Pepe, el barbero, propone un acertijo:
—A ver si sabéis por qué han propuesto al Caudillo para el Premio Nobel de Física.
Se detiene con la navaja barbera en alto mientras espera la respuesta que nadie sabrá darle.
—¡Anda, dilo ya, que se me seca el jabón! —le urge Leyva a medio afeitar.
—Pues porque ha conseguido demostrar la inmovilidad del Movimiento —informa el barbero.
No le falta razón al que ideó el chiste. Las Cortes, en sesión plenaria, han aprobado por aclamación los Principios Fundamentales del Movimiento[402]. En lo sucesivo, todo cargo público deberá jurar lealtad a estos principios.
Unos días después, en un palacio romano, monseñor Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, del que forma parte medio Gobierno, desenrosca su estilográfica de nácar con plumín de oro para escribirle una carta al Caudillo. Lo hace en su gabinete escuetamente amueblado con una estantería rococó veneciana, sobre una desnuda mesa de caoba presidida por un crucifijo barroco: sobriedad y munificencia.
Al Excmo. Sr. don Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado Español.
Excelencia,
No quiero dejar de unir a las muchas felicitaciones que habría recibido, con motivo de la promulgación de los Principios Fundamentales, la mía personal más sincera.
La obligada ausencia de la patria, en servicio de Dios y de las almas, lejos de debilitar mi amor a España ha venido, si cabe, a acrecentarlo. Con la perspectiva que se adquiere en esta Roma eterna he podido ver mejor que nunca la hermosura de esa hija predilecta de la Iglesia que es mi patria, de la que el Señor se ha servido en tantas ocasiones como instrumento para la defensa y propagación de la santa fe católica en el mundo.
Aunque apartado de toda actividad política, no he podido por menos de alegrarme, como sacerdote y como español, de que la voz autorizada del jefe del Estado proclame que «la nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación». En la fidelidad a la tradición católica de nuestro pueblo se encontrará siempre, junto con la bendición divina para las personas constituidas en autoridad, la mejor garantía de acierto en los actos de gobierno, y en la seguridad de una justa y duradera paz en el seno de la comunidad nacional.
Pido a Dios Nuestro Señor que colme a vuestra excelencia de toda suerte de venturas y le depare gracia abundante en el desempeño de la alta misión que tiene confiada.
Reciba, excelencia, el testimonio de mi consideración personal más distinguida con la seguridad de mis oraciones para toda su familia.
De vuestra excelencia afino, in Domino,
JOSEMARIA ESCRIVÁ DE BALAGUER
Roma, 23 de mayo de 1958[403].
Monseñor Escrivá está contento y, si juzgamos por los comentarios de la prensa, radio y televisión de la patria, todos los españoles están contentos y aplauden fervorosos el gran avance institucional que representan las leyes aprobadas en las Cortes.
El habitual entusiasmo de los medios cala poco en la población. La verdad es que en España nadie está contento, no por las Leyes Fundamentales, que el despolitizado ciudadano ha recibido con general despreocupación, como se recibe cuanto las Cortes emanan, sino por la íntima insatisfacción que caracteriza a ese ser congénitamente cabreado que es el español. Los de provincias, porque no soportan el aburrimiento de sus levíticas ciudades y el asfixiante control social al que ellos mismos contribuyen; los de los pueblos, porque quieren tener un grifo en la cocina; los de las grandes ciudades, porque se han visto obligados a buscarse dos trabajos para sobrevivir; Pedrito el Piojo, porque está baldado de la espalda después de una semana vendiendo aceite a domicilio[404]; su compadre el Burro Mojao, porque le han caído seis meses de talego en Carabanchel[405]; el padre Fornell, S. J., porque lo ha deprimido la marcha de un monaguillo al que profesaba singular afecto. El niño se le despidió en la sacristía, tras la misa de doce:
—Trasladan a mi padre a Baracaldo, don José María. Ya no lo veré más —dijo, antes de echarse a llorar en sus brazos.
La Uruguaya tampoco está contenta. En menos de un mes se le han casado dos pupilas de las más aparentes, la Reina de Inglaterra y la Rompecatres, con sendos sargentos negros de la base de Torrejón.
—¡¿Qué pasa, que no hay negras en América, para que vengan aquí a levantarnos a las mujeres?! Si sigue la racha, los cabrones americanos me van a hundir el negocio —se le queja al Chato Puertas, mientras saborean fuera de horas, como amigos, una copita de Calisay—. Estoy pensando no permitir la entrada de negros en el local. ¿A ti qué te parece, Fonso?
—Me parece mal, Mabel. Lo que tienes que hacer es no consentir que repitan con la misma. Como los negros son tan elementales enseguida le toman cariño.
