En la estación de Andújar, Aniceto Pulido Chiclana, peón agrícola, y Prudencia, su mujer, aguardan la llegada del Tren Rápido con destino a Madrid[299]. La cosecha de aceituna ha sido tan escasa que apenas les ha proporcionado la mitad de los jornales necesarios para pagar las deudas. Con decir que este año ni siquiera han venido a la casilla del Tres de Oros, a las afueras del pueblo, las dos putas que suelen acudir por Navidad para atender a pequeños propietarios y trabajadores con dinero fresco. Hasta las tabernas están vacías. No hay dinero ni para el chato de vino con los amigos. El campo está más concurrido que nunca de buscadores de cardillos, hinojos, caracoles y hierba para los conejos, gente hambrienta que arrambla con lo que pilla. Raro es el día que la Guardia Civil no se ve en la obligación de propinar alguna paliza en el cuartelillo. La gente ha vuelto a comer lagartos y gatos, pero hasta esto escasea. En esa tesitura, Aniceto y Prudencia han decidido emigrar a Madrid, donde parece que hay más trabajo. Sueñan en colocarse como porteros en alguna finca. Un primo de Prudencia tiene un amigo de la mili que le ha dicho que en las porterías de las fincas tienen hasta grifos con agua corriente y si uno es servicial gana muy buenas propinas.
—¿Y no te da cosa cogerlas…?
—¡Qué va, hombre, en la capital es lo normal, aquí se te quitan todos esos tiquismiquis de los pueblos…!
Aniceto y Prudencia han dejado a los niños con los abuelos y han caminado toda la noche con una maleta de madera al hombro y un hatillo de ropa.
—No sé si lo estaremos haciendo bien —duda Aniceto en un descanso—. A lo mejor si nos apretamos un poco más el cinturón no escapamos del todo mal.
—¿Quieres que nos lo apretemos más todavía? —se le engalla Prudencia—. ¿Quieres que nos muramos de hambre? ¡Dios mío, qué poco espíritu tiene este hombre! ¡Es que no sé cómo estuve para casarme contigo! Además, te digo una cosa: yo no quiero que mis hijos crezcan con una raya en la frente[300]. ¡Bastantes lágrimas me cuesta separarme de ellos!
—Bueno —se achanta Aniceto—. Vamos a seguir, que pronto romperá a amanecer.
La marquesina de madera de la estación de Andújar lleva sin pintar desde 1921, y el reloj está parado desde 1942, pero la chapa con el nombre del pueblo la han renovado recientemente: letras blancas sobre fondo azul.
En la cantina, que permanece abierta de noche, el cantinero ha colocado las sillas sobre las mesas y barre con desgana las mondaduras de naranja y los huesos de aceituna. El olor de los retretes recién baldeados, de los de agujero en el suelo, llega hasta el comedor. Apesta a Zotal.
—¿Maestro, cuánto falta para que pase el Tren Rápido? —le pregunta Aniceto.
—Cuatro horas y media, pero si viene con retraso Dios dirá —responde el cantinero sin dejar de barrer.
Y hoy viene con retraso. Siempre viene con retraso, pero el cantinero oculta el dato por no desanimar al personal.
A medida que clarea el día van llegando otros viajeros. Aniceto y su mujer conversan con una familia de emigrantes que llevan consigo a la abuela, una anciana de ojos llorosos y tez surcada de arrugas, arrebujada hasta los pies en una toca negra, zapatillas y medias negras y un pañuelo igualmente negro atado bajo la barbilla.
El cantinero enciende la radio y sintoniza la emisora EAJ-61, La voz del santo reino. El programa matinal arranca con unas preces y la lectura de un pasaje del Evangelio a cargo del director espiritual de la emisora, padre Maroto, seguido del Cara al sol. Mientras llega la hora de las noticias locales y provinciales insertan la publicidad del jabón en escamas Saquito, que ofrece la canción del día. Los viajeros interrumpen las conversaciones para escuchar Mariquilla bonita interpretada por José Luis y su guitarra.
A las once menos cuarto, con hora y media de retraso, llega el Tren Rápido. Se apean algunos viajeros y suben otros. Varios mozos de cuerda descargan una maquinaria del vagón de las mercancías. En el vagón de tercera, los bancos son de cinco plazas, incómodos, de listones de madera. El respaldo compartido separa los compartimientos. Los asientos que van en la dirección de la marcha están ocupados. Aniceto y su mujer se acomodan en el banco de enfrente después de instalar su equipaje bajo los asientos.
—En cuanto alguien se baje nos cambiamos —le murmura Aniceto a Prudencia. Él tiene cierta experiencia de trenes, de cuando fue acemilero en la guerra.
Aniceto tiene un primo en el Pozo del Tío Raimundo, poblado chabolista a las afueras de Madrid, donde existe una nutrida colonia de gente de Jaén que ha huido de la miseria y la pobreza de su tierra en busca de una vida mejor. El primo de Raimundo se llama Pedro Moral, pero le dicen el Perdigón por su familia, los Perdigones. Sonríe Raimundo pensando en la despedida de Pedro cuando abandonó el pueblo cuatro años atrás: se asomó por la ventanilla de la camioneta de Montijano, miró la Plaza de los Coches en la que se congregaban los desocupados, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Adiós, pueblo asqueroso, que no eres capaz de mantener a un hombre honrado!
