Un taco más del calendario y a Lita no le sale novio. Ya la duquesa de Pradoancho, su señora madre, ha dejado de dar fiestas de juventud a ver si le buscaba un buen partido: los jóvenes invitados le vaciaban la despensa y la bodega y después, desagradecidos, se casaban con las amigas de Lita.
—Esta se queda para vestir santos —le confió una tarde a su amigo y confidente el capellán castrense con grado de coronel don Torcuato Banqueri Bonza.
—El estado célibe no es ninguna desgracia, duquesa. Piense usted que también nuestra familia real tiene dos hijas por casar, a pesar de su inigualable linaje.
A Lita, además de feúcha, no le interesan los hombres. Ella está enamorada de Ataúlfo Argenta, el director de la Orquesta Nacional. Argenta es un cuarentón moreno, delgado, alto, algo desgarbado (acipresado, lo llama un cronista esteta). Una vez dirigió al palco que ocupaba Lita la mirada penetrante, casi febril, de aquellos ojos oscuros y Lita sintió un vacío en el estómago, un desmayo, una íntima zozobra, una calorada que le nacía tras el ombligo y se le extendía por el bajo vientre hasta sus muslos ardorosos y ajamonados. Lita desde entonces no pudo pensar en otro hombre. Cuando regresaba de la oficina del Chato Puertas se encerraba en su habitación a escuchar música dirigida por su amado y se extasiaba en ella mientras contemplaba, en la portada del disco, los rasgos atractivos del artista y su espesa mata de pelo pegada con fijador.
—Ha muerto Ataúlfo Argenta —anuncia Ramón Leyva al llegar a la barbería—. Lo acaba de decir la radio.
—¿Y ese, quién es? —pregunta Pepe Ayllón.
—¿No sabes quién es el gran Ataúlfo? ¿Y tú te llamas español?
—¿No era un rey godo? —interviene el barbero.
Leyva levanta los brazos en un gesto de hastío.
—Desde luego no sé cómo me las apaño para echarme unos amigos tan incultos. Ataúlfo Argenta es el mejor director de orquesta del mundo y es español. Es una pérdida muy grande para la patria.
—Pues sí que vamos bien —comenta Pepe, el barbero, chascando las tijeras—. Primero se retira la Piquer y ahora esto. Menos mal que el Caudillo no canta.
—Ya empezamos… —rezonga don Práxedes, con la barba llena de espuma.
Don Práxedes tiene dos razones poderosas para ser de derechas: es notario y los rojos le quemaron el despacho en 1936 con una gaveta secreta donde guardaba fotografías sicalípticas francesas.
—En efecto. No respetaron nada.
Días después, el semanario Siete Fechas explicará a los melómanos españoles las circunstancias de la muerte del ilustre músico. Por la mañana despidió a su esposa, Juanita Pallarés Guisasola y a su hija Ana María que volaban a Ginebra, donde iban a operar la columna vertebral de la muchacha. Aquella misma tarde, el maestro recibió a un reportero en su domicilio, avenida Alfonso XII, número 22, y terminada la entrevista, hacia las ocho de la tarde, ya anochecido, se trasladó en su automóvil a su finca de la localidad de Los Molinos, en la sierra de Guadarrama. Al día siguiente, martes 21 de enero, a las once de la mañana, un albañil de la cuadrilla que construía una piscina junto al chalet descubrió el cadáver del músico dentro de su coche, en el garaje. Aquella tarde, la Orquesta Nacional aguardaba al maestro Argenta para comenzar el ensayo de Renana de Schumann cuando un ujier les dio la noticia:
—No esperen al maestro —sollozó—. Argenta ha muerto.
La explicación oficial es que Argenta fue al chalet de la sierra para recoger una partitura y una vez allí conectó la calefacción (la casa estaba helada) y aguardó dentro del coche, con el motor encendido, a que el inmueble se caldeara, imprudencia que determinó su intoxicación por inhalación del monóxido de carbono.
Por los mentideros de Madrid se rumorea que el maestro falleció en los brazos de una mujer. Según las diferentes versiones, una prostituta de lujo, la enfermera de su hija, o la pianista francesa Fabienne Jacquinot[394].
Los españoles amantes de la música más popular también lamentan la retirada de Concha Piquer[395], la más renombrada intérprete de la canción española. Durante una actuación en el teatro Victoria de la localidad onubense de Isla Cristina, se le escapa un gallo cuando interpretaba la copla «Mañana sale». La diva termina su actuación y tras los entusiastas aplausos de sus admiradores anuncia:
—Es la última vez que canta en público Concha Piquer.
