity ha acordonado una zona para sentarse y la ha convertido en su propio feudo, añadiendo alrededor pañuelos exóticos para que parezca la carpa de un jeque. Está contando algo, y sea lo que sea, las demás la escuchan con los cinco sentidos. Ignoro si es muy emocionante o no, ya que no me han invitado. En todo caso, no tengo interés en que me inviten. O al menos no mucho.
No veo a Ann por ninguna parte. Como sería absurdo que me quedase de pie en medio de la sala como una imbécil, busco una silla en un sitio tranquilo, junto al intenso fuego, y abro el diario de mi madre. Aunque no lo he mirado desde hace alrededor de un mes, esta noche estoy de humor para torturarme. A la luz de la lumbre, su letra elegante se agita en cada página. Por asombroso que parezca, sólo con ver sus palabras en el papel se me saltan las lágrimas. Tantas cosas de ella han empezado a difuminarse, y quiero retenerlas. Así que leo, pasando una página tras otra con anotaciones sobre sus meriendas, visitas a templos y listas de la compra, hasta que llego aquí, a la última entrada:
2 de junio.
Gemma vuelve a estar enfadada conmigo. Se muere de ganas de ir a Londres. Esa voluntad de hierro suya es increíble, y todo esto me tiene agotada. ¿Qué nos acarreará su cumpleaños? Esta espera es una agonía, y su odio una tortura.
A medida que las lágrimas empañan mis ojos, las frases se vuelven borrosas y las palabras se confunden. Ojalá pudiera volver al pasado y cambiarlo todo.
—¿Qué haces? —pregunta Ann, acercándose a mí.
Sin levantar la cabeza, me enjugo las mejillas con el dorso de la mano.
—Nada.
Ann toma asiento y saca agujas de punto de una canastilla.
—A mí también me gusta leer. ¿Has leído Los avatares de Lucy, historia de una chica?
—No, la verdad es que no.
Ya sé a qué tipo de libro se refiere: a esas bobadas vulgares y sensibleras sobre chicas maltratadas que triunfan ante la adversidad, sin perder en ningún momento esa delicadeza femenina, esa dulzura y bondad que todo el mundo parece valorar tanto. El tipo de chicas que nunca darían a sus familias motivos de preocupación o sufrimiento. Chicas que no tienen nada que ver conmigo. Me embarga una amargura demasiado grande para poder contenerla.
—Ah, ya sé —contesto—. Es aquel en que la heroína es una chica pobre y tímida que está en un internado, tan cándida que todo el mundo la martiriza. Lee para los ciegos o cría a un hermano cojo o incluso a un hermano cojo y ciego. Y al final se descubre que en realidad es una duquesa o algo así y se va a vivir como una reina a Kent. Todo porque aceptó su castigo con una sonrisa y sentido de la caridad cristiana. ¡Menudas paparruchas!
Se me corta la respiración mientras hablo. Las chicas del grupo dedicado al bordado y el cotilleo me han oído y se echan a reír, escandalizadas y a la vez divertidas con mis malos modales.
—Podría ocurrir —dice Ann con un hilo de voz.
—Vamos —digo con una risa crispada, como si quisiera disculpar la aspereza de mis palabras—. ¿Conoces a alguna huérfana que haya salido de la oscuridad y se haya convertido en duquesa?
«Debes controlarte, Gemma. No puedes llorar», me digo.
—Pero podría ocurrir —afirma Ann con renovada determinación—. ¿No te parece? Una huérfana, una chica de la que nadie espera gran cosa, a quien dejan tirada en una escuela porque sus parientes la consideran una carga; una chica de quien se burlan las demás por su falta de gracia, encanto y belleza… y esa chica quizás algún día demuestre a todos lo que vale.
Con la vista fija en el fuego, teje con vehemencia y las agujas repiquetean como dos dientes afilados en la lana. Cuando me doy cuenta de lo que he hecho, ya es demasiado tarde. He asestado un golpe a la más honda esperanza de Ann, la esperanza de llegar a convertirse en otra persona, en alguien con una vida que no consista en pasarse el resto de sus días trabajando de institutriz para los hijos de un rico, preparándolos para una vida maravillosa y oportunidades que ella nunca conocerá.