Prudencia lo mira todo con asombro de niña. A sus cuarenta años es la primera vez que sale del pueblo. Olivares. Hazas de pan llevar. Barbechos. Chimeneas arruinadas de las minas antiguas. Pasada La Carolina, el tren se interna por las gargantas de Despeñaperros, murallones de peñascos grises matizados de musgo y matojos verdes. Prudencia asoma la cabeza para ver dónde acaban las piedras, tan altas son.
El tren aúlla un par de veces antes de abandonar la trinchera ferroviaria para salir a la llanura manchega. Vides y más vides en hileras infinitas. Algo de barbecho y un poco olivar. La vista se pierde en el horizonte.
Prudencia llora en silencio. Sin alterar el gesto restaña las lágrimas disimuladamente, se suena la nariz, respira hondo, finge mirar el paisaje, la inmensa llanura.
—A ver si nos reponemos pronto y podemos llamar a los críos —le murmura Aniceto apretándole la mano. Ella asiente y llora en silencio pensando en sus niños que ha dejado atrás.
—¿Le pasa algo, buena mujer? —se interesa la vecina del asiento delantero.
—Nada, que se le ha metido algo en el ojo —dice Aniceto.
—Una carbonilla —dice la samaritana—. Eso es de la máquina del tren. Yo ya he hecho el viaje tres veces con esta: llega uno a Madrid con la cara como un carbonero y la ropa hecha un asco, ya verá.
Los vecinos de compartimento charlan animadamente. Cuentan historias familiares o noticias del pueblo, en su mayoría sucesos tristes; algunos disculpan su aspecto menesteroso.
—Yo para el tren me pongo lo más sufridito que tengo, porque el tren es muy sucio —asegura una señora con ínfulas de dama.
Hora del almuerzo. Los viajeros abren las talegas, sacan fiambreras y comparten el condumio con los vecinos de compartimento: tortilla de patatas, un guiso de conejo al ajillo, unas rebanadas de pan moreno, un huevo duro, unos chorizos caseros, una morcilla, tres naranjas, unos roscos algo revenidos sobrantes de la Nochebuena. Prudencia sólo ha abierto el apartado superior de la fiambrera, el de la tortilla de espinacas y unas lonchas de tocino. Lo de abajo, costillas de cerdo en adobo, chorizos y magrillas en tomate, lo reserva para obsequiar a Pedro el Perdigón, que se ha ofrecido a alojarlos en su chabola mientras encuentran otro sitio donde quedarse.
El Tren Rápido se va deteniendo en numerosas estaciones y hasta en apeaderos, en medio del campo, donde lo aguarda una figura solitaria con una maleta y un hatillo de ropa. A veces se desvía a una vía muerta para ceder el paso a un tren preferente.
—A las cuatro arrancamos —informa un revisor de guerrera azul, con brillos de ala de mosca en las mangas.
El convoy prosigue su camino a las cinco menos cuarto. Se suben viajeros de cercanías y otros que van a Madrid o más lejos: soldados taciturnos a los que se les acaba el permiso, viajantes con la maleta del muestrario, un lego del convento de Pastrana que ha enterrado a su madre, meleros de la Alcarria que regresan de vender sus pellejos de miel en Sevilla o en Córdoba, queseros manchegos ataviados con amplios blusones negros, criadores de perdices para la caza con reclamo que van a Ávila a comprar pájaros, un funcionario de bigotito lineal y pelo engominado que ha cambiado su billete de segunda por el de tercera para ahorrar en dietas; una madre que lleva a su niña al concurso de Radio Madrid «Los ruiseñores de España».
—¿Y su niña qué sabe hacer —pregunta el representante de jabón Lagarto—, canta, recita o baila?
La niña sonríe con cierta coquetería. Va vestida y peinada como si tuviera siete años, y en su estatura los aparenta, porque es un poco redroja, pero debe de andar por los diez o doce. Lo denota la desenvoltura con que corresponde a las miradas masculinas que evalúan sus pechitos pugnaces apuntando bajo el organdí. Tendría una carita graciosa si no fuera un poco estrábica y algo prognática.
—Mi Anita canta por la Niña de los Peines. La han oído cantar Pulpón, el representante, Antonio Mairena y el conserje del conservatorio, y los tres aseguran que en su vida habían oído una voz tan timbrada. Ya tiene algunas tablas. En el teatro Álvarez Quintero la presentó el locutor de Radio Sevilla como la joven promesa de la canción española.
—¿Por qué no se canta algo? —anima un pasajero.
—De eso nada —corta, tajante, la madre y mánager—. La voz la tiene que reservar para las pruebas. Además de que ya es profesional. Su nombre artístico es Perlita de la Ronda de Capuchinos.
