Cuando bajo otra vez al salón, hay unas cincuenta chicas allí reunidas, todas con sus capas de terciopelo. Ya ha anochecido y una luz violácea baña la sala. Los murmullos, interrumpidos por alguna que otra risa, reverberan en el techo de escasa altura y caen sobre mí como trozos de cristal. Los tañidos de la campana de una iglesia anuncian que es hora de salir y recorrer medio kilómetro cuesta arriba hasta la capilla.
Miro furtivamente alrededor en busca de chicas de mi edad. Apiñadas al frente de la fila hay unas cuantas que aparentan dieciséis o diecisiete años. Están con las cabezas juntas, riéndose de alguna broma. Una es de una belleza increíble, con el pelo castaño oscuro y rostro de marfil que parece salido de un camafeo. Posiblemente es la chica más hermosa que he visto nunca. Otras tres se parecen bastante entre sí: bien arregladas, con nariz aristocrática, cada una con una peineta o un broche caros para distinguirse y hacer alarde de su posición social.
Una de ellas me ve mirarla. Parece distinta de las demás. Aunque lleva el pelo rubio platino recogido en un cuidadoso moño, como debe llevarlo una señorita, da la impresión de que lo tiene un poco rebelde, como si las horquillas no fueran a poder sujetarlo. Cejas arqueadas enmarcan sus ojos pequeños y grises en un rostro muy pálido, casi del color del ópalo. Algo le hace gracia y, echando la cabeza hacia atrás, ríe con ganas, sin contenerse. Si bien la chica del pelo castaño es perfecta y hermosa, es la rubia quien atrae la atención de todas las demás. Salta a la vista que es la líder.
La señora Nightwing da unas palmadas y el murmullo se desvanece poco a poco.
—Chicas, quiero que conozcáis a la alumna nueva de la Academia Spence. Se llama Gemma Doyle. La señorita Doyle ha venido de Shropshire e irá a primero. Ha pasado casi toda su vida en la India, y estoy segura de que con mucho gusto os contará anécdotas de los curiosos hábitos y costumbres de ese país. Confío en que le brindéis una acogida propia de Spence y la orientéis un poco.
Me siento morir de un millar de muertes crueles e inusuales cuando cincuenta pares de ojos se vuelven hacia mí y me miran como si fuera algo que debería estar colgado encima de una chimenea en el estudio de un caballero. Toda esperanza que hubiera podido albergar de pasar inadvertida y de que nadie se fijara en mí acaba de frustrarse con el breve discurso de la señora Nightwing. La rubia ladea la cabeza y me observa. Reprime un bostezo y vuelve a cotillear con sus amigas. A lo mejor sí paso inadvertida.
La señora Nightwing se ciñe la capa en torno al cuello y extiende el brazo para señalar el camino.
—Vamos a rezar, chicas.
Mientras las demás salen en fila por la puerta, la señora Nightwing se acerca a mí seguida de una muchacha.
—Señorita Doyle, esta es Ann Bradshaw, su nueva compañera de habitación. La señorita Bradshaw tiene quince años y también va a primero. La acompañará esta tarde para asegurarse de que se adapta bien.
—Encantada —dice con unos ojos apagados y llorosos que no revelan nada.
Me acuerdo de su edredón bien ajustado y dudo que sea divertida.
—Igualmente —contesto.
Permanecemos un momento inmóviles, sin mediar palabra. Ann Bradshaw es una chica pálida, poco agraciada, lo que en su caso es una desdicha por partida doble. Una chica sin dinero pero guapa tiene alguna posibilidad de mejorar su posición en la vida. Le gotea la nariz. Se la seca con un pañuelo de encaje raído.
—¿Verdad que es horrible estar resfriada? —comento en un esfuerzo por mostrarme amable. Su mirada sigue igual de inexpresiva.
—No estoy resfriada.
Bien. Me alegro de haberlo preguntado. Empezamos bien, la señorita Bradshaw y yo. Seguro que mañana por la mañana ya somos como hermanas. Si pudiera, daría media vuelta y me marcharía en ese mismo instante.
—La capilla es por aquí —dice, eligiendo ese ameno tema de conversación para romper el hielo—. No podemos llegar tarde a las oraciones.