—Sí —susurro con voz ronca—. Sí, supongo que podría suceder.
—Esas chicas, las que se equivocaron al juzgar a… Lucy. Todas lo lamentarían algún día, ¿no es así?
—Sí, desde luego —coincido.
No sé qué más puedo decir, de modo que nos quedamos mirando el chisporroteo del fuego.
Sonoras carcajadas en el rincón opuesto atraen nuestra atención. Pippa sale de la carpa del jeque donde siguen las demás. Se acerca a nosotras y entrelaza su brazo con el de Ann.
—Ann, querida, Felicity y yo lamentamos muchísimo la manera en que te hemos tratado antes. Ha sido muy poco cristiano, la verdad.
Aunque Ann sigue tan inexpresiva como siempre, se sonroja, y sé que se siente complacida, segura de que está a punto de empezar una vida nueva y maravillosa entre las guapas de la escuela. El final de Los avatares de Ann.
—A Felicity su madre le ha enviado una caja de bombones. ¿Quieres venir a sentarte con nosotras?
A mí no me invita. Es una muestra de desprecio. En el otro extremo de la sala las demás chicas esperan a ver cómo reacciono. Ann me mira avergonzada y sé lo que va a contestar. Se sentará a comer bombones con las mismas chicas que la atormentan. Y de pronto comprendo que Ann es tan vacía como las demás. Deseo más que nunca volver a casa, pero ya no tengo casa.
—Bueno… —dice Ann, mirándose los pies.
Debería dejarla revolcarse en su incomodidad, obligarla a desairarme, pero no pienso permitir que las otras se salgan con la suya.
—Deberías ir —digo con una sonrisa tan radiante que eclipsaría al mismísimo sol—. Yo tengo que acabar de leer esto.
Pippa se deshace en sonrisas.
—Buena chica. Vamos, Ann.
Se lleva a Ann a la otra punta de la sala. Fuerzo un bostezo destinado a las chicas que me observan desde la carpa, me siento y vuelvo a abrir el diario de mi madre, como si no me importara en absoluto que me excluyan. Paso las páginas como si estuviera absorta, pese a que ya las he leído todas y cada una de ellas. ¿Quiénes se creen que son para tratarme así? Sigo pasando las hojas. Se oyen más risas en la carpa. Los bombones deben de ser de Manchester. Y esos pañuelos son ridículos. Felicity es tan bohemia como el Banco de Inglaterra. Rozo con los dedos algo agrietado y rígido dentro del diario, algo que no había visto nunca. Un artículo de un periódico sensacionalista de Londres, de los que las clases altas fingen no conocer. Ha sido doblado una y otra vez, hasta el punto de que la tinta se ha gastado en los pliegues y en otras partes, y cuesta leerlo. Sólo consigo descifrar lo fundamental, algo sobre «los escandalosos secretos de los internados de niñas».
Es escabroso, claro está. Y por eso resulta tan fascinante. Escrito con un lenguaje morboso, el artículo habla de una escuela de Gales donde unas chicas salieron a pasear «y nunca más se supo de ellas». «Una rosa virtuosa de Inglaterra cuya vida fue segada por el trágico puñal del suicidio» en una escuela de señoritas escocesa. La mención de una niña que se volvió «loca como una regadera» tras su misteriosa vinculación con un «círculo secreto y diabólico». Lo verdaderamente diabólico es que alguien cobró por escribir semejante basura.
Estoy a punto de guardarlo cuando, casi al final, veo algo sobre el incendio de Spence veinte años atrás. Pero el papel está demasiado gastado y no puedo leerlo. Era muy propio de mi madre conservar un artículo así de sórdido para añadir a su lista de preocupaciones. No me extraña que no quisiera enviarme a Londres. Temía que acabara en primera plana. Es curioso ver cómo lo que yo no podía soportar de ella, ahora me produce una punzada en el pecho.
Se oye un chillido procedente del santuario de Felicity.
