27 septiembre de 1953. Siete de la tarde. En el prostíbulo de la calle Echegaray, el palanganero y mozo de los recados, Manolito Osorio, acaba de encender la calefacción porque pronto comenzarán a llegar los clientes. La Uruguaya, madame del establecimiento, repasa la contabilidad en su escritorio. Las chicas, ya vestidas para recibir, aguardan en la amplia cocina, sentadas en torno a la mesa camilla, al calor del brasero. Las más frioleras se cubren los hombros con el paño de la mesa. Algunas zurcen calcetines, otras con piedra pómez las durezas de los pies.
En el receptor de radio Telefunken, emplazado sobre una repisa, bajo el retrato del benemérito doctor Fleming, la voz patrióticamente timbrada del locutor anuncia a los españoles que Franco ha firmado importantes acuerdos con Estados Unidos de América. El locutor menciona el editorial del diario Arriba: «Hoy somos el eje decisivo de la política mundial».
—¿Oís? —dice la Uruguaya—. Los americanos están al caer. Eso sí que va a ser bueno para el negocio. Vienen con dólares.
—¿Y eso qué es? —pregunta Manolito Osorio, el palanganero, que es bobo de nacimiento.
—Son sus pesetas, hijo, pero valen más que las pesetas —informa la madame—. Como en las películas. Los americanos son los más ricos del mundo. Pronto tendremos televisión.
Pepita Perales Lucas, la Nodo, rompe a cantar la canción de moda:
La televisión, pronto llegará,
yo te cantaré y tú me verás…[24]
La Nodo siempre está contenta porque prefiere ejercer en Madrid a la vida que llevaba con su padre, capador de puercos itinerante y sajador de abscesos.
—¡Hija, es que salía a paliza por noche, llegaba borracho a metérmela y si no se empalmaba la tomaba conmigo, me calentaba y me echaba de la cama! Y, además, que ya estaba harta de comer criadillas, con lo ricos que están los bocadillos de calamares.
La Nodo era hace un año la pupila más solicitada de la Uruguaya, pero ahora le ha arrebatado el título otra interna, Inmaculada Cano, apodada la Reina de Inglaterra por su notable parecido con la nueva reina de Inglaterra, la bella Isabel II, que ha salido retratada en el Blanco y Negro con motivo de su reciente coronación. Fue un cliente el que descubrió el parecido.
—Pues es verdad —observó la Uruguaya, contemplando la foto de la reina inglesa en la revista Sol y Luna.
Al día siguiente llamó a la modista y le encomendó que le confeccionara a Inmaculada un vestido como el que lucía la reina de Inglaterra en su coronación[25]. A falta de corona real, Inmaculada lo complementa con una diadema de bisutería.
—Tú los recibes altiva —la alecciona la Uruguaya—, y que se pongan de rodillas y te besen la mano antes de darte el salto.
—¡Ay, señora Mabel! —objeta Inmaculada—. ¿Y no se reirán de mí?
—¡Ay, hija, no seas tonta! Mira: cuando yo me hacía hombres, el vestido que tenía más éxito era el de monja abadesa. El día que me lo ponía me pasaba por la piedra lo menos a quince. ¿Tú no ves que ellos lo que quieren es fantasía? Cuanta más fantasía le pongas, antes se corren y menos te babean.
A los clientes falangistas les gusta tirarse a la Reina de Inglaterra y lo hacen sin despojarse de la camisa azul, algunos incluso con botas de media caña y espuelas (los desperfectos en las sábanas se pagan aparte). Incluso los monárquicos, al principio remisos por respeto a la institución, han acabado aficionándose al tálamo real. Cierto corpulento ministro, muy del Movimiento, le exige a Inmaculada que cuando perciba la descarga eyaculatoria grite: «¡Gibraltar español!». El escritor Camilo José Cela, por el contrario, prefiere que las coimas con las que se ocupa griten en ese momento conclusivo un patriótico «¡viva España!».
Mientras las chicas de la vida aguardan, el locutor de la radio desgrana las diversas calamidades que afligen al mundo fuera de esta bendita balsa de paz y quietud que es España: hace meses, las catastróficas inundaciones en Holanda, al romperse los diques de contención, y el medio millar de muertos por el temporal que asoló la costa inglesa, ahora las inundaciones de la India, donde los ríos bajan repletos de cadáveres de personas y de animales…
—Y aquí sigue sin llover —suspira la Loles—. La pertinaz sequía.
—¿Qué quiere decir pertinaz? —pregunta Rita la Rompecatres.
—Jodida —responde la Uruguaya, levantando la mirada de los números—. Pero la gente fina dice pertinaz. Se lo he oído al Caudillo.
—Bien podrían mandarnos un poco del agua que les sobra los holandeses esos —opina la Rompecatres.
