CAPÍTULO 55

Interludio cinegético o dueto de Franco y Hacienda

Después de descargar en los hombros de su fiel Carrero buena parte de su tarea como gobernante, Franco busca distracciones útiles y sanas para su vejez. Un patriarca sereno, velando por un pueblo próspero y feliz, así se ve el viejo dictador. La verdad es que se ha quedado sin enemigos tras la muerte del cardenal Segura, aquella mosca cojonera de la diócesis sevillana, y la reconciliación de las democracias occidentales con su Régimen. Los republicanos o rojos en el exilio no constituyen ya problema, pobres diablos con olor a naftalina; los monárquicos juanistas se han desanimado y apenas conspiran contra él después de tantos fracasos. En cuanto a los terroristas de la ETA, no son todavía enemigos, tan sólo incuban el huevo de la serpiente en sus seminarios y sacristías sin que nadie repare en ellos.

Sí. Es la hora de abandonar la garita en la que durante un decenio largo ha montado guardia como único e infatigable centinela de Occidente. Ahora que lo guarden los americanos y la OTAN, él a disfrutar un poco de la vida, a practicar sus aficiones.

En primer lugar la caza y la pesca, regias pasiones por las que lleva años descuidando sus obligaciones de gobernante.

¡Franco cazador! En mayo y septiembre, a las berreas de la sierra de Cazorla. La berrea o caza de ciervos encalabrinados por el celo es la modalidad que más agrada a su excelencia, pero en realidad practica todos los palos: la perdiz roja en los montes de El Pardo, en la finca Encomienda de Mudela o en la sierra de Cazorla; los ánsares del coto de Doñana; los faisanes, los patos y las palomas allá donde se encuentren… Pegar tiros, oler a pólvora, la primitiva emoción de disparar y abatir la pieza es lo que más anima al viejo militar africanista: lo lleva en la sangre.

Como pescador, a Franco le encanta el lance de mosca con caña larga, el salmón, el reo, los pescados fluviales en general, siempre que alcancen cierta consistencia, pero tampoco le hace ascos a ningún pescado marino por grande que sea, desde calamares gigantes al cachalote famoso de veintiocho toneladas.

Franco consigue el campeonato de España de pesca de atún en categoría amateur por la captura de una pieza de setecientas doce libras, un pez más alto que él, con el que posa en la prensa nacional.

Franco los pesca y, cuando es menester, los remata él mismo golpeándolos con la maza. El No-Do recoge las imágenes para la posteridad.

Otras aficiones de Franco son la fotografía, el cine (filma con una cámara súper 8) y la pintura, afición que comparte con Churchill. Franco pinta óleos, escenas de caza o berrea, naturalezas muertas y retratos (el suyo o el de Nenuca, nunca el de la Señora)[342]. Estas aficiones activas irán cediendo paulatinamente espacio a la televisión.

Después de un año de funcionamiento, la televisión se puede ver ya en las principales capitales del país y va ampliando su horario de emisión.

Los que no tienen mucho tiempo de ver la tele son los tecnócratas del Opus que, trabajando contrarreloj, dan a luz una Ley de Reforma Tributaria[343] capaz de extirpar al contribuyente el dinero necesario (un 20% más) para sanear la economía española.

A este propósito, el Chato Puertas recibe una llamada telefónica de su administrador.

—Don Ildefonso, no hay más remedio que darse de alta y pagar impuestos.

—¿Qué dices? —se escandaliza el capitán de empresa—. ¡Bastantes impuestos pagamos ya, que el dinero no cae por la chimenea!

—Sí, don Ildefonso, pero sólo pagan las tres empresas más flojas. Las dos cementeras y las constructoras no pagan nada. Los de Hacienda han presentado al colectivo de las constructoras un tanto alzado de tres mil millones que corresponde pagar entre todas y las que están cotizando nos obligan a compartir la carga a los que no cotizamos. Si no colaboramos habrá denuncias de los que pagan y se nos echará encima Hacienda.