—¡Mi anillo! ¿Qué has hecho con mi anillo? —Los pañuelos se abren y sale Ann, empujada por las demás chicas, mientras Felicity la señala con dedo acusador—: ¿Dónde está? ¡Dímelo ahora mismo!
—Yo-yo no lo t-t-tengo. No… no he he-he-hecho nada.
A Ann se le traba la lengua al hablar y de pronto caigo en la cuenta de que parte de su falta de gracia, de su control, es fruto del esfuerzo por no tartamudear así.
—¿Ah-ah, no? ¿P-por qué será que no t-te creo? —dice Felicity con sorna y odio—. ¿Te invito a sentarte con nosotras y así me lo pagas? ¿Robando el anillo que me regaló mi padre? Tenía que haber esperado algo así de una chica como tú.
Todas sabemos lo que significa «como tú». De clase baja. Vulgar. Fea, pobre e inútil. Eres lo que has nacido, para siempre jamás. Esa es la idea.
Una mujer imponente con rostro atractivo se acerca a las chicas.
—¿Qué ocurre? —pregunta, interponiéndose entre Ann, que está encogida, y Felicity, que parece a punto de asar a Ann ensartada en un espetón.
Pippa abre los ojos desmesuradamente, como la ingenua en una mala obra de teatro.
—¡Ah, señorita Moore! Ann le ha robado a Felicity su anillo de zafiro.
Felicity le enseña el dedo sin anillo para demostrarlo y afecta un mohín lastimero.
—Antes lo llevaba y me he dado cuenta de que no lo tenía justo después de llegar ella.
Es una actuación muy poco convincente. Al mono del organillero se le da mejor el engaño, pero a saber si la señorita Moore se dejará embaucar por estas dos. Al fin y al cabo tienen dinero y una posición, y Ann no. Es increíble con qué frecuencia puede una tener razón siempre y cuando disponga de esas dos bazas. Me preparo para que la señorita Moore enderece la espalda y humille a Ann delante de las otras obligándola a reconocer su culpa y, además, llamándole de todo. Ciertas solteronas disfrutan atormentando a los demás con la excusa de que hay que «dar ejemplo». Pero, para mi sorpresa, la señorita Moore no pica el anzuelo.
—Bien, pues busquemos por el suelo. A lo mejor se ha caído. Vamos, chicas, ayudemos a la señorita Worthington a buscar su anillo.
Ann permanece de pie mirándose los zapatos, incapaz de moverse o hablar, como si esperara que la declararan culpable. Sé que debería sentir lástima por ella, pero sigo un poco molesta por la manera en que me ha abandonado, y una parte poco caritativa de mí cree que se lo merece por haber confiado en ellas. Las demás mueven las sillas y miran detrás de las cortinas en un desganado intento de encontrar el anillo.
—No está aquí —anuncia triunfalmente poco después una chica con cara de amargada cuando no aparece el anillo.
La señorita Moore exhala un largo suspiro y se mordisquea un momento el labio inferior. Cuando habla, la voz es suave pero firme.
—Señorita Bradshaw, ¿ha cogido el anillo? Si lo reconoce, el castigo será menos severo.
Ann tiene el rostro lívido. Vuelve a tartamudear.
—N-n-no, se-señorita. N-n-no lo he c-c-cogido.
—Eso pasa por permitir que alguien de su clase entre en una escuela como Spence. Seremos todas víctimas de su envidia —se regodea Felicity.
Las demás asienten. Como ovejas. Me han metido en un internado lleno de ovejas.
—Ya basta, señorita Worthington. —La señorita Moore enarca una ceja.
Felicity la fulmina con la mirada y se lleva una mano a la cadera.
—Ese anillo me lo regaló mi padre cuando cumplí dieciséis años. Estoy segura de que se llevará un disgusto cuando se entere de que me lo han robado y de que nadie hace nada al respecto.
La señorita Moore se vuelve hacia Ann y tiende la mano.
—Lo siento, señorita Bradshaw, pero voy a tener que pedirle que me deje mirar dentro de su canastilla.