A la altura de Alcázar de San Juan sube al tren un cojo que se gana la vida rifando medias de nailon americanas «de la fábrica de Tenesí, que son las mejores» o una tripa de salchichón de toda confianza, a elegir. La tira de diez números vale a peseta y por un duro da seis. Al rato vuelve a pasar con una pizarrita donde ha anotado el número agraciado. La suerte favorece a un viajero del tercer vagón que escoge el salchichón de toda confianza y lo guarda en la maleta.
—También vendo relojes de oro alemán, estilográficas Kaveco, cuchillas de afeitar, agujas de máquina de coser, piedras de mechero, dentaduras, gafas de ver y una sortija —anuncia el manco[*] abriendo con la mano útil la chaqueta y mostrando el escaparate de su buhonería ambulante: una docena de relojes de segunda mano, varias gafas de concha usadas y tres dentaduras de diversos tamaños prenden con imperdibles del interior de la chaqueta y del chaleco.
En los compartimentos donde sólo hay hombres, el cojo añade un nuevo artículo a la lista: «Tengo gomas inglesas».
Por la llanura manchega parece que el tren se anima y gana algo de velocidad. De vez en cuando la locomotora suelta un pitido de aviso al acercarse a los pasos a nivel sin barreras. Los pasajeros charlan animadamente y se cuentan sus vidas y las ajenas así como toda clase de bulos. En un pueblo de Cádiz ha nacido otro gato con alas como el de Madrid, una de paloma y otra pelona como de murciélago, y en Extremadura una mujer ha dado a luz a un niño con dos cabezas que murió a poco de nacer. El cura del pueblo lo bautizó dos veces, una por cabeza, por si acaso, pero por lo visto el obispo le llamó la atención porque primero hay que comprobar que no sea cosa del demonio.
—Y usted, ¿pa dónde va? —le pregunta un viajero a Ramón García Trescasas después de ofrecerle la petaca para un cigarro.
—A Bélgica, mire usted —responde el otro mientras lía el cigarro—. A las minas, me han dicho. Ya veremos lo que me encuentro…
En las minas de Bélgica hacen falta mineros. Debido a la alarmante tasa de siniestralidad que se registra en ellas (más de ochocientos italianos han muerto en diez años), el Gobierno de Roma ha rescindido el contrato que tenía con el belga y ha retirado a sus trabajadores. Los huecos que dejan se van a cubrir con españoles que, aunque entran con visado de turistas, reciben todas las facilidades de las autoridades españolas, especialmente los procedentes de las conflictivas cuencas mineras[301].
La aparición de un policía secreta con su sombrero, su gabardina y su pareja de guardias civiles de tricornio y mosquetón hiela las conversaciones. Los pasajeros guardan silencio y adoptan una actitud humilde, la mirada en las gastadas tablas del suelo. Uno que ya estuvo en la cárcel unos cuantos años, tras la guerra, se muestra bastante azorado.
—¡Documentación!
—Sí, señor —responde prontamente el hombre a la seca petición. Extrae el documento de identidad de la cartera y se lo tiende al policía.
—¿Va usted a Madrid?
—Sí, señor. A ver a una hija que tengo allí casada. El marido es caballero mutilado y trabaja en el fielato del mercado de la plaza de la Cebada.
El policía le devuelve el carné, recorre con una mirada entre altiva y despreciativa al resto de los pasajeros, examina las maletas apiladas en el altillo y prosigue su indagación en el compartimiento siguiente.
Poco a poco se reanudan las conversaciones, primero en tono bajo y con cierto sentimiento de vergüenza por el acto de achantamiento colectivo en el que han participado.
—Yo creo que están buscando a alguien, a algún sospechoso —comenta una señora—. Por eso le han preguntado a usted. A lo mejor porque lleva una chaqueta a rayas lo mismo que el sospechoso.
—Será eso —dice con un hilo de voz el afectado. Todavía no ha recobrado los pulsos.
Los pasajeros que habían salido al pasillo se han evaporado al ver los tricornios y los mosquetones.
—La cosa está nada más que regular —dice Aniceto—. Una prima mía y su marido fueron a Barcelona hace poco, a casa de un pariente de Murcia que tenían allí trabajando en una fábrica de botones. Pues el murciano les había aconsejado que él se bajara del tren en Sitges porque en Barcelona lo podían coger los guardias. Conque él se baja y ella sigue, pero al llegar a la estación de Barcelona los guardias le pidieron el contrato de trabajo y el carné, pero como la maleta la tenía su marido se la llevaron a la cárcel, Monyui creo que se llama, y allí la tuvieron presa tres días hasta que la familia lo averiguó.
—¿Y hoy cómo les va?
—No les va mal. Echan más horas que un reloj, él con los botones y ella haciendo faenas y fregando suelos, pero están contentos porque se gana. Ella nos dice la cantidad de farolas que hay en Barcelona, que no me veas la luz que gastan. Claro, como en el pueblo andamos con tantas estrecheces, eso llama la atención.
Vencida la tarde, decaen las conversaciones y los viajeros se ensimisman, quizá lamentando las confidencias que han hecho a unos desconocidos. Baqueteados por el largo e incómodo viaje, algunos dormitan.
Aniceto cierra los ojos y se finge dormido. No le apetece hablar ni está acostumbrado a tanta conversación. Se pone a pensar en sus cosas.