—¡La madre que los parió…! Pero si los directores generales son amigos míos. Los tengo hartos de jamón, los invito a mis monterías…

—Me temo que ellos no pueden hacer nada. Hasta Banús tiene que pagar. Son los propios constructores y los cementeros los que dicen que o cotizamos todos o se rompe la baraja. Si lo vigilan, el director general no puede hacer la vista gorda. Ni siquiera la puede hacer el ministro.

Al Chato Puertas y a muchos otros industriales como él no les queda más remedio que rascarse el bolsillo. De este modo aflora una parte, aunque sea mínima, del dinero negro que circula por el país. Hacienda recauda y consigue que en los siguientes ocho años España disfrute de superávit fiscal[344].

Con los nuevos aires se activan sectores del capitalismo financiero y compañías con vinculaciones internacionales. Para algunas empresas como Producciones Orduña Films la reactivación llega demasiado tarde. Al borde de la ruina, su propietario Juan de Orduña se ve obligado a malvender a la competencia (Cifesa) su película El último cuplé, que se estrenó en el cine Rialto sin demasiadas esperanzas[345].

El último cuplé se había rodado con tan escaso presupuesto que, para recortar gastos, la propia protagonista, Sara Montiel, tuvo que cantar, recitar más bien, los cuplés que en un principio debía doblar con su voz la estupenda cupletera (y mujer) Lilián de Celis.

Sara Montiel, la inmortal manchega, no sabía cantar[346], así que hizo lo que pudo: gesticuló con una sensualidad inédita en la escena española, mucha apertura de boca, mucho enseñar la lengua, y hasta la úvula, mucha (o sea, poca) voz pastosa y sensual, mucha caída de párpados, mucha delantera sin artificios de silicona, mostrada hasta donde el censor lo consentía sin sucumbir al soponcio[347].

El último cuplé alcanza un éxito de tal calibre que permanece en cartel más de un año. La España reprimida y hambrienta sexual corre a contemplar a aquella estupenda hembra llena de curvas y asentadas mollas que aguarda a su amante fumando espero en una chaise longue.

En Frailes, municipio serrano de la provincia de Jaén, poco más de mil habitantes, el filme se mantiene en cartel tres meses debido a la afluencia de excitados garañones que peregrinan al pueblo desde los cortijos de la sierra circundante por los más variados medios, a pie, en bicicleta, en caballería, en autobús de pasajeros… Se forman colas de entusiastas cinéfilos dispuestos a ver la película dos, tres veces, las que haga falta[348].

Sara Montiel es una conmoción nacional, un solivianto hormonal de proporciones desconocidas. De nada valen las reuniones urgentes de don Tancredo y su equipo censor para arbitrar medidas urgentes con las que atajar o, al menos, mitigar el impacto de la manchega en el imaginario colectivo. Sería como ponerle puertas al campo. Las garitas de los cuarteles, sin puerta ni nada, siempre ventiladas, apestan a semen revenido; en los internados y en las cárceles, el concierto de somieres chillones se repite noche tras noche… hasta en los retretes de los seminarios diocesanos se peca de oídas. Don Próculo y otros confesores viajan a diócesis limítrofes, donde no sean conocidos, para asistir a la proyección de incógnito y comprobar, en sus propias carnes, con estos ojos que se han de comer los gusanos, lo que motiva tan descorazonador repunte en las conculcaciones del sexto mandamiento. Sucumbe al pecado la feligresía joven, sin excluir a los chicos de Acción Católica. Sólo algunos numerarios del Opus, y no todos, resisten la tentación del Maligno. Nunca se ha pecado tanto en España como este año con la sensualidad manchega, tan nuestra, de Sara Montiel[349].

Sara Montiel, sexsymbol nacional exportable a Hollywood

Sara Montiel, sexsymbol nacional exportable a Hollywood.

Entre los rendidos admiradores de Sara Montiel que sucumben a sus encantos (e incluso alardearán de haberlos alcanzado) se cuenta don Juan Carlos de Borbón[350] quien, tras recibir el despacho que lo acredita como teniente de Infantería en la Academia General Militar de Zaragoza[351] se incorpora a la Escuela Naval de Marín (Pontevedra) para realizar un curso con los guardiamarinas de tercero del centro [352].

Día del Domund, la jornada mundial de las misiones. Gran alborozo entre los niños de los colegios religiosos que ese día cambian las clases por la cuestación para la Iglesia misionera.

Jura de bandera del príncipe Juan Carlos.

Jura de bandera del príncipe Juan Carlos.

Don Próculo, director espiritual del colegio de San Agustín, arenga a sus muchachos formados por cursos en el patio columnado que apesta a berza cocida.

—Amados niños: provistos de estas huchas que aquí veis, vais a pedir un óbolo para las misiones. Vais a visitar a vuestros familiares y a sus amigos, y vais a recorrer las calles que se os han asignado para que los transeúntes, los automovilistas y los empleados y clientes de las tiendas depositen en ellas su limosna para el sostenimiento de las misiones. Pensad, amados niños, que con vuestro esfuerzo y el dinero que recaudáis se edificarán iglesias, capillas y centros de catequesis en las tierras de infieles, donde abnegados misioneros realizan su labor de apostolado para salvar las almas de los infieles, los negritos y los moritos que no conocen a Dios y, por lo tanto, están condenados al infierno si antes no los redime la religión. Es necesario que apoyemos a nuestros heroicos misioneros con la mayor cantidad de dinero posible pues en esos países de África y Asia los malvados protestantes hacen proselitismo con sus misiones y envenenan a los nativos con sus abominables doctrinas.

Tras la oración para encomendar a la Virgen el éxito del día, los escolares recogen las huchas que tienen forma de busto de salvaje. Las más populares son las del piel roja, que representan a un jefe apache de nariz roma y tocado de plumas, pero a Vicentito González le toca un negrito con los labios rojos y los ojos blancos y a su amigo Juan José Cobo, un chinito amarillo con coleta y ojos rasgados.

A los contribuyentes que depositan una perra gorda les colocan una banderita en la solapa; a los que se alargan a una moneda de dos reales o una peseta los premian con una banderita dorada. A los que contribuyen con un duro o más, un banderín de adorno. El mejor coto de limosnas está en la puerta de las iglesias. Se dirigen a la de San Bartolomé y aguardan la salida de las beatas a la hora del rosario y la visita al Santísimo, pero ya hay dos pobres que tienen la plaza en propiedad y los ahuyentan.

—Niños, no jodáis. Irse de aquí que os rompo la hucha.

—Llamo a mi padre que es de Falange.

—¡Me la suda!

Por la noche, ya con los pies molidos de deambular por la ciudad todo el día, van a pedir o cuestar a la salida del cine y tienen mejor suerte: allí no se ponen pobres y los cinéfilos, que salen con el alma encogida de ver la película Amanecer en Puerta Oscura, cuyos protagonistas son bandoleros que asaltan carruajes y desvalijan a los pasajeros, depositan el óbolo sin rechistar, aliviados por la parvedad del atraco.

Al día siguiente don Próculo va de clase en clase abriendo las huchas y contando el dinero. En el colegio de las hermanas carmelitas dos niñas han recaudado novecientas doce pesetas, una cifra imposible de alcanzar para los de san Agustín, de origen social más modesto.

Pepito Cano, el pelota, le pregunta a don Próculo si ha visto alguna vez a un chino de verdad.

—Sí, hace años en una visita a Madrid acompañando al señor obispo vi a un chino que oraba en una iglesia. Era católico porque los misioneros habían ganado su alma para la verdadera fe gracias a los donativos del Domund[353].