CAPÍTULO 8

Centinela de Occidente

Anochece. Desde la ventana de su despacho, el Caudillo contempla los montes de El Pardo, los oscuros pinos recortados en el cielo violeta sobre el sotobosque verdigrís. Aspira satisfecho el aire puro del coto. Sobre su siempre abarrotada mesa de trabajo tiene ejemplares de los principales diarios del país. Todos destacan, en la primera página, la firma del Tratado de Amistad entre España y Estados Unidos de América.

Franco rememora satisfecho el largo camino recorrido hasta alcanzar los acuerdos.

Todo empezó cinco años atrás, cuando el presidente americano Harry S. Truman proclamó la guerra fría contra el imperialismo soviético que pretendía extender el comunismo por la faz de la Tierra [46]. Confrontados con la posibilidad de una guerra futura contra la Unión Soviética, los americanos desarrollaron el superbombardero B-47[47], capaz de alcanzar cualquier punto del territorio soviético.

El plan parecía bueno. Devastando los centros de producción de la Unión Soviética desde el aire evitarían sucumbir a su inmensidad, como les ocurrió a Hitler y a Napoleón. El inconveniente era que el plan requería disponer de bases aéreas cercanas a la Unión Soviética[48]. En Europa, por ejemplo.

Los «generales USA» estudiaron el mapa de Europa. Allí estaba España, plantada en la punta, dominando el estrecho de Gibraltar, la puerta del Mediterráneo. Un enclave geoestratégico estupendo para instalar unas cuantas bases de aviación y submarinos.

—Pero en España manda el generalito ese, Franco, que era amigo de Hitler y de Mussolini —observó un general—. Harry (el presidente Truman) no lo puede ver ni en pintura[49].

—Habrá que convencer al presidente para que transija —señaló el almirante Forrest P. Sherman—. El general Franco lleva años predicando su anticomunismo, ¿no? Si lo tratamos con respeto puede convertirse en un valioso aliado.

Sherman se entrevistó con el presidente Truman y le expuso los planes estratégicos.

Después de oírlo, Truman suspiró profundamente.

—Bien sabe Dios que no me gusta Franco ni me gustará nunca —declaró—, pero no permitiré que mis sentimientos personales interfieran en nuestros intereses militares[50].

En julio de 1951 una comisión militar americana, presidida por Sherman, visitó a Franco para proponerle el arrendamiento de bases militares en suelo español. Franco se mostró visiblemente satisfecho[51]. El Caudillo podía estar envanecido por la corte de aduladores que lo rodeaba, pero no era tonto. Habían transcurrido seis años desde que terminó la guerra mundial y mientras el resto de Europa se recuperaba rápidamente (gracias, pensaba él, a la ayuda americana), España seguía empobrecida, hambrienta y al borde de la quiebra. El almirante Sherman, vencedor de los japoneses en el Pacífico, y el general gallego, vencedor de los rojos en España, se entendieron sin dificultad, de marino a marino[52].

Al final de la entrevista, Sherman le preguntó a Franco:

—General, ¿cuándo podemos empezar las negociaciones?

—Inmediatamente —respondió el Caudillo sin ocultar su satisfacción.

Aquella noche, la lucecita de El Pardo se apagó más tarde que de costumbre. Hemos de imaginarnos a un Franco desvelado, exultante y charlatán, como se mostraba a veces, y a una doña Carmen orgullosa de su Paco. «Tendrán que compensarme por los desaires sufridos —pensaría Franco—. Nos haremos de rogar. ¡Que aflojen sus dólares!».

El cuento de la lechera.

Franco con uniforme de Falange

Franco con uniforme de Falange.

Realzado por una discreta tarima, Franco saluda desde el balcón de la plaza de Oriente.

Realzado por una discreta tarima, Franco saluda desde el balcón de la plaza de Oriente.