—No sé yo qué se ha sentido más, si lo de Argenta o lo de la Piquer —dice un contertulio en el Lyon d’Or.
—¡Las dos Españas! —comenta Diego Medina, al que las barbaridades que observa desde su privilegiada atalaya de la Junta de Censura han relativizado sus opiniones políticas y le han ablandado las culturales. Hace poco mantuvo una discusión con su compañero Lupiáñez, que insistía en censurar la canción El cordón de mi corpiño y sólo cedió en su propósito cuando don Tancredo le recordó que su cantante, Antoñita Moreno, es una de las preferidas de Franco. También, para compensar y evitar que el defensor de la cantante se fuera de vacío, le recordó que un censor que no censura anda cerca de perder el trabajo.
—Además, ya ves que ahora tenemos quien supervise nuestra labor directamente desde lo más alto —añade en voz respetuosamente baja mientras indica con el pulgar un punto inconcreto de las alturas.
Lo más alto significa el palacio de El Pardo. El Caudillo y su esposa ven cada noche la emisión completa de Televisión Española, como cualquier otra familia que disponga de receptor.
Dama posando con sus prestigiosos muebles de formica.
Cuando doña Carmen observa algo censurable telefonea a los estudios y ordena que lo supriman. En el estudio hay varios chales y mantones de Manila de distintos colores con los que el realizador se apresura a tapar los escotes excesivos.
Como Diego Medina, Franco tampoco está satisfecho de la marcha de los asuntos patrios. Los desórdenes se siguen produciendo a pesar de las medidas tomadas para cortar por lo sano[396]: del lado de los rojos, huelgas obreras; del lado nacional, protestas universitarias. Lo de los obreros casi se entiende, envenenados como están por las ideas disolventes que propagan la emisora Pirenaica, los masones y los agentes a sueldo de Moscú, pero lo de los estudiantes no se entiende: esos señoritos privilegiados del Régimen, que no saben lo que es una guerra y se han criado en la abundancia[397].
El Chato Puertas, uno de los que, a puro huevo, ha pasado de la casta de los pobres a la de los privilegiados, es de la misma opinión del Caudillo.
—¿Tú sabes que, por el camino que vamos, los obreros se nos van a subir en la joroba como si esto fuera una república? —le espeta a su compadre Lañador.
—¿Lo dices por la ley esa de Convenios Colectivos Sindicales?[398]
—No, hombre. Eso es un paripé del Gobierno pa sujetar a los desgraciados. Lo digo por esas células comunistas… ¿cómo es? Comisiones Obreras. Creo que las amparan los curas.
—En todas partes cuecen habas.
—¿Has visto el periódico? —insiste Nemesio—. Han matado al rey Faisal de Iraq, el que vino a Madrid, ¿te acuerdas?[399]
El Chato se encoge de hombros.
—Para eso estoy yo, para preocuparme por un moro menos —declara el Chato—. ¿Sabes lo que te digo? Muchas veces me pongo a pensar y no sé si me habré equivocado en la vida. Un carterista del metro o la cerillera del Pasapoga viven mejor que yo.
—¡Te puedes quejar: eres millonario! —le reprocha Nemesio.
—Ni tiempo tengo para echar un rato con la Nuria, con lo buena que está —se queja el Chato—. ¡Fíjate tú que contradiós! Tener yo a esa hembra a dos velas, con lo que yo he sido…
La Nuria es su amante reciente, rubia de bote, risueña y regordeta. Le ha puesto un piso y una tienda de botones y pasamanería. Como es catalana, le hace ilusión trabajar.
—Pues yo, a mi Sara, un kiki todas las tardes —se ufana Nicasio de su querida.
—Tú es que te lo has montado mejor y tienes sujeta a tu mujer —reconoce el Chato—. Yo lo peor que he hecho ha sido consentirle a la mía tantos caprichos. Desde que le puse todo el suelo de sintasol, la cocina de fornica y las paredes de faselín[400] todos los días invita a gente a cenar para lucir la casa y no me deja tiempo para atender a la Nuri. Y todo para montarle a las visitas el numerito de tirar por descuido la salsa de tomate y que vean como el sintasol se limpia pasando el fregón[401].
Al Chato Puertas le va el matrimonio nada más que regular. A veces se le va la mano y le da un par de bofetones a la mujer, pero normalmente se contenta con recordarle de dónde viene.
—Te tengo como a una señora y encima te quejas. Haciendo camas tenías que estar y fregando suelos y retretes en la pensión de tu madre.
Anuncio, 1957.