De camino a la oficina de la Junta de Censura, Diego Medina encuentra a una cuadrilla de harapientos gitanos que representa un espectáculo callejero con trompeta, cabra alpinista y dos niños acróbatas. Una veintena de transeúntes y de amas de casa camino del mercado se ha detenido a presenciar la función, pero cuando la gitana madre compone profesionalmente la cara de lástima y se acerca a ellos con el pandero petitorio, los espectadores recuerdan súbitamente sus obligaciones y se dispersan en estampida.
—¡Loj hijoeputaj los payos! —maldice la gitana—, ¡mala puñalá lej den, y cómo se aprovechan del probe!
Diego Medina hurga en su bolsillo, extrae una moneda de dos reales, con su agujerito en el centro, y la deposita sobre el parche.
—¡Que Dioj te lo pague, marquéj, que te dé salú y muchoj millonej!
Otro señor, este elegantemente trajeado, con la insignia de la Falange en la solapa, deposita en el pandero un billete de veinte duros.
La gitana, incrédula, mira el flamante billete que le ha entregado el Chato Puertas. Tras un microsegundo de duda lo toma, lo examina al trasluz, comprueba que no es falso, lo dobla y se lo introduce en la acequia mustia del refajo pectoral.
—¡Ay, señorito, que Dioj se lo pague —dice con lágrimas en los ojos—, que su mujé y suj churumbelej se críen guapoj, que es usté un sol, que Dioj lo bendiga!
Intenta besarle la mano, pero él lo evita.
—¡Nada, buena mujer, pero no se lo gasten en vino, ¿eh?, que esos niños están redrojos!
Sin cesar en las bendiciones y los encomios, los gitanos recogen la escalerilla de mano por la que trepa la cabra y se ausentan a toda prisa, no sea que el benefactor se arrepienta de su largueza.
Diego Medina comenta el lance con el pródigo desconocido.
—¡A esos se les ha aparecido hoy Dios, camarada!
—De vez en cuando hay que ayudar al desgraciado —se justifica el Chato Puertas.
—Estos va a ser difícil que salgan de la miseria —comenta Diego—, pero por lo menos que se quiten de la calle un par de días, porque viéndolos nadie diría que España está a la cabeza del mundo en diseño de automóviles.
Diego Medina se ha desayunado hojeando Arriba, el periódico del Movimiento, que trae la gozosa noticia de la presentación del coche Pegaso en Nueva York.
—¿Sabe usted que la industria patria acaba de presentar en Nueva York el mejor coche del mundo? —le pregunta al rumboso.
—Lo sé, el Pegaso —responde el Chato Puertas con suficiencia—. Estoy en la lista de espera. Dentro de un par de meses me entregan uno[53].
Franco está muy satisfecho de la imagen ilusoria del desarrollo español que transmite el deportivo Pegaso en las exposiciones internacionales. Sin embargo, sus ilusiones están puestas en otra parte, en el negocio de los americanos. Asomado a la ventana de su despacho, mientras la noche desciende sobre el pinar, el Caudillo rememora el largo camino de obstáculos que ha recorrido desde que empezaron las negociaciones, hace ya casi un lustro. Como el alcalde de Bienvenido mister Marshall, como la lechera del cuento, el invicto Caudillo lleva años soñando despierto. Al principio había creído que los americanos necesitaban desesperadamente sus bases y estaban dispuestos a pagar lo que pidiera por ellas. Se avecinaba el momento en el que colmaría una de sus más secretas esperanzas: renovar el Ejército, dotarlo de armamento moderno, destructores, carros pesados, aviones a chorro, potente artillería, todo ese material que admiraba en las películas americanas. El armamento más moderno del mundo, el americano, en manos de los soldados más valientes, los españoles[54].
Recuerda el Caudillo cuando él y España se vistieron de gala para recibir con todos los honores al embajador norteamericano que reanudaba las relaciones después de cinco años sin representación diplomática. No era mala persona el embajador Stanton Griffis, un simpático directivo de la productora cinematográfica Paramount, amante de España y de su singularidad política («por fin llego a un país donde no hay comunismo»), pero dedicó más energía a profundizar en sus relaciones con la despampanante actriz y sexsymbol María Martín, que a las conversaciones de alto nivel necesarias para ultimar el acuerdo entre Estados Unidos y España. Al año escaso de su nombramiento lo relevaron y lo sustituyeron por un nuevo embajador[55]. Vuelta a empezar. Con estos avatares las conversaciones no progresaban y, mientras tanto, a España le urgía el acuerdo para mantenerse a flote.
1953. Firma del acuerdo entre España y Estados Unidos.
La lentitud negociadora tenía su explicación: los americanos sabían que Franco los necesitaba a ellos mucho más que ellos a Franco. Después de dos años de tiras y aflojas, le comunicaron que si no llegaban a un acuerdo antes del otoño de 1953, darían carpetazo al asunto.
El gallego se alarmó. Necesitaba urgentemente el apoyo diplomático y financiero de los americanos si quería mantener su Régimen. «Si no conseguimos lo que queremos, firma lo que nos pongan por delante —instruyó a Carrero Blanco, presidente de la comisión negociadora—. Necesitamos ese acuerdo»[56].
Los diplomáticos de carrera le advirtieron a Carrero Blanco que aquel tratado equivalía a una vergonzosa claudicación ante las exigencias americanas y que era lesivo para los intereses de España, pero el almirante lo firmó de todos modos[57].