Nos situamos al final del grupo y subimos por la cuesta entre los árboles hacia la capilla de piedra y vigas. Se ha formado neblina a la altura del suelo que da al lugar aspecto inquietante. Más adelante, las capas azules de las chicas se agitan en el aire de la noche, antes de que la niebla cada vez más densa lo engulla todo salvo el eco de sus voces.
—¿Por qué te ha enviado aquí tu familia? —pregunta Ann con tono desalentador.
—Para civilizarme, supongo.
Suelto una risita, como diciendo: «¿Ves lo divertida que soy? Ja, ja».
Ann no se ríe.
—Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Mi madre tuvo que trabajar, pero luego enfermó y murió. Su familia no quiso acogerme pero tampoco mandarme a un orfanato. Así que me enviaron aquí para formarme como institutriz.
Me sorprende su sinceridad. Ni se ha inmutado. No sé qué decir.
—Vaya, lo siento —digo cuando recupero la voz.
Me observa con sus ojos apagados.
—¿Lo dices en serio?
—Pues… sí. ¿Por qué no habría de sentirlo?
—Porque la gente sólo lo dice para quitarse a alguien de encima. No lo siente de verdad.
Tiene razón, y me sonrojo. Es algo que se dice por decir, ¿y cuántas veces he tenido yo que soportar oír lo mismo sobre mi propia situación? En la niebla, tropiezo con la gruesa raíz de un árbol que sobresale en el camino y suelto la blasfemia preferida de mi padre.
—¡Maldición!
Al oírlo, Ann yergue enseguida la cabeza. Seguro que es una de esas mojigatas que se chivará a la señora Nightwing en cuanto yo la mire mal.
—Perdona, no entiendo cómo he podido ser tan grosera —digo, intentando remediarlo.
Desde luego no quiero que me sermoneen el primer día.
—No te preocupes —dice Ann, mirando alrededor por si alguien nos escucha, pero como estamos al final de la fila, no hay nadie pendiente de nosotras—. Las cosas aquí no son tan decorosas como pretende la señora Nightwing.
Sin duda, eso es una noticia enigmática.
—¿Ah, sí? ¿A qué te refieres?
—En realidad, no debería decirlo —contesta.
El tañido de la campana flota sobre la niebla junto con las voces apagadas. Por lo demás, todo es silencio. La niebla es cada vez más espesa.
—Este sería un buen lugar para un paseo a medianoche —comento, intentando mostrarme jovial. He oído decir que las chicas joviales caen bien—. A lo mejor los hombres lobo salen a jugar más tarde.
—Salvo en vísperas, no nos dejan salir de noche —contesta Ann con naturalidad.
Hasta ahí llega mi jovialidad.
—¿Por qué no?
—Va contra las reglas. A mí tampoco me gusta mucho salir por la noche. —Hace una pausa y se seca la nariz mocosa—. A veces hay gitanos en el bosque.
Me acuerdo de la vieja que he visto antes junto al coche.
—Sí, creo que he conocido a una. Decía que se llamaba Madre no sé qué…
—¿Madre Elena?
—Sí, eso.
—Está como un cencerro. Ni te acerques a ella. Es capaz de acercarse con un cuchillo y apuñalarte mientras duermes —dice Ann con la voz entrecortada por el esfuerzo.
—Parecía bastante inofensiva…
—Eso nunca se sabe, ¿no crees?
No sé si es por la niebla, las campanas o las espeluznantes palabras de Ann, pero aprieto un poco el paso. Una chica que ve visiones emparejada con otra que es un auténtico catálogo ambulante de terrores nocturnos. A lo mejor esta es la peculiar manera que tiene Spence de formar parejas.
—Estás en primero conmigo.
—Sí —asiento—. ¿Quiénes son las demás?
Dice los nombres uno por uno.
—Y Felicity y Pippa. —Ann calla, de pronto nerviosa.
—Felicity y Pippa. Son nombres encantadores —digo alegremente.
Vaya un comentario insulso por mi parte. Es como para matarme. Pero siento mucha curiosidad por saber algo más de esas dos chicas de nuestra clase.
Ann baja la voz.
—Ellas no son encantadoras. Están muy lejos de serlo.
Por fin cesa el tañido de la campana y da paso a un silencio extraño y hueco.
—¿Ah, no? ¿Acaso son medio chicas y medio lobas? ¿Lamen los cuchillos de mantequilla?
Ann no sólo no le ve la gracia a mi comentario, sino que además me lanza una mirada dura y fría.
