En la primera página de los periódicos viene la noticia de la salida de fábrica del primer coche Seat 600, un ejemplo más de la pujanza de la industria nacional[313].
—¿Por qué se llama 600? —pregunta Pepe Ayllón en la tertulia barbera mientras contemplan el nuevo automóvil en la fotografía que acompaña a la noticia.
—Porque es menos de la mitad del 1400 y del 1500 —aventura Leyva—. No puede ser más feo, ¿eh? Parece un escarabajo[313b].
—No sé yo quién va a comprarse eso —sentencia Pepe, el barbero—. Es un quiero y no puedo.
—Pues mira, el precio parece apañado, setenta y tres mil pesetas —observa Rus—. Para el que no pueda comprarse un coche más grande, no está mal.
A los españoles les parece feo el 600 hasta que se acostumbran a verlo circular por las ciudades y descubren que es duro y fiable y que, con un poco de buena voluntad, puede hacer los mismos servicios que un coche adulto. La naciente clase media española, personas como Teófilo, Diego Medina, don Fermín, Leyva, Dora la Uruguaya y don Próculo, hacen cola para adquirir el vehículo. Los aspirantes son tantos que han de aguardar entre seis meses y un año para recibirlo. No está mal, piensan algunos, porque en esos meses da tiempo a ahorrar para el segundo plazo. Naturalmente siempre hay privilegiados que lo obtienen enseguida, con sólo levantar un teléfono. El Chato Puertas encarga tres por intermedio del subsecretario del Ministerio de Industria: uno para su hijo Josián, que le ha prometido mejorar en los estudios, a ver si es verdad; otro para su administrador y otro para el encargado de la finca y coto de Los Pedroñales, para que lo revenda y se saque unas pesetillas. A los subordinados hay que tenerlos contentos para que miren por los intereses de uno.
Una fiebre parecida a la de la Vespa se extiende por el país. En un par de años, más de la mitad de los vehículos circulantes serán Pelotillas, Seíllas o Seítas, como popularmente se conoce al 600.
En un par de años, Pepe, el barbero, olvidando sus primeros desprecios, preguntará a sus amigos:
—A ver si sabéis en qué se parece el 600 a un ombligo…
—¿En qué?
—En que todo el mundo tiene uno. Ja, ja.
La divulgación del 600 acarrea problemas. Los compradores no tienen dinero ni categoría para tener un mecánico que lo conduzca y las autoescuelas son todavía cosa del extranjero. La inmensa mayoría de los neoconductores aprenden con un cuñado o con un amigo, en algún descampado. Con unas clases es suficiente:
—Mira Pepe, este es el acelerador, que sirve para acelerar, ¿te enteras?
—Sí, claro.
—Esto es el freno, para frenar.
—Claro.
—Y esto es el embrague. El embrague es la madre del cordero, porque lo pisas para meter una marcha y cuando está metida lo sueltas ya.
—¡Coño, qué complicación!
Los examinadores acuden a los pueblos un par de veces al año a examinar a los aspirantes a conductor. Lo hacen en las eras o en el descampado de la ermita.
El pueblo extrema la amabilidad con los examinadores para ganar su benevolencia. Sólo falta que los reciban con la banda de música. Los examinadores lo agradecen y es raro que suspendan a alguien.
—Don Felicio —anuncia el alcalde al dar la bienvenida al examinador—, como esta vez nos hemos juntado más de veinte para el carné, nos vamos a comer un choto al ajillo con el clarete de aquí que ya verá lo bueno que está. A ver, el alguacil, ¿dónde coño está el alguacil?
—¡Aquí, alcalde!
—Abundio, hombre, mete unas garrafas de clarete y unas ristras de chorizo en el coche de don Felicio para que lo pruebe con la familia y vea que el pueblo no sólo produce buenos chóferes[314].