Apesadumbrada, Ann le entrega la canastilla y de pronto me doy cuenta de lo que está pasando, de lo que va a suceder. Es una trampa. Una trampa espantosa y malvada. La señorita Moore encontrará el anillo ahí dentro. El incidente constará en el historial académico de Ann. ¿Y qué familia contratará a una institutriz que ha sido tachada de ladrona? La pobre estúpida sigue ahí de pie, dispuesta a aceptar su destino.
La señorita Moore saca un reluciente zafiro azul de la canastilla. Por un instante asoma a sus ojos una expresión de triste decepción, pero recobra la compostura y convierte su rostro en una máscara de comedimiento y decoro.
—Y bien, señorita Bradshaw, ¿cómo explica esto?
Poseída de una mezcla de profunda desdicha y resignación, Ann baja la cabeza y encoge los hombros. Pippa y Felicity cruzan una fugaz mirada, la una con amplia sonrisa en los labios, la otra con una mueca. No puedo evitar preguntarme si esto ha sido un castigo a Ann por haber hablado conmigo de camino a la capilla. ¿Es una advertencia de que me ande con cuidado?
—Más vale que vayamos a ver a la señora Nightwing.
La señorita Moore coge a Ann de la mano para ir a ver a su verdugo. Yo debería volver a la chimenea y leer mi libro. La razón me aconseja callar, pasar inadvertida, ponerme del lado del equipo ganador. Pero hay días en que mi razón no puede competir con mi humor.
—Ann, querida —digo, imitando el anterior tono de camaradería de Pippa. Todas se muestran sorprendidas al oírme hablar, aunque nadie más que yo—. No seas modesta. Dile a la señorita Moore la verdad.
Ann me mira con sus grandes ojos intentando comprender.
—¿L-la v-v-verdad?
—Sí —contesto, improvisando sobre la marcha—. La verdad: que la señorita Worthington ha perdido el anillo esta noche en las vísperas. Tú lo has encontrado y guardado en el cesto para que no se perdiera.
—Si es así, ¿por qué no lo ha devuelto enseguida? —pregunta Felicity, dando un paso al frente, desafiante, con sus ojos grises muy cerca de mí.
«Muy astuta —pienso—. Hazlo bien, Gem».
—No ha querido avergonzarte delante de todo el mundo y sacar a relucir que has sido descuidada con algo tan valioso, un regalo de tu padre. Así que esperaba dártelo en un momento a solas. Ya sabes lo bondadosa que es.
Un poco de Los avatares de Lucy. Una bofetada a Felicity por esa historia de niña mimada sobre su querido papá. En general, no me ha salido mal.
La señorita Moore me observa. Imposible saber si me cree.
—Señorita Bradshaw, ¿es verdad?
«Vamos, Ann, sígueme la corriente. Defiéndete».
Ann traga saliva y eleva el mentón hacia la señorita Moore.
—S-s-sí.
«Buena chica».
Me siento bastante satisfecha conmigo misma hasta que mi mirada se cruza con la de Felicity, que me mira fijamente con una mezcla de admiración y odio. He ganado este asalto, pero sé que con las chicas como Felicity y Pippa siempre habrá una próxima vez.
—Me alegro de que esto se haya resuelto, ¿señorita…? —La señorita Moore se queda mirándome.
—Doyle, Gemma Doyle.
—Bien, señorita Gemma Doyle, por lo visto estamos en deuda con usted. Seguro que la señorita Worthington querrá darles las gracias a las dos por recuperar su anillo perdido, ¿no es así?
Por segunda vez esta noche la señorita Moore me sorprende, y estoy casi segura de ver asomar una sonrisa de satisfacción en la comisura de su recatada boca británica.
—Tenía que haberlo dicho antes y no habernos asustado tanto —contesta Felicity a modo de agradecimiento.
—Gracia, encanto y belleza, señorita Worthington —la reprende la señorita Moore, moviendo un dedo con gesto de desaprobación.
Felicity parece una niña a quien se le acaba de caer el pirulí al suelo. Pero pronto se deshace otra vez en sonrisas, olvidada ya la amargura, enterrada en lo más profundo de su ser.
—Según parece, estoy en deuda contigo, Gemma —dice.
