Sentados en sendos sillones de orejas del saloncito de El Pardo, Franco y la Señora se disponen a asistir a un acontecimiento que marcará un hito en la historia de España y significará su definitiva incorporación a Europa y a la modernidad: la primera emisión de Televisión Española[287].
El acontecimiento está anunciado para las ocho y media de la tarde. El técnico electricista de El Pardo, Joaquín Díaz Rodríguez, duchado para la ocasión, uñas cortadas y limadas, zapatos lustrados y mono blanco recién planchado, acciona uno de los botones buscando una visión óptima de la carta de ajuste.
—Vamos a ver cómo sale el padre Bulart —comenta, ilusionada, doña Carmen[288].
El Caudillo observa la pantalla y calla. Se siente íntimamente orgulloso: ha traído la televisión a España. Tenía esa espinita clavada porque en otros países, la pérfida Inglaterra por ejemplo, el invento hace ya años que funciona.
El impacto de la televisión en las familias fue notable.
A la misma hora las otras seiscientas familias pudientes de Madrid que disponen de receptor, entre ellas la del Chato Puertas, aguardan ilusionadas el histórico momento en que aparezcan las imágenes tras la opaca ventanita de cristal con esquinas redondeadas y abultamiento de casquete esférico. La emisión alcanza un radio de cincuenta y cinco kilómetros a partir de las instalaciones del paseo de La Habana. Tardará años en disponer de estaciones repetidoras que la extiendan a toda España.
El Chato ha invitado al acontecimiento a su compadre Nemesio. Mientras, Dora y Gusti preparan en la cocina un tapeo de jamón, queso añejo, aceitunas rellenas de anchoas y gambas blancas, los dos industriales dan cuenta de una botella de Rioja e intercambian impresiones sobre el nuevo invento.
—Yo esto lo veo como una chuminá —opina el Chato Puertas—, pero estos se han empeñado —señala a sus hijos Fonsina y Josián, que absortos en la pequeña pantalla beben Coca-Cola en el sofá lateral.
—Es que esto es el futuro, papá —replica Josián—. En el extranjero todo el mundo lo tiene, lo que pasa es que aquí estamos muy atrasados. Dentro de un año todo el mundo tendrá televisión y nos habremos olvidado de la radio.
—¿Todo el mundo? —replica el Chato—. ¿Tú sabes lo que vale este aparatejo? —se vuelve a Nemesio—: Cinco mil duros cuesta la broma, figúrate. No a mí, que conste, que se lo he cambiado al sargento Blackascoal por embutidos. A treinta y seis pesetas que está el salario mínimo, echa cuentas, niño, a ver cuántos años tiene que ahorrar un obrero para pagarse este capricho.
Mientras en El Pardo y en la residencia del Chato Puertas aguardan impacientes el comienzo de las emisiones, el director de la emisora muestra sus instalaciones al ministro Gabriel Arias-Salgado y al padre Bulart. Los siguen dos monaguillos de la parroquia del Buen Suceso con un cubo de agua bendita (proporcionado a la magnitud del edificio), el séquito del ministro, directores generales, subsecretarios y el resto del personal de la casa. En la sala de control de programas, el padre Bulart asperge hisopazos de agua bendita al tiempo que recita solemnemente sus latines.
Los técnicos presentes intercambian miradas de alarma. Al final, el jefe de montadores se adelanta hacia el capellán y le advierte al oído:
—¡Por lo que más quiera, padre, tenga cuidado con el agua, que esto está lleno de cables, no sea que por mano del diablo se mojen, tengamos un cortocircuito y nos arda la instalación, que no ha dado tiempo a montarlo todo bien y algunos aparatos están tente mientras cobro!
Asiente el padre Bulart, comprensivo, y en adelante se limita a asperger los rincones y zonas desprovistas de cables.