—Ya lloverá —profetiza la Uruguaya con voz distraída, nuevamente concentrada en sus cuentas—. Como en España, no se vive en ninguna parte, digan lo que digan —añade.
El primer timbrazo en la puerta interrumpe las conversaciones. La Uruguaya recoge sus libros de cuentas, cierra el escritorio, que es de los de persianilla, y echa la llavecita que lleva prendida de la cintura con una cintita azul.
—Abre la puerta, Manolito —ordena al palanganero—. Que pasen los señores al salón.
El primero en llegar es un practicante del cercano hospital, un putañero vicioso al que la Uruguaya regala un servicio por cada diez clientes que le traiga. Llega acompañado por tres primerizos estudiantes de medicina que pasan al salón algo cohibidos.
—¿Qué hay, Blas? —lo saluda la Uruguaya—. ¿Y estos amigos?
—Nada, señora Mabel, que pasábamos por aquí y he venido a saludarla. Y para que mis amigos conozcan a alguna niña. ¿Cuándo salen?
—Enseguida, ya se están terminando de arreglar —les sonríe a los tres pazguatillos—. Se están poniendo guapas para vosotros.
—¿Está la Ventilador? —pregunta el estudiante.
—¡Ay, hijo! —le regaña la madame—. ¿Por qué les ponéis esos apodos tan feos a las niñas, con los nombres tan bonitos que tienen?
—Bueno, ¿está Lola? —rectifica el interesado.
—Pues claro, la primera.
—Es que quiero que se lo haga a este, pa que se entere.
Los estudiantes se sientan educadamente en el sofá, las manos sobre las rodillas, y esperan. Uno de ellos advierte que lleva la insignia de Acción Católica en la solapa, se sonroja violentamente y se la guarda en el bolsillo. Los jóvenes de esta época se disfrazan de adultos en cuanto pueden, fuman, visten traje y corbata, y se afeitan innecesariamente la pelusilla del labio superior para acelerar el crecimiento del bigotito fino, a la moda. La juventud no goza de crédito alguno: en cuanto salen de la infancia ya quieren ser mayores[26].
En la siguiente media hora llegan hasta nueve clientes, todos viejos conocidos de la casa, personas distinguidas a las que la Uruguaya recibe con amabilidad y ofrece asiento. En espera del paseíllo de las chicas, los clientes conversan entre ellos. Siguen llegando parroquianos. Pronto se forman dos tertulias: en una se comenta la reciente adquisición del Real Madrid, ese muchacho argentino, Di Stéfano, que no se ha lucido precisamente en su primera intervención.
—Hay que darle tiempo —pontifica don Eladio Domínguez, el ferretero de La Española—. Llevaba ya medio año sin jugar y está desentrenado, pero tengo entendido que tiene un arranque en corto que no hay quien lo iguale. Ya veréis cuando se suelte…
—El que se ha soltado bien es Kubala —comenta otro—. El húngaro es de lo más golfo. La mitad de las noches se va de juerga.
—Sí, pero es una máquina: tumba a todos bebiendo, hace una sudada, lo quema todo y se echa al campo fresco como una rosa a correr más que nadie.
—El que no creo que aguante tanto tute es Biosca —expresa sus dudas don Herminio, el corredor de granos—. Como siga liado con la Lola Flores ya mismo va a tener menos fuerza que un muelle de guita[27].
Media España —la informada— se hace lenguas del romance que la pasional artista jerezana mantiene con Gustavo Biosca, famoso defensa internacional del Barcelona y gran aficionado al flamenco (y, por lo que se ve, también a la flamenca).
El romance sólo dura unos meses, en los que la temperamental artista procura que sus actuaciones coincidan con los desplazamientos del Barça, a fin de no perder comba en su apasionada relación. Un buen día Biosca, deslechado, le comunica que quiere sentar cabeza.
—Lo nuestro ha sido muy bonito, Lola, pero no tiene futuro, es mejor dejarlo ahora[28]. Tú misma dices que hay que retirarse cuando se está en lo más alto. Vamos a retirarnos en lo más alto de nuestro amor.
Lola le pide una última cita, una despedida dulce que perdure en el recuerdo, una postrera noche de pasión, una última voluntad como la que se concede a los condenados a muerte.
Biosca accede.
—Vale, pero que sea la última vez y quedamos tan amigos.
Ya en el hotel, Lola se dirige al cuarto de baño, para realizar las abluciones preparatorias del himeneo. El potente goleador la aguarda en la cama.
Sorpresa. Lola reaparece completamente desnuda, excepto por una peineta con mantilla en la cabeza y un lacito negro, de luto, prendido en los tupidos rizos de su pubis.
—¡Ay, Gustavo, mi amó, de luto me lo tienes! —le dice—. ¡Tómame![29]
Helados al corte, tres pesetas.