Esa familiaridad en el trato, llamándome por mi nombre de pila cuando yo no le he dado permiso, es una provocación.
—En absoluto, Felicity —respondo, devolviéndosela.
—Este anillo me lo regaló mi padre, el almirante Worthington. ¿No has oído hablar de él?
La mitad del mundo angloparlante ha oído hablar del almirante Worthington: un héroe naval, condecorado por la propia reina Victoria.
—No, me temo que no —miento.
—Es muy famoso. Me envía toda clase de cosas de sus viajes. Mi madre vive en París y recibe en su salón, y cuando Pippa y yo nos graduemos, iremos allí y mi madre nos llevará a los mejores modistos de Francia para que nos vistan. A lo mejor te llevamos a ti también.
No es una invitación. Es un reto. Quieren saber si dispongo de los medios para seguirlas.
—Tal vez —contesto.
A Ann no la invitan.
—Será una temporada maravillosa, aunque Pippa acaparará toda la atención. Tú y yo tendremos que tomárnoslo con mucha resignación —añade.
Pippa sonríe de oreja a oreja. Es tan guapa que muchos jóvenes pedirán a sus parientes que se la presenten.
—Y Ann —digo.
—Sí, y Ann, claro. Nuestra querida Ann.
Felicity se echa a reír, dando a Ann un rápido beso en la mejilla, que la hace sonrojar otra vez. Es como si no hubiera pasado nada.
El reloj da las diez y la señora Nightwing aparece en la puerta.
—Ya es hora de irse a la cama, señoritas. Buenas noches a todas.
Las chicas salen de dos en dos y de tres en tres, cogidas del brazo, bulliciosas y animadas. Las emociones de la velada continúan presentes en sus cuchicheos. Damos vueltas y más vueltas en una danza de mayo por la interminable escalera en dirección al laberinto de puertas donde están nuestras habitaciones.
Incapaz de contener mi irritación con Ann, digo:
—De nada, eh.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunta.
¿Acaso aquí nadie sabe dar las gracias sin más?
—¿Por qué no te has defendido?
Se encoge de hombros.
—¿Para qué? Con ellas tengo todas las de perder.
—Ah, estás aquí, Ann, querida.
Pippa se acerca y, sujetando a Ann del brazo, la retiene para que Felicity pueda ponerse a mi lado. Me habla al oído en tono confidencial.
—Tendré que buscar una manera de compensarte por haber encontrado mi anillo esta noche. Pippa, Cecily, Elizabeth y yo formamos una especie de club privado, pero tal vez haya sitio para ti.
—¡Vaya, qué suerte tengo! Ahora mismo iré a comprarme un sombrero nuevo para la ocasión.
Felicity entrecierra los ojos, pero la sonrisa no desaparece de su rostro.
—Hay chicas que darían cualquier cosa por estar en tu lugar.
—¡Cuánto me alegro! En ese caso, propónselo a ellas.
—Verás, te estoy ofreciendo la posibilidad de que las cosas te vayan bien en Spence, de participar en algo y ser admirada por las demás chicas. Deberías pensarlo.
—¿Participar en algo como has hecho participar a Ann esta noche? —pregunto.
Me vuelvo para mirar a Ann, que ha quedado varios escalones más abajo. La nariz le gotea otra vez.
Felicity lo advierte.
—No es que queramos excluir a Ann. Es sólo que su vida no será como la nuestra. Te crees muy amable con ella, pero de sobra sabes que fuera no puedes ser su amiga. Es mucho más cruel dejar que piense lo contrario, seguirle la corriente.
Tiene razón. Sé que puedo confiar en ella tan poco como correr a toda velocidad con un corsé, pero tiene razón. La verdad es dura e injusta, pero ahí está.
—Si me interesara aceptar, y no estoy diciendo que me interese, pero en caso de que así fuera, ¿qué tendría que hacer?
—Todavía nada —contesta, esbozando el tipo de sonrisa que no me tranquiliza—. No te preocupes, ya iremos a buscarte.
Se recoge la falda y corre escalera arriba, pasando junto a las demás como una exhalación.