Después de cristianar todo el edificio, regresan al estudio principal, donde los técnicos de mono azul lo tienen todo dispuesto para proceder a la primera retransmisión de Televisión Española. Arias-Salgado ocupa la mesa del locutor frente a la cámara. Un subsecretario le pone delante los folios que contienen el discurso inaugural.
—Cuando suba la mano comienza, señor ministro —le advierte el realizador.
Arias-Salgado se yergue, se ajusta la guerrera del uniforme falangista (blanca sobre camisa azul), se toca el nudo de la corbata, carraspea aclarándose la garganta y queda pendiente de la señal. Cuando se produce, comienza su discurso.
—Hoy, 28 de octubre, domingo, Día de Cristo Rey, a quien ha sido dado todo poder en los cielos y en la tierra, se inauguran los nuevos equipos y estudios de Televisión Española. Mañana, fecha del vigésimo tercer aniversario de la fundación de Falange Española, darán comienzo los programas diarios de televisión en observancia de dos principios básicos: la ortodoxia y rigor desde el punto de vista religioso y moral con obediencia de las normas que en tal materia dicte la Iglesia católica y la intención de servicio, y el servicio mismo a los Principios Fundamentales y a los grandes ideales del Movimiento Nacional.
—¿Qué te parece? —le dice un técnico a otro.
—Pche, no se ha portado mal. Cuando inauguró Radio Nacional en Barcelona fue peor. Se ve que está perdiendo la fe[289].
Inauguración de la estación de Televisión Española.
en Madrid, 1956.
La muchedumbre se agolpa ante un escaparate para ver la tele, 1957.
Tras la actuación del ministro se emite el reportaje Veinte años de España, un idílico recorrido por la realidad nacional que muestra el pujante país a cuyo desarrollo la televisión va a contribuir decisivamente. A continuación se emite un número especial del No-Do[290], seguido de un documental sobre la Orden de la Merced, Los blancos mercedarios, que, por error, está en francés, otro sobre el arte del Greco, una actuación de los Coros y Danzas de la Sección Femenina y, finalmente, se cierra la emisión con el himno nacional[291].
—Aquella primera emisión oficial de Televisión Española fue un sufrir —recuerda el realizador Pedro Amalio López—. No salió nada bien, pero nada, nada, nada. Los micrófonos llegaron tarde, el discursito inaugural lo tuvo que repetir el ministro cuatro veces… había muchos nervios, estábamos muy poco preparados y fuimos de error en error.
Llega la televisión a enterrar el tiempo viejo y muere el novelista Pío Baroja que tan magistralmente lo había retratado. El vejete friolento que meditaba en sus paseos solitarios por el Retiro —al sol tibio del otoño, abrigo, bufanda y boina, las manos enlazadas atrás—, se fractura la cadera, se siente enfermo, se mete en la cama con su camisón y su gorro de dormir. El flamante premio Nobel Ernest Hemingway se cuela en un grupo de amigos escritores que lo visitan. Don Pío abre un ojo, lo reconoce a los pies de su cama y pregunta algo desabrido:
—¿Y este? ¿Qué hace este aquí?
Hemingway se acerca obsequioso a la cabecera del moribundo.
—Don Pío, he venido a ofrecerle mis respetos. El Nobel se lo merecían más usted o Azorín o…
—¡Bueno, bueno —lo interrumpe don Pío, malhumorado—, no diga más, que si dice más vamos a tocar a muy poco Nobel por cabeza!
Hemingway posa para una foto, sentado a la cabecera del escritor cascarrabias que nunca se casó con nadie, el brazo extendido sobre la cabecera, como si fueran amigos de toda la vida.
Don Pío fallece a los pocos días y lo entierran en el cementerio civil en su calidad de ateo, el impío don Pío[292].
Diego Medina y su amigo Javier Zulueta acuden a la manifestación de protesta contra la intervención soviética en Hungría.[293] Después se meten en el bar Western y piden un vermut con berberechos. En la radio del local, entrevistan al padre Venancio Marcos a propósito de lo revuelto que anda el mundo.
—¡Bendