CAPÍTULO 50

La pertinaz sequía nos acerca a Dios

El futuro incierto no sólo preocupa a Aniceto. En el Ministerio de Presidencia también hay semblantes preocupados. Laureano López Rodó, el cerebro gris en el que confía Carrero Blanco para los asuntos económicos, le expone al almirante la situación con franqueza:

—Este año han coincidido dos malas cosechas, la de aceitunas, que se ha perdido por la pertinaz sequía, y la de la naranja, que se ha helado.

Las naranjas constituyen el capítulo más importante de las exportaciones agrícolas, las tres cuartas partes de las divisas. A esta fatalidad se suma una inflación cercana al 16% provocada por las subidas salariales decretadas meses atrás, con torpe ligereza, por el camarada Girón, el ministro de Trabajo. Las cifras son elocuentes: la oferta monetaria ha crecido en un 20%, pero la renta nacional se mantiene en menos de un 5%[302]. Las reservas de divisas están prácticamente agotadas. El país está al límite de su capacidad de endeudamiento exterior.

—Si no ocurre un milagro, España va a la ruina —concluye López Rodó.

Carrero Blanco asiente con semblante preocupado. López Rodó lleva toda la razón. Las consecuencias de la inflación están a la vista. La gente descontenta y levantisca, huelgas y boicots al transporte público, lo que no se había visto desde los turbios tiempos de la República[303].

A pesar de su juventud, treinta y cuatro años, y de su procedencia civil, López Rodó se ha ganado la confianza del vicepresidente del Gobierno, un hombre moderadamente inteligente y consciente de sus propias limitaciones. López Rodó sólo lleva unos meses en el cargo de secretario técnico, creado expresamente para él, y ya se ha hecho imprescindible. Después de la exposición, Carrero se convence de que la apurada situación requiere algo más que un cambio cosmético.

—Tenemos que aceptar la realidad: la autarquía que pretendía arreglarlo todo con el intervencionismo del Estado ha fracasado y nos arrastra a la quiebra —remacha López Rodó—. Es urgente reformar la Administración si queremos evitar que España se vaya a pique.

Carrero Blanco, almirante y hombre de mar, capta perfectamente la metáfora: o cambiamos el rumbo o el barco se hunde.

Laureano López Rodó, el cerebro gris del almirante Carrero.

Laureano López Rodó, el cerebro gris del almirante Carrero.

En la barbería El Siglo, Pepe chasca las tijeras y cuenta un chiste aprovechando que no hay ningún parroquiano que pueda molestarse:

—¿Sabéis el último del Caudillo? En un Consejo de Ministros le pregunta Franco al titular de Hacienda: «¿De qué reservas disponemos?»; y el ministro responde: «Disponemos de gasolina para cuarenta años, excelencia; de trigo para setenta años; de reservas de oro en el Banco de España para cuarenta y cinco años…». Franco asiente satisfecho y comenta: «Eso está bien. La patria cuenta con reservas suficientes para que los españoles vivan cincuenta años». Entonces el ministro se pone nervioso y añade, muy azorado: «¡No, no, para tanto no, excelencia! Creía que su excelencia había preguntado por las reservas que teníamos para nosotros, los del Gobierno».

Lo que en la barbería El Siglo celebran como un chiste es motivo de preocupación en el número 3 del paseo de la Castellana, sede de la Presidencia de Gobierno. Carrero Blanco admite la urgente necesidad de cambiar de política económica, lo que entraña, además, renovar el Gobierno. El problema es convencer a Franco, porque el Caudillo, prudente como es, tiene sus propias ideas sobre economía y sigue convencido de que el progreso está en la autarquía[304].

—¡Con lo que le cuesta parir a este hombre! —se lamenta Carrero[305].

La delicada situación requiere un tratamiento urgente. Carrero acude a El Pardo y le explica a Franco el desastroso estado de las finanzas. Los números son implacables. Estamos fatalmente abocados a la bancarrota. No queda espacio de maniobra, ni casi tiempo. Hay que sustituir la autarquía, que nos lleva de cabeza a la ruina, por una economía de mercado, que es lo que practican los países avanzados y ricos. Aquí no caben paños calientes: se impone confiar la caja a gente que en la guerra vestía pantalones cortos, pero que hoy tiene el conocimiento necesario para sacarnos del atolladero.

Franco no está muy convencido, pero confrontado con las negras perspectivas de futuro accede a los cambios propuestos por Carrero.

—Un relevo de la guardia —observa el oficioso Arias-Salgado que en su calidad de ministro de Información debe comunicar a los medios el cambio de Gobierno.

—No, Gabriel —lo corrige Carrero—, esto es mucho más que un relevo de la guardia. Antes de soltar nada a la prensa habla con López Rodó y que él te lo explique.

Los medios de comunicación divulgan la composición del nuevo Gobierno con los cambios inspirados por López Rodó[306], lo que el despolitizado país recibe con indiferencia ovina. El cataclismo arrastra a doce de los dieciocho ministros y deja ocho ministerios regidos por militares.

Franco coloca en Gobernación a su antiguo compañero de academia Camilo Alonso Vega, una de las contadas personas que lo tutean, un hombre tan duro y obstinado que sus colaboradores lo apodan Cumulo. El indicado para meter en cintura a obreros huelguistas y estudiantes revoltosos.

El ministro y demagogo falangista responsable del «error Girón» pierde el puesto, como era previsible. Además, López Rodó ha maniobrado para que Carrero sitúe a la cabeza de los ministerios económicos a dos correligionarios suyos en la secta opusiana: Mariano Navarro Rubio (Hacienda)[307] y Alberto Ullastres (Comercio)[308]. Cuando recibe la noticia, el padre Escrivá, futuro san Josemaría, exclama, encantado: «¡Nos han hecho ministros!».

Los nuevos ministros escogen a muchos colaboradores entre los miembros del Opus. Esta familia política se suma a las tradicionales del Régimen surgidas de la guerra civil (o sea: falangistas, monárquicos, católicos «propagandistas» y militares).

Es inevitable. Las camisas blancas y almidonadas desplazan a las camisas azules. El perfume del incienso sucede al del humo de la hoguera campamental bajo los luceros. El añejo lema falangista «por el Imperio hacia Dios», se troca por el más moderno «por el dinero hacia Dios»[309]. No deja de resultar aleccionador que al fogoso ministro, que cuando iba de putas cerraba el burdel, lo sucedan estos santitos de pitiminí que usan cilicio bajo el traje a medida y cuando mean se la cogen con papel de fumar.

¿Quiere esto indicar que decae la España macho y falangista, genésica y castrense? En cierto modo, sí. Signos sutiles anuncian los nuevos tiempos. El prestigioso doctor Marañón se encuentra en un homenaje con el presidente de la Diputación de Madrid, un camisa vieja, que, aunque longevo, presume de ser un semental en la lid amorosa.

—Fíjese usted, Marañón: ¡todavía dos diarios! —le asegura aludiendo a sus aptitudes sexuales.

—¡Como yo, marqués: el ABC y el Arriba! —replica el médico, refiriéndose a los dos diarios de Madrid.

En el último Consejo de Ministros de marzo se comenta la creación del Mercado Común Europeo[310].

—¿Y eso en qué nos afecta a nosotros? —pregunta Franco.

El ministro de Hacienda expone que el futuro de la economía mundial apunta a la creación de grandes áreas, la convertibilidad de las divisas y la liberalización de los intercambios comerciales. Tenemos que acatar las recetas del Fondo Monetario Internacional.

Franco tuerce el gesto. Entrar en tratos con instituciones financieras y bancos extranjeros le da mala espina[311]. La bestia negra de Franco es la masonería. El Caudillo está convencido de que la masonería está en todas partes, actuando sibilinamente, en la sombra, infiltrada en las más respetables instituciones, siempre activa en todo lo que pueda perjudicar a España y, sobre todo, deseando moverle el sillón a él, que tanto la ha denunciado en sus discursos y en sus artículos[312].

Sanjosemaría Escrivá, violentando su natural modestia, recibe la Cruz de Isabel la Católica, 1956.

Sanjosemaría Escrivá, violentando su natural modestia, recibe la Cruz de Isabel la Católica, 1956.