Es diciembre. Es Nochebuena, y a pesar de los braseros eléctricos que intentan caldear el ambiente, hace un frío que pela en las dependencias subterráneas de la Dirección General de Seguridad, Puerta del Sol, Madrid, especialmente si te han dejado en calzoncillos. De esta guisa, sin otro atuendo que los calcetines cogidos con ligas a media pierna, las manos cruzadas sobre la zona púbica, el ciudadano suizo Georges Laurent Rivara no parece gran cosa. A pesar del frío decembrino y de las corrientes racheadas que se cuelan por los intersticios de las ventanas que dan a la Puerta del Sol, el detenido suda copiosamente. Está aterrado.
—Es un blandengue —informa el policía a su superior que acaba de entrar—. Con un par de hostias se ha venido abajo y ha comenzado a lloriquear. Dice que es suizo.
Sobre la mesa del comisario está la agenda del detenido en la que figuran, cifrados, una serie de nombres.
—¿A qué te suena esto? —le pregunta el comisario a su ayudante.
—Don Manuel, me suena a que, con un poco de suerte, tenemos aquí encerrada la nómina de los comunistas dentro del país.
—Esa pinta tiene —corrobora el comisario, satisfecho—. Ahora falta que cante.
Hábilmente interrogado por el comisario López Muelas, el suizo canta de plano y asevera ser agente bancario de la Société de Banque Suisse (SBS).
Por la tarde, tras otra sesión de interrogatorios y unas cuantas llamadas telefónicas a distintos ministerios, se demuestra que el suizo dice la verdad y que, una vez descifrados los nombres sospechosos de su agenda, resulta que entre ellos figuran los de muchos prohombres del Régimen: generales, diplomáticos, industriales, procuradores en Cortes, familiares de El Pardo[415].
—¡Una patata caliente, don Manuel! —diagnostica el policía ayudante.
El comisario jefe, en vista del cariz que toman los acontecimientos, o sea, que su carrera se va al carajo, releva a sus hombres del caso y lo dirige personalmente. Llama a un amigo del ministro y se lo explica.
—¡Menuda papeleta! ¡Estás jodido! —le dice el otro.
—¿Y qué hacemos? —pregunta el comisario.
—Por lo pronto, ofrecerle disculpas y toda clase de satisfacciones a ese hombre —ordena el ministro—. Lo llevas a su hotel y si te pide que le pongas el culo, se lo pones.
Desde la ventana de su hotel, el ciudadano suizo Rivara, todavía no repuesto del susto y de las emociones del día, contempla al dios Neptuno con su tridente y su carro. En su cuadratura mental suiza no termina de asimilar lo ocurrido. Primero lo maltratan y después el comisario que hacía de policía malo casi se le echa a llorar, saca la cartera y le enseña la foto de la familia (una mujer más bien gorda y cinco niños preciosos, todos morenos), le hace llevar el equipaje al hotel, lo invita a cenar al mejor restaurante de Madrid y, luego de beberse dos copas de coñac Napoleón gran reserva, bajo la promesa de mostrarle Madrid la nuit lo conduce al local de la Uruguaya, donde ha echado una cana al aire con una hermosa muchacha casi virgen que se parece a la reina de Inglaterra[416], todo gratis, tras de lo cual lo ha acompañado al hotel y lo ha abrazado en el vestíbulo, amigos de toda la vida, esta es mi tarjeta, cualquier tropiezo que tengas en España no tienes más que llamarme que al que sea se le va a caer el pelo, adiós, hermano.
El ciudadano suizo Rivara vuelve a mirar la fuente de Neptuno. ¡Qué hermosura! El caso es que el país parece civilizado. Lo que ve desde aquí podría ser París o Londres o la propia Ginebra. Ve pasar autobuses, tranvías y taxis, mira alegres grupos familiares con gruesos abrigos de paño y bufandas hasta los ojos que se afanan en las últimas compras navideñas. Mira la iluminación municipal, angelitos, carritos tirados por trineos, abetos de colores…
Comienza a llover. En la calle se abren algunos paraguas como flores negras de trapo, de funeral. Parece un país amable, de gente alegre, un poco pícara, un poco sucia, un poco marrullera, un poco cerrada, un poco retrógrada, átona, beata, cabileña, patética, elemental quizá, pero en el fondo caballeresca, generosa, hospitalaria y de buen corazón.
—Natural que se lleven el dinero a Suiza —concluye el helvético su razonamiento.
En España empieza a amanecer.
El señor obispo visita un pueblo de Navarra para administrar el sacramento de la Confirmación.