Comestibles González da mucho trabajo, pero permite a Teófilo y Visi vivir con desahogo y criar a su vástago con Pelargón, la papilla de los niños pudientes (los pobres crían a sus niños con papillas de harina tostada en la sartén).
Hace un año que se suprimieron las cartillas de racionamiento y acabó el estraperlo (mercado negro), con el consiguiente perjuicio para el comercio, especialmente para Teófilo, que todavía tenía que pagar cinco plazos de su tienda. Para mantener el nivel de ingresos tuvo que pluriemplearse, como hace mucha gente de la capital, especialmente funcionarios y militares, cuando el sueldo no les da para vivir. Teófilo es, además de industrial, corresponsal comarcal de la emisora provincial EAJ-61, y ha conseguido el nombramiento de agente local de seguros de la compañía El Ocaso. «Pague usted una módica peseta mensual y despreocúpese del entierro y la sepultura. El Ocaso lo hace por usted». Mucha gente humilde de los pueblos no tiene para comer, pero jamás se retrasa en las cuotas de El Ocaso, o «los muertos» como vulgarmente se conoce, especialmente por la gente mayor, que ya le ve las orejas al lobo.
En un año de ejercicio como agente, Teófilo ya cuenta con más de medio pueblo en su cartera de clientes.
—En el entierro se conoce la categoría de la familia —explica Teófilo al cliente indeciso—. Dependiendo de la cuota que usted se pueda permitir, existen tres categorías de entierro, con más o menos misas, más o menos boato, flores, candelabros y adorno. No es lo mismo una caja de muerto simple, de pino, con una mano de barniz barato, que un señor ataúd de roble, con ebanistería fina y adornos de latón sobredorado y un barniz charolado que luce como un espejo. Tampoco es lo mismo enterrarse con el cura y un monaguillo y pare usted de contar, que con tres curas y la banda de música de Villavieja detrás entonando el Requiescat de Mozart.
Teófilo acaba de desayunar en la cocina, como cada mañana, deja el plato en el fregadero de cemento y abre la tienda. Ya tiene a tres jornaleros esperando en la puerta.
—Se han pegado las sábanas, ¿eh? —le reprocha uno jovialmente.
Antes de salir al campo, los jornaleros se beben una copa de aguardiente seco, a veces dos, «pa matar el gusanillo», y compran un trozo de bacalao de tercera, dos naranjas y un botecillo de aceite. El bollo de pan ya lo traen de casa. En media hora desfila por la tienda más de una veintena de aceituneros camino del tajo, en algún olivar lejano. Cuando la clientela amaina, Teófilo dispone de casi una hora para ordenar el local y los géneros antes de que llegue la segunda hornada de clientes, la de las amas de casa y las criadas. Enciende la máquina de torrefactar cebada, y se calienta las manos heladas aplicándolas a la chapa calentita.
La cebada tostada y la achicoria de Cuéllar constituyen el café de los pobres, el sucedáneo del café, café de antes de la guerra que sólo contadas personas pueden permitirse.
Sobre una pequeña tarima, al resguardo del mostrador, se alinean blancos sacos de todo lo que se vende al peso en cartuchos de papel de periódico: alubias, garbanzos, algarrobas, lentejas, patatas, bellotas, higos secos, azúcar, fideos, y harina especial y normal.
—¿En qué se diferencian la normal de la especial? —pregunta un viajante de encurtidos poco experimentado en la gastronomía popular.
—La especial es la harina de toda la vida, de trigo molido; la normal se hace de almortas y cáscara de patata. Con esta hacen los pobres gachas y buñuelos de perejil y ajo.
Tiendas de ultramarinos. Sobre el mostrador, el surtidor del aceite a granel.
Teófilo, con visión comercial, se ha especializado en el género de más aceptación entre los pobres que, paradójicamente, vendido a granel y a poquitos, es lo que más ganancias deja. En su establecimiento no falta una orza de miel de caña, que los pobres usan para endulzar en lugar de azúcar, y un barril de arenques dispuestos en círculo. Apestan un poco, pero se venden bien.
Al filo de las nueve, la campanilla de la puerta señala la diaria visita de Territorio, un anciano mendigo que vive de la caridad y de vender las ranas que caza en el arroyo Salado. A Territorio le encanta el olor de la tienda, mezcla de cuero, encurtidos y especias.
—¡Huele a cosas de comer, don Teófilo! —exclama—. ¡No sabe usted la suerte que tiene de pasarse aquí todo el día!
—¡Anda, anda, toma esto y piérdete de mi vista, que me desacreditas el negocio! —le riñe Teófilo, al tiempo que le entrega un cucurucho con desperdicios comestibles, raspas de arenque, aletas y colas de bacalao y puntas de salchichón en las que apenas hay algo más que la cuerda y el marchamo de hojalata.
Lata de Pelargón, alimento de los bebés de la clase privilegiada.
Con todo eso, un hueso ya cocido que le den en la fonda, y los desperdicios de verduras del mercado (hojas de lechuga secas, tronchos de berzas, patatas medio podridas que él sanea con su navajilla), se prepara Territorio un perol que le sirve de desayuno, almuerzo y cena.
—Don Teófilo, cuando jubile esas zapatillas no las vaya usted a tirar —le recuerda desde la puerta—. Me las guarda, que yo las apuro.
—Descuida, Territorio, y ahora vete, que me espantas la clientela.
—A mandar.
Se va el mendigo y Teófilo recorre su tienda con una mirada satisfecha. El local no es demasiado espacioso, pero está bien surtido. Orden, limpieza y una caja registradora bien engrasada, como decía don Senén, su jefe de Ultramarinos El Brasil, del que aprendió el negocio.
Teófilo ha reproducido fielmente la tienda de don Senén, a excepción de la caja registradora, que sustituye por un cajón dividido en compartimientos para los distintos billetes y monedas. Don Senén había enmarcado, en lugar preferente, donde todo el mundo lo viera, un cartel que representaba a un tendero arruinado y comido de deudas, delgado, tísico, vestido con un traje raído y harapiento, los forros de los bolsillos vueltos hacia fuera, impecune, con el letrero: «Yo vendí a crédito». Y al lado, otro tendero gordo y lustroso, traje impecable, perla de alfiler en la corbata, rodeado de signos de prosperidad, escritorio, alfombras, cortinas de cretona, y un humeante veguero en la mano, que declaraba: «Yo vendo al contado».
—El consejo es bueno para las capitales, pero no para los pueblos —observa Teófilo a los viajantes—. En estos pueblos tienes que vender de fiado durante nueve meses del año con la esperanza de cobrar los atrasos en los tres restantes, cuando las familias, niños incluidos, se emplean en la recogida estacional de la aceituna.
—Pero pondrás el género más caro que en las tiendas donde no les fían.
—¡Hombre, me dirás! En alguna parte tiene que estar la ganancia.