Mientras en los pueblos de la España alegre y confiada la gente escudriña el cielo nocturno a ver si ven cruzar la lucecita del Sputnik, el satélite artificial que han lanzado los rusos con la perra Laika dentro[362], en las tierras del sur se apareja la desgracia de un puñado de soldados de reemplazo que cuentan los días cortando centímetros de una cinta métrica de sastre.
Los días que faltan para licenciarse y regresar a casa.
Sidi Ifni, 22 de noviembre de 1957. Un soldado moro que tiene un primo en la insurgencia (como se dice ahora) le confirma a su capitán que los rebeldes atacarán masivamente Sidi Ifni a las seis de la mañana del día siguiente. Al parecer pretenden tomar Sidi Ifni por sorpresa y acabar con el dominio español[363]. El mando español pone las tropas en alerta, refuerza las posiciones y aguarda.
Poco antes de amanecer, un soldado irrumpe en el despacho del comandante Gastón Martín Trapero, se cuadra reglamentariamente e informa:
—¡Sin novedad, mi comandante: han matado al centinela!
La población de Sidi Ifni se despierta angustiada. En las afueras suenan tiros y estampidos de granadas de mano.
—¡Los moros, atacan los moros!
Moros como los que el Caudillo integra en su vistosa Guardia Mora; moros a los que Franco llama en sus discursos «nuestros hermanos los árabes».
Los moros fracasan en su intento de tomar el arsenal y el aeródromo. Después de varias horas de tiroteo se retiran dejando varios cadáveres en el campo. Por la parte española se cuentan dos muertos y varios heridos.
A lo largo de la mañana llegan noticias de que otras bandas han atacado, a la misma hora temprana, los puestos de vigilancia del desierto. Tabelcut, Bifuma, Hameiduch y Tamucha[364] han caído en poder de los insurrectos. El Zoco Arba de Mesti, Telata de Isbuía, Tiliuin, Temin de Amel-lu y otras pocas posiciones resisten, aunque aisladas y en precarias condiciones[365].
—A sus órdenes, mi general, los cabrones de los moros nos han cortado las líneas telefónicas —informa el comandante.
Por Sidi Ifni circulan alarmantes noticias de la brutalidad de la morisma: en Tiugsa han asesinado a un tendero español y le han vaciado los ojos. Algunos recuerdan las bárbaras costumbres africanas que presenciaron en la guerra civil: mujeres violadas en cuadrilla, cadáveres castrados, con los órganos sexuales embutidos en la boca, dientes de oro arrancados en vivo a los prisioneros con unos alicates, dedos amputados cuando un anillo se resiste a salir…
Paisaje después de la batalla. El Aaiún, 1958.
La foto es un posado.
Soldados en la guerra de Ifni.
En España, el Negociado de don Tancredo recibe urgentes instrucciones que puntualmente se anotan en el Libro verde: estricta censura de cuanto tenga que ver con los sucesos de Ifni. Los periódicos no dicen nada; las emisoras, tampoco; pero radio macuto funciona a todo trapo en cuarteles y arsenales y enseguida se empieza a comentar en cafeterías, barberías y mentideros que algo grave está ocurriendo en África.
Los sargentos y cabos de la Brigada Paracaidista de Alcalá de Henares recorren los bares y cines de la localidad recogiendo paracas.
—¡Al cuartel, que os van a dar una sorpresa!
—¿Qué pasa, mi sargento?
—No pasa nada, termínate ese vino y al cuartel.
Los forman en el patio, les pasan lista, les entregan los equipos y los trasladan en camiones al aeródromo de Getafe, donde aguardan los aviones que los trasladarán a Ifni[366]. Seis batallones de élite (paracaidistas y legionarios) se trasladan a la colonia atacada.
25 de noviembre de 1957. De Sidi Ifni salen tropas para liberar o por lo menos reforzar los puestos sitiados por los moros. La aldea de Tiliuin, defendida por una guarnición de sesenta soldados, entre españoles e indígenas, recibe setenta y cinco paracaidistas lanzados desde cinco Junker Ju-52 mientras otros cinco Heinkel He-111 hostigan al enemigo con fuego de ametralladora y con bombas de cincuenta kilos de las que unas estallan y otras no, como los pimientos del Padrón[367].
Una columna de sesenta y seis hombres enviada por tierra a la aldea de Telata de Isbuía, un estratégico cruce de caminos entre montañas, tiene peor suerte: interceptada por los moros se defiende sobre un cerrete durante seis días, sin comida ni agua, bebiéndose los propios orines y chupando pulpas de cactus, hasta que una segunda columna la libera[368].
El mando español, que no se esperaba un ataque con elementos tan numerosos y bien armados («incluso disponen de ametralladoras y morteros los muy cabrones») adopta la consuetudinaria táctica de las guerras de África: congrega en Sidi Ifni a la población dispersa y dinamita los puestos abandonados. Los moros se adueñan del terreno y hostigan con guerrillas: «Desaparecían antes de que los viéramos —cuenta el teniente Fernando Moreno Pardo—. No sabíamos de dónde venían los tiros. Los oíamos, íbamos hacia ese lugar y encontrábamos unos casquillos, nada más, el desierto del desierto».
¿De dónde han salido tantos moros tan bien armados? ¿Quién los dirige?
Los moros son más de cinco mil voluntarios muyahidines[369] y están encuadrados en un autotitulado Ejército de Liberación Marroquí, secretamente respaldado por el propio rey Mohamed V y por el partido nacionalista Istiqlal. Esta agrupación patriótica aspira a construir un Gran Marruecos sobre los territorios que un día pertenecieron a los imperios bereberes del pasado (almorávides, almohades, benimerines…). Los mapas del Gran Marruecos abarcan desde el Mediterráneo al Senegal, colonias españolas y francesas incluidas[370]. El jefe máximo de los guerrilleros es un antiguo mercenario de la Legión Extranjera francesa, un tal Ben Hamú, que ha instalado su cuartel general en la localidad de Gulimin, cerca de la frontera de Ifni. Allí se ha trasladado para supervisar las operaciones el príncipe Muley Hasan[371]. Parece que entre los subalternos de Ben Hamú se cuentan algunos oficiales del nuevo Ejército marroquí instruidos en la Academia de Zaragoza. El ejército guerrillero está equipado, en parte, con las armas y municiones que Franco facilitó a Mohamed V en el marco de la «tradicional amistad entre España y los países árabes»[372].
La pastueña prensa española, obediente de las consignas gubernativas, retrasa la publicación de la noticia del conflicto durante un mes y la rebaja a un mero «hostigamiento de nuestras fuerzas por bandas armadas» incontroladas. Paralelamente publica crónicas de enviados especiales que describen a los moros prisioneros como maleantes de aspecto patibulario y escasa capacidad mental.
En la barbería El Siglo, Leyva participa a sus contertulios sus proyectos de futuro: va a tunear su Biscúter añadiéndole puertas y ventanas de plexiglás que se adquieren aparte[373].
—Por mucho que adornes la albarda, la burra no se hace alazán —sentencia Pepe, el barbero.
—¡Tú, tan aguafiestas como siempre! —se queja Leyva—. ¡Anda que con gente como tú vamos a levantar la patria!
—Ya veremos por dónde nos sale la patria —interviene Ayllón—. ¿Habéis visto el periódico? Anda, mirad.
Ayllón tiende el periódico doblado por la noticia: «En el día de ayer continuaron con gran éxito las operaciones de nuestras tropas para limpiar de rebeldes el territorio de Ifni. Nuestras fuerzas no sufrieron bajas»[374].
—Bueno. Esto está bien —comenta Leyva—. Le estamos dando pal pelo a los morapios.
—No sé, no sé —expresa Ayllón sus dudas—. Yo ya no me fío de los periódicos. Acordaos que también nos decían que los alemanes tenían la guerra ganada y mira lo que pasó.
Pepe, el barbero, cuenta el último chiste a propósito de la serie de nuevas monedas recientemente aparecidas, algunas de las cuales se confunden con monedas extranjeras de valor inferior.
—¿Sabéis cómo hacen los ciegos que venden lotería para distinguir las monedas españolas? Es muy fácil, al tacto: las de Franco tienen una cara muy dura con muchos bordes alrededor.
