CAPÍTULO 54

El pupilo de la Misericordia

José Carlos Pizarro Ruiz, de siete años, hijo de madre soltera, sin padre reconocido, ingresa en el colegio de beneficencia de la Misericordia, de Málaga, regido por las monjas de la Caridad[338]. El cura que le ha arreglado los papeles tranquiliza a la abuela:

—Pierda cuidado, Ana. Cuando su nieto salga, a los catorce o dieciséis años, será un hombre de provecho y un cristiano cabal que se ganará bien la vida con el oficio que le den.

—¡Que Dios se lo pague, don Cosme! —dice la anciana besando la mano regordeta del cura con el beso más entregado que ha dado nunca en una vida tan escasa en besos.

El niño se despide de su abuela. Por una parte está triste, pero por otra, esperanzado. Le han prometido que en el colegio no le faltará de nada, que lo redimirá de la miseria.

Deja su hato en la lavandería y lo envían al patio de recreo, un corral tapiado de piso terrizo, con grandes eucaliptos.

Un niño mal encarado y pelado al cero se le acerca con ánimo de agredir al novato, pero lo ve tan poca cosa que decide perdonarle la vida.

—¿Eres nuevo?

—Sí.

—Pues ándate con cuidado y no hables en el comedor, ni en la fila, ni en el dormitorio, ni en ninguna parte porque el celador te dará de palos[339]. Y no te fíes de las monjas que son unas asaúras[340]. Ni de nadie, que aquí no hay más que acusicas.

José Carlos Pizarro con su abuela en la época de la Misericordia.

José Carlos Pizarro con su abuela en la época de la Misericordia.

La Misericordia es un lugar triste, de llantos en silencio en cuanto se apaga la luz del dormitorio, de planes de fuga que nunca resultan porque abundan los cerrojos y el recinto está rodeado por una verja alta rematada en lanzas puntiagudas. Los internos se levantan antes de que despunte el día, y se dirigen formados a ducharse con agua fría. Sin jabón. Se secan con unas pocas toallas bastas y amarillentas que cuando llegan a los últimos ya están empapadas. Lo peor es el frío del invierno, los sabañones en las orejas y en los pies que duelen y escuecen todo el día, especialmente si te frotas para calentarte. Las manos se agrietan y sangran por los nudillos. Los internos se acuestan vestidos después de desfilar hacia el dormitorio cantando: «Vamos, niños, al Sagrario, que Jesús llorando está…». Con el tiempo se les forma en la cabeza una costra extensa y dura que se arrancan unos a otros. Durante el día, la principal actividad escolar consiste en misas, rezos, ejercicios espirituales y clases de doctrina, de historia sagrada y de vidas de santos, lo único que saben las monjas. Muchos ni siquiera aprenderán a escribir, pero todos memorizan un extenso repertorio de oraciones y jaculatorias.

La disciplina es tan estricta que sólo se permite defecar una vez al día, por la mañana, al levantarse. Hacerlo fuera de esa hora conlleva el correspondiente castigo[341]. Si te distraes durante el rezo del santo rosario o no pronuncias las oraciones con la necesaria devoción, don Ángel detiene el rezo, saca de la fila al infractor y lo apalea ante los demás.

La comida no puede ser más monótona: en el desayuno, una taza de leche en polvo con algo de achicoria y un pedazo de pan migado; para almorzar, un cazo de lentejas cocidas en aguachirle. La dieta escasa y las privaciones producen granos que los internos prefieren curarse entre ellos antes que acudir a la monja enfermera, que se limita a despuntar el grano con unas tijeras y espolvorearlo con un antiséptico.