—Ten cuidado con ellas. No te fíes…
Una voz ronca la interrumpe desde atrás.
—¿Ya estás hablando más de la cuenta, Ann?
Nos volvemos de inmediato y vemos asomar dos rostros entre la neblina. La rubia y la guapa. Deben de haberse quedado rezagadas y se han acercado sigilosamente por detrás. La voz ronca pertenece a la rubia.
—¿Es que no sabes que eso es una costumbre indigna?
Ann se queda boquiabierta, pero no contesta.
La morena ríe y susurra algo al oído de la rubia, que responde de nuevo con esa sonrisa amplia y distendida. Me señala.
—Tú eres la nueva, ¿no?
No me gusta cómo lo dice. La nueva. Como si yo fuera algún tipo de insecto todavía sin clasificar. Corpus borrorosus, hembra.
—Gemma Doyle —digo, procurando no inmutarme ni ser la primera en apartar la mirada.
Es un truco que empleaba mi padre al regatear un precio. Ahora estoy regateando por algo indefinido pero más importante: mi posición en la jerarquía de Spence.
Se produce un breve silencio y luego la rubia se vuelve y dirige a Ann una mirada gélida.
—El cotilleo es un vicio muy feo. Aquí en Spence no consentimos esos vicios, mademoiselle Becaria —dice, pronunciando las dos últimas palabras con énfasis malicioso. Un recordatorio de que Ann no pertenece a la misma clase y no debería esperar el mismo trato—. Ya te lo han advertido.
Luego se dirige a mí.
—Es un placer conocerla, señorita Doyle —dice, cogiendo del brazo a la morena, que choca con fuerza contra mi hombro al pasar a nuestro lado.
—Cuanto lo siento —dice, y se echa a reír.
Si yo fuera hombre, la tumbaría de un golpe. Pero no soy hombre. Estoy aquí para convertirme en una dama. Por mucho que odie ya este sitio.
—Vamos —dice Ann con voz trémula cuando se han ido—. Es la hora de las oraciones.
No sé si habla en general o si se refiere exclusivamente a sí misma.
Cruzamos deprisa el umbral de la capilla silenciosa y oscura, y nos sentamos en medio del eco de nuestras pisadas en el suelo de mármol.
El techo arqueado con vigas de madera se eleva unos cinco metros por encima de nosotras. Unos candelabros flanquean los lados de la iglesia, proyectando largas sombras sobre los bancos. En las paredes hay hileras de vitrales, anuncios de la venida de Dios en vivos colores, escenas pastorales de ángeles dedicados a actividades angelicales: visitando a aldeanos, dándoles la buena nueva, acariciando ovejas, meciendo bebés. Uno de ellos, más extraño que el resto, muestra la cabeza decapitada de una gorgona y un ángel con armadura de pie a su lado empuñando una espada que gotea sangre. No puedo decir que conozca esa historia bíblica en particular, ni que quiera oírla. Como es un tanto horrenda, me vuelvo hacia el altar, donde hay un párroco, alto y delgado como un espantapájaros.
El párroco, que se llama reverendo Waite, nos hace rezar oraciones que empiezan todas con «Oh, Señor» y acaban diciendo que no somos dignas: somos pecadoras, siempre hemos pecado y seguiremos pecando hasta la muerte. No es la perspectiva más optimista que haya oído nunca, pero nos anima a seguir intentándolo.
Tengo que observar a Ann y a las demás para ver cuándo hay que arrodillarse, levantarse y mover la boca para hacer ver que canto el himno. Mi familia es vagamente anglicana, como todo el mundo, pero la verdad es que en la India rara vez íbamos a la iglesia. Los domingos mi madre me llevaba de picnic bajo el cielo despejado y tórrido. Nos sentábamos sobre una manta y escuchábamos el viento que azotaba la tierra seca y nos silbaba.
«Esta es nuestra iglesia», decía ella, pasándose los dedos por el pelo.
Tengo el corazón en un puño mientras mis labios forman palabras que no siento. Mi madre me dijo que los ingleses sólo rezaban con toda su alma cuando querían pedirle algo a Dios. Lo que yo querría pedirle a Dios es que me devuelva a mi madre. Eso no es posible. Si lo fuera, le rezaría a cualquier dios, noche y día, para hacerlo realidad.
