Fracasado el negocio turístico por la persecución de la ley que no lo deja a uno ganarse la vida honradamente con los guiris, Pedrito el Piojo malvive en Madrid entregado a los más diversos oficios sin excluir los de confidente de la policía, recadero, guarda nocturno de obra o repartidor suplente de carbón y petróleo.
—Así no se hace nadie rico —le protesta al carbonero—: me dan una perra gorda por subir un saco de treinta kilos a un quinto sin ascensor.
—Y qué quieres, Piojo. Si no te interesa, date puerta, que lo que sobra en Madrid es gente buscando trabajo.
—Bueno, si yo no digo nada.
—Yo te daría algo —confiesa el carbonero—, pero es que para el poco tiempo que le queda a esto del petróleo…
—¿Y eso —inquiere el Piojo—, es que traspasas el negocio?
—No lo traspaso: me lo traspasan —el carbonero se detiene en seco, carraspea, insaliva y lanza con notable tino un gargajo que va a impactar en el ojo de un perro callejero. El animal menea el rabo, agradecido.
—¿Tú sabes que ahora los americanos van a vender gas en botellas para las cocinas? —inquiere el carbonero.
—¿Gas?
—Lo que oyes. Unas botellas de hierro llenas de gas que las enchufas a la cocinita económica y con una botella tienes para cocinar dos o tres años, o sea, figúrate: se acabó el negocio. Gas putano lo llaman, por lo que nos va a fastidiar a todos los del negocio[354]. Ahí ya no harán falta repartidores ni tiendas, por lo visto lo van a vender en las farmacias.
—¡Joder! —exclama el Piojo, que ve cerrarse una puerta más de su improbable futuro.
La lucha por la vida.
Todas las noches, a eso de las once, Pedrito aguarda a que saquen la basura del bar Chicote, en la Gran Vía. Le hace mandados a Honorato, el jefe de camareros, a cambio de los gajes del local: almendras y cacahuetes partidos, las aceitunas chupadas de los cócteles, los fragmentos de patatas fritas que quedan en el fondo de las cajas de lata de la freiduría y las botellas vacías. Las botellas de licores de marca se las vende a un trapero en el Rastro después de ponerlas a escurrir sobre un jarrillo de hojalata (el cóctel Piojito, como él lo llama).
Cuando recoge la basura del 26 de octubre de 1957, Honorato le dice:
—¿Te interesa ganarte mañana un jornal?
—¿Qué hay que hacer?
—De limpiabotas en una boda. Gratis, ¿eh?, para los invitados que te soliciten un cepillado.
—¿Y me pagas el jornal?
—No, hombre, te quedas con las propinas y vas que chutas. Es una boda de tronío, con gente de posibles, rumbosa. Te vas a sacar más del jornal.
—Venga, ¿dónde es la boda?
—Fuera de Madrid. Tú ven aquí a las cinco de la mañana y te vas con la camioneta que lleva las perolas y los cacharros. Ven decente, ¿eh? Además del banco de betunero, alquilas un mono azul limpio y unos zapatos.
—¿Con qué lo voy a alquilar, si estoy a dos velas?
—Que te lo fíen.
—¿Y quién me va a fiar a mí?
—Olvídalo —se impacienta Honorato—. Llamaré a otro.
—No, hombre, no te pongas así —replica el Piojo—. Ya me buscaré la vida. Aquí estoy a las cinco. ¿Oye, y las sobras, también me las puedo llevar?
Honorato niega con la cabeza.
—De eso nada. Las sobras son para los camareros, pero lo que esté mordido o marraneado te lo puedes llevar.
A Pedrito el Piojo se le ilumina el semblante.
—¡Gracias, Honorato, eres mi padre! —le estrecha la mano, casi se la besa.
Honorato se ríe de la ocurrencia.
—¡Sí, hombre, eso es lo que me falta a mí, tener hijos como tú!
La misteriosa boda se celebra de incógnito. Si una dama de la escena nacional, Sara Montiel, mueve a pecado a la feligresía, otra no menos cualificada da ejemplo de virtud al contraer matrimonio por la Iglesia y con todas las bendiciones, con objeto de fundar una familia cristiana que produzca españoles para la patria, cristianos para la Iglesia y artistas para la farándula. El 27 de octubre, la señorita Dolores Flores Ruiz, más conocida por Lola Flores, la Faraona, treinta y cuatro años, gloria del folclore nacional[355], se casa, grávida ya con el feto de Lolita, con Antonio González Batista, más conocido por el Pescaílla, treinta y un años, reputado guitarrista y rumbero catalán de la troupe de Lola[356]. Es una boda casi clandestina, celebrada en estricta intimidad, a las seis de la madrugada, en la desangelada y helada capilla —carámbanos en lugar de flores— de la basílica del Valle de los Caídos, el tremendo monumento de Franco que, a esa hora, está sumido en una espesa niebla[357].
El novio ingresa en el templo testimonial de nuestra Cruzada de Liberación del brazo de la madrina, Paquita Rico. El Pescaílla viste de gitano acomodado: pelo ondulado repeinado con abundante brillantina, traje de alpaca negro, sin corbata, camisa blanca bordada y con chorreras, abotonada con brillantes falsos. La novia se presenta del brazo de su padrino, el productor Cesáreo González, don Necesario, como ella lo llama. Luce la Faraona mantilla y traje de encaje gris perla, con guantes y zapatos de raso a juego. El sacerdote oficiante, don Marceliano García, viste alba blanca con dos cuartos de encaje sobre sotana negra de lanilla, y aunque somnoliento del madrugón, desempeña el sacramento con destreza y profesionalidad. Hechas las preguntas de rigor, que los contrayentes responden afirmativamente, les imparte las bendiciones con ateridos dedos. En la sacristía firman los testigos, el actor Vicente Parra (¿Dónde vas Alfonso XII?) y el barman Perico Chicote. Este último estampa su rúbrica en el acta matrimonial con un ultramoderno utensilio de escribir, el estenógrafo o bolígrafo Bic, regalo de un cliente argentino[358].
¿Por qué una gloria nacional como Lola Flores se ve obligada a casarse casi con nocturnidad y alevosía, y con permiso especial del abad del Valle de los Caídos obtenido tras la recomendación de un ministro? No es porque la Faraona haya impuesto un marco faraónico para escenificar el momento más feliz de su vida: es que teme por su vida y la del novio si se presentan los familiares de otra artista gitana y rival, Dolores Amaya, con la que el Pescaílla está casado por el rito calé e incluso tiene una hija, Antoñita[359]. Esta prevención justifica también el notable despliegue de efectivos de la Guardia Civil, tan inconveniente en una boda de gitanos, en torno al hotel Felipe II de El Escorial, donde se celebrará el banquete nupcial.
Lola Flores, el Pescaílla y Perico Chicote.
A la puerta del hotel, el Pescaílla, romántico, toma en brazos a Lola, ya su esposa a los ojos de Dios y de la sociedad, para introducirla de esta guisa en el edificio. Calcula mal las distancias entre las dos puertas sucesivas que hay que atravesar, tropieza y da con su santa en el suelo. Ella lo toma con deportividad y sólo comenta:
—¡Chiquiyo, loj der periódico san perdío la afoto der día! («Chiquillo, los reporteros se han perdido la foto del día»).
Esta es la versión más divulgada, pero existe otra, igualmente refrendada por testigos, que asegura que la culpa de la caída fue de la propia Lola, que una vez depositada suavemente en el suelo tropezó y arrastró en su caída al Pescaílla, un venial incidente que carece de importancia y es atribuible a la zozobra natural en una novia ante la inminente consumación del himeneo[360].
Al banquete asisten unos setenta invitados entre familiares, políticos, aristócratas, artistas y toreros. «Una fiesta preciosa», como recordará Lola en sus memorias. La destreza hostelera de Perico Chicote brilla como de costumbre al servir jamón serrano, langosta fría del Cantábrico, tomates a la rusa dos salsas y pollo en cacerola bonnefemme, un sofisticado menú que no es unánimemente apreciado, ya que entre los comensales se cuentan algunos que hubieran preferido una sartenada de choto frito con torreznos y sobrasada y un par de hogazas para mojar en la pringue. El banquete remata con la obligada tarta nupcial con biscuit Meiba doble moca, todo ello remojado con vinos Marqués de Riscal y brindis final con Codorníu.
Al día siguiente, en la cantina regentada por el Burro Mojao, socio y amigo de Pedrito el Piojo, en el mercado de la Cebada, además de la tradicional oferta de bocadillos de tocino frito y sardinas rellenas asadas[361], se pone a la venta la ensalada de pollo Lola de España, un picadillo de tomate, cabezas de langosta del Cantábrico y despojos de pollo, emborrizado en varias salsas y aderezado con tropezones de tarta doble moca que obtiene las tres estrellas Michelin entre la selecta clientela de borrachos noctámbulos, empleados de la limpieza municipal, repartidores y puesteros. A media mañana se han agotado los dos peroles puestos a la venta a dos reales el cucurucho.
—¡No queda más, me cago en la leche, nos hemos quedao sin género! —exclama el Burro Mojao rebañando con medio bollo la salsilla y las briznas del fondo.
—Te lo dije que teníamos que haberlo puesto a tres reales —le reprocha el Piojo Resucitado.
—¡Ea, pero yo, por no hacerme un lío con el cambio…! A ver si te avisan pronto pa otra boda.
—En eso estamos.
Una lavadora es la base de su felicidad.