España cedió su soberanía y asumió el peligro de un ataque nuclear soviético (al permitir la instalación de bases americanas en su territorio) a cambio de meras migajas. Incluso consintió que el personal americano (hasta doce mil militares con sus familiares) se considerara agregado a la Embajada de Estados Unidos, y, por lo tanto, protegido por inmunidad diplomática. Si un marinero americano borracho cometía un asesinato, la justicia española no podía procesarlo porque sólo estaba sometido al régimen penal y procesal americano[58].
«Franquito es un cuquito que va a lo suyito», había sentenciado una vez el general Sanjurjo, que lo conocía bien. Franco, una vez más, fue a lo suyo. No le importó negociar un tratado claramente contrario a los intereses de España con tal de consolidar su poder. Apadrinado por los americanos, los países del llamado mundo libre lo admitieron en su club (aunque con muchas reticencias de Francia e Inglaterra), y le perdonaron sus coqueteos con Hitler y Mussolini[59]. Pelillos a la mar.
La parte sustancial de los acuerdos entre España y Estados Unidos consistía en la cesión de terrenos y soberanía para que los americanos instalaran bases de utilización teóricamente conjunta[60].
Las bases militares implicaban, de forma automática, dos potenciales y gravísimos peligros para nuestro país. El primero, el de un accidente derivado de las armas nucleares que los norteamericanos transportaron e instalaron en España, como ocurrió, sin consecuencias demasiado graves, en Palomares (1966). El segundo peligro fue que, para la Unión Soviética, España se convirtió en un objetivo militar. En el caso de conflicto nuclear entre las dos superpotencias, como estuvo a punto de suceder, España habría recibido su cuota correspondiente de bombas atómicas. Aunque en los acuerdos se evitara, como es lógico, cualquier referencia al enemigo soviético, era evidente el destinatario de los acuerdos. El propio Nikita Jrushchov aludía, en 1963, al tremendo peligro en el que estaría España, en el caso de una guerra nuclear, por la presencia de bases norteamericanas[61].
Estados Unidos podía utilizar libremente sus bases en cualquier guerra con la única condición de comunicarlo al Gobierno español, pero si a España la atacaba un enemigo que no fuera comunista (por ejemplo, Marruecos), Estados Unidos no se comprometía a defenderla. Tampoco podría España utilizar ese material en una guerra africana (obviamente con Marruecos) y en cualquier caso, solo podría emplearlo con permiso de Estados Unidos[62].
Cae la noche sobre los montes de El Pardo. Francisco Franco se aparta de la ventana en la que ha permanecido largo rato meditando mientras la arboleda se sumía en las sombras. Se siente satisfecho. Su legendaria baraka, su suerte moruna, no lo abandona. Todos esos países que le hicieron el cerco diplomático e intentaron moverle la silla tendrán que rectificar y seguir el ejemplo de los americanos. Franco ha triunfado. «Ahora, por fin, hemos ganado la guerra», ha comentado esta tarde a sus ministros.
Él, el paladín contra el comunismo, llevaba razón, fue el primero que vio claro lo que el comunismo representaba.
¿Se creía Franco su propia propaganda y los sonrojantes panegíricos de sus aduladores? Tenemos motivos para pensar que sí, que acabó por creer que estaba investido del carisma y las dotes políticas que sus turiferarios le encomiaban. Sin embargo, en lo más hondo de su alma, le quedó el resquemor de que los americanos le hubieran impuesto unas condiciones abusivas:
Su rencor por no haberse salido con la suya en la época de las negociaciones se evidenciaría años después en este comentario privado: «La mejor aportación que nos han hecho los americanos es limpiarnos de curritas los bares y los cabarés de Madrid, según me refiere don Camilo [Alonso Vega], pues casi todas se casan con sargentos y soldados […]. Me produce cierto miedo que el mundo esté en manos de los norteamericanos. Son muy infantiles»[63].
Ignora el Caudillo, o prefiere ignorarlas, las repercusiones negativas de los acuerdos en otros sectores del putiferio nacional. En el Barrio Chino de Barcelona, una prestación sexual básica (cama, sucinto magreo, penetración, número razonable de metisacas, eyaculación y palangana) costaba al aficionado español quince pesetas. Desde los acuerdos con Estados Unidos, los continuos desembarcos de marineros de la Sexta Flota han propulsado el negocio y no se encuentra suripanta que baje su tarifa de las veinte o incluso veinticinco pesetas[64].
Más de un aficionado reniega de los acuerdos entre España y Estados Unidos.
—¿Estás loca? ¿Cinco duros?
—Te la cascas, que es más barato —replica la coima, esquivando la mano del usuario que ya le palpaba el género.
El Caudillo es un gran aficionado al cine, como casi todos los españoles de su tiempo[65]. Ve una media de tres películas por semana en la sala de proyecciones que se ha hecho instalar en el palacio de El Pardo. En sus preferencias es muy ecléctico, aunque le va especialmente el género bélico y las comedias románticas con actriz frondosa, tipo Sofía Loren o Juanita Reina. Es muy probable que, ya en el tramo final de las negociaciones con los americanos, viera Bienvenido mister Marshall, la película de Berlanga[66], y que hasta le resultara divertida sin captar, como tampoco captaron los romos censores de la oficina de don Tancredo, lo que el filme contiene de corrosivo y premonitorio. Hoy, con la perspectiva de la distancia, es fácil establecer un paralelismo entre Franco y el alcalde del imaginario pueblo castellano de Villar del Río, que se disfraza de andaluz para recibir a los americanos, los nuevos Reyes Magos que pasan de largo y frustran los sueños de los aldeanos[67].