El párroco se sienta y la señora Nightwing se pone en pie. Ann deja escapar un suave gemido.
—Oh, no. Va a pronunciar un discurso —susurra.
—¿Lo hace en todas las vísperas? —pregunto.
—No. —Ann me mira de reojo—. Es por ti.
De pronto, noto que soy el centro de las furibundas miradas de todas las chicas. En fin, empiezo con buen pie.
—Señoritas de la Academia Spence —comienza la señora Nightwing—. Como ya saben, Spence tiene fama de ser una de las mejores escuelas para señoritas de Inglaterra desde hace veinticuatro años. Mientras podamos enseñarles las habilidades necesarias para ser las futuras esposas y madres de Inglaterra, las anfitrionas y portadoras de las tradiciones femeninas del imperio, de ustedes dependerá alimentar y enriquecer sus almas, y hacerlo con gracia, encanto y belleza. Ese es el lema de Spence: gracia, encanto y belleza. Levantémonos y digámoslo todas juntas.
Se oye el bullicio de las cincuenta chicas al ponerse en pie y recitar el lema, elevando el mentón hacia el futuro.
—Gracias. Ya pueden sentarse. Las que han vuelto con nosotros este año darán ejemplo a las demás. En cuanto a las nuevas… —la señora Nightwing recorre la capilla con la vista hasta localizarme al lado de Ann—, esperamos lo mejor de ellas, ni más ni menos.
Creyendo que eso era la despedida, me pongo en pie. Ann me tira de la falda.
—No ha hecho más que empezar —susurra.
Y efectivamente, para mi asombro, la señora Nightwing se lanza a parlotear sobre la virtud, las chicas bien educadas, la mejor fruta para el desayuno, la perniciosa influencia de los norteamericanos en la sociedad británica y los gratos recuerdos de sus tiempos en la escuela. El tiempo no significa nada. Me siento como si me hubiesen dejado morir en el desierto y estuviese esperando con impaciencia a que los buitres iniciasen su labor y acabasen con mi desdicha.
Las sombras de las velas se extienden por las paredes, dando aspecto angustiado y vacío a nuestros rostros. La capilla no es un lugar muy acogedor. Es fantasmagórico. Desde luego, no querría quedarme allí sola de noche. Me estremezco sólo de pensarlo. Por fin la señora Nightwing acaba su largo y tortuoso discurso, y yo pronuncio para mis adentros mi propia oración de gratitud. El reverendo Waite lee una bendición y nos despide para que vayamos a cenar.
Una de las chicas mayores permanece de pie junto a la puerta. Cuando nos acercamos a ella, extiende el pie y hace una zancadilla a Ann, que cae de bruces. Busca con la mirada más allá de nosotras a Felicity y Pippa.
Le tiendo la mano a Ann y le ayudo a levantarse.
—¿Estás bien?
—Sí —contesta con esa misma mirada vacía que parece ser su única expresión.
La otra chica la circunda.
—Deberías tener más cuidado.
Las demás siguen saliendo, mirándonos de reojo y riéndose.
—Gracia, encanto y belleza —dice Felicity al pasar a nuestro lado.
Me pregunto qué aspecto tendría si alguien le cortara el pelo mientras duerme. Mi primera velada de oraciones no me ha convertido en una chica especialmente benévola.
Fuera, la niebla se ha espesado hasta convertirse en una sopa gris que se posa en torno a nuestras piernas. Al pie de la colina se ve el contorno difuminado de la enorme escuela, interrumpido por los pequeños haces de luz de las ventanas. Sólo un ala está totalmente a oscuras. Supongo que es el ala este, la que quedó destruida por el fuego. Está allí, agazapada y callada como las gárgolas del tejado, a la espera. Pero qué es lo que espera, no lo sé.
Un movimiento. A la derecha. Una capa negra que corre entre los árboles y desaparece en la niebla. Me flaquean las piernas.
—¿Lo has visto? —pregunto con voz trémula.
—Si he visto ¿qué?
—Allá. Alguien que corría, con una capa negra.
—No, es por la niebla. Imaginas cosas.
Sé lo que he visto. Alguien esperaba allí, vigilándonos.
—Hace frío —dice Ann—. Caminemos más rápido, ¿vale?
Acelera el paso, dejando que la niebla la consuma hasta quedar reducida a una mancha azul, la sombra de una muchacha, que se desvanece en la nada.