Lo de Ifni no es de chiste. Estados Unidos no disimula que está de parte de los moros. Incluso es posible que les preste apoyo encubierto[375].
Para los norteamericanos, Marruecos es una joven nación recién liberada que legítimamente aspira a expulsar a los colonialistas europeos de su territorio[376]. Lo que ellos hicieron en su momento con los colonialistas ingleses.
Algunos autores achacan el descalabro español en Ifni al hecho de que el Ejército no pudiera usar su armamento americano y tuviera que apañarse con los viejos Messerschmitt Me-109, Junker Ju-52 y Heinkel-111 de la guerra civil[377]. Es, quizá, una visión excesivamente piadosa. Desde entonces se han conocido otras carencias e imprevisiones achacables al mando, pero se ha preferido echar tierra al asunto y no removerlo, porque las responsabilidades salpicaban a lo más alto. La verdad es que las fuerzas españolas estaban compuestas mayormente por soldados de reemplazo mal instruidos y peor entrenados, lo que resulta sorprendente tratándose de un país regido por militares. Los uniformes se caían a pedazos[378], las alpargatas de esparto que calzaban muchos soldados se deshacían después de unas horas de marcha por el pedregoso desierto, los escasos vehículos eran «vieja chatarra cuidadosamente remendada»[379]. «En el aeródromo de Sidi Ifni existían todas las marcas posibles de whisky, pero faltaban elementos de guía a la navegación», señala un testigo[380]. La fracasada primera expedición de auxilio al fuerte de Telataiba equipada con tres camiones tan valetudinarios que no pudieron rodar a campo través cuando encontraron la carretera barreada por el enemigo; además, los intercomunicadores no funcionaban, el único mortero Valero que llevaban los expedicionarios se averió al primer disparo y el obsoleto transmisor Marconi no transmitía. Los aviadores agotaron pronto las escasas bombas disponibles (de las que muchas, además, no explotaban porque el explosivo estaba inservible) y tuvieron que ingeniárselas para lanzar cajas de granadas con el seguro quitado o bidones de gasolina con granadas adosadas. La típica y acreditada chapuza española[381].
Diez días después del ataque, todas las tropas dispersas por el territorio se han replegado a Sidi Ifni después de volar sus puestos. Se ha establecido una sólida línea defensiva en torno a la capital.
Ifni no es el único problema. Doscientos kilómetros más al sur, el dilatado territorio del Sahara español lleva meses resistiendo las tarascadas del llamado Ejército de Liberación Saharaui (otra invención del Istiqlal marroquí) con la población europea concentrada en las poblaciones costeras.
La población española de Sidi Ifni, sitiada por los moros de fuera y recelosa de los de dentro, tiene la moral por los suelos. Se decreta el toque de queda. El mando autoriza la creación de un somatén de civiles voluntarios («el batallón de la gabardina») que patrulla la ciudad de noche y devuelve los fusiles al amanecer.
La mar está tan gruesa que durante el primer mes dificulta la llegada de vituallas por vía marítima. La comida empieza a escasear (muchas raciones de soldado se reducen a un chusco y una lata de sardinas). Para colmo, una epidemia de gripe afecta a la población.
Los vuelos de reconocimiento detectan concentraciones de tropas en torno a Agadir. Eso puede significar que Mohamed V, envalentonado por la conquista del territorio, ha decidido poner toda la carne en el asador reforzando a la supuesta guerrilla con efectivos del Ejército Real.
La ficción de nuestra eterna amistad corre el riesgo de descubrir su auténtico rostro. Franco toma una decisión: el 7 de diciembre el crucero Canarias se destaca de la flota que merodea las costas conflictivas y penetra decididamente en el puerto de Agadir. Durante largas horas, en medio del pánico de la población, el crucero se dedica a apuntar con sus enormes cañones de doscientos tres milímetros a distintos blancos de la ciudad. Un ejercicio pausado, calmo, de selección de tiro. Luego abandona el puerto y se une al resto de la flotilla. El príncipe Hassan, que no tiene un pelo de tonto, ha comprendido el mensaje. Detiene a sus tropas y deja que las bandas irregulares languidezcan en torno a Sidi Ifni[382].
Anuncio, 1957.