La Uruguaya conviene en que quizá sea una solución, pero también señala que las peores son ellas, que sólo piensan en dejar el oficio y casarse, aunque sea con un bantú, que ya hay que tener estómago.
—Además de que hay mucha competencia desleal, mucha casada que se echa queridos, en pensiones y casas de viudas. Hay mucho vicio, Fonso —reflexiona la Uruguaya—. Las mujeres se están acostumbrando a ponerles los cuernos a los maridos. No tenían que consentir tanto turismo, que nos está echando a perder el país.
Otro descontento es Diego Medina. A propuesta de don Tancredo ha ascendido a jefe de Negociado en la Junta de Censura, pero las arbitrariedades que debe permitir cada día le causan una íntima insatisfacción.
—Esto no es para mí —le confía a su amigo Rivas.
—Eso mismo dice el verdugo —replica Rivas—, pero sigue apretando gaznates. ¿Tú crees que todos estamos contentos con lo que hacemos? ¿Tú crees que al Caudillo le gusta estar todo el día hasta la madrugada leyendo memoriales, revisando cuentas, recibiendo comisiones, visitando obras, inaugurando pantanos[406]?
—¡La vida provinciana, las ciudades de cuerpo presente! —se queja Diego Medina.
El censor es víctima de su oficio. Está contaminado por las revistas extranjeras que pasan por sus manos. Es muy difícil manejar material subversivo sin resultar afectado, ya se lo advirtió don Tancredo: somos la roca que detiene el oleaje. Si la fe en el Caudillo y la Falange flaquean, es mejor dejarlo[407].
Don Fermín Siles es de la misma opinión:
—¡Pobre España! —le confía a su mujer cuando ella le pregunta, en la cama, por qué anda tan taciturno.
—Pues a los extranjeros no les parece eso —opina ella mientras hojea la revista Semana—. Bien animados que se les ve cuando vienen a Madrid.
—Porque nos ven como el que va al circo, mujer. Porque somos raros y los divertimos. Los de arriba porque los invitamos a monterías, no los dejamos pagar en el Chicote y los llevamos de jarana al tablao El Duende, a ver a las Mejoranas cantando por bulerías. Y los de abajo, porque nos tiran una peseta y les ponemos el culo y porque invitan a una desgraciada a un bocadillo de calamares en el Arco de Cuchilleros y se les despatarra.
Lleva razón don Fermín. Algunos extranjeros más equipados intelectualmente perciben a España de modo distinto, más allá de la baratura de la vida y de la falsa alegría con la que se disimulan carencias. Mario Vargas Llosa, joven estudiante peruano, llega a Madrid:
Me sorprendió descubrir que en la remotísima Lima, de donde venía, había una información cultural más actual y veraz que en España, donde la férrea censura y el dirigismo estatal en todo lo referente al pensamiento —la imposición del nacionalcatolicismo como única doctrina tolerable— mantenían al país en el limbo y habían esterilizado su vida intelectual y artística hasta extremos penosos. Mediocridades irredentas, poetastros y prosistas logomáquicos, cuyo único mérito era su fidelidad o su servilismo con el Régimen, se veían aupados a la condición de filósofos o creadores superlativos por la cultura oficial, en tanto que casi nada renovador o discordante con la ortodoxia católica y el régimen político imperante (un fascismo que se adaptaba a los nuevos tiempos enmascarándose de atlantismo y occidentalismo anticomunista) conseguía filtrarse por la trama sutil e implacable con que un ejército de censores defendía a España de la contaminación masónica, marxista, laicista y liberal[408].
Todo eso es cierto, pero también es cierto que, a pesar de todo, España, refugiada bajo el ala de los americanos en tiempos de guerra fría, comienza a ser aceptada en instituciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM)[409]. Los eclécticos americanos han decidido que Franco es un mal menor y sus colegas europeos terminan por aceptar esa manera realista de encarar el problema. Por lo demás, el país va progresando gracias a las mejoras administrativas de los tecnócratas. La sociedad y la economía evolucionan rápidamente para mitigar el desfase respecto a Europa: se abren supermercados, el no va más para las amas de casa pudientes que se citan en ellos con las amigas para transformar la tediosa compra de abastos en una divertida experiencia. La modernidad irrumpe también en los escaparates de Zaragoza, donde aparecen las primeras fregonas con cabo de palo (lavasuelos)[410]. En los estancos aparecen los primeros cigarrillos con filtro; en las confiterías, los primeros Chupa Chups con palito[411]; en las ventanas de las mansiones y oficinas de lujo, las primeras persianas Gradulux («la auténtica persiana americana que gradúa la luz»).
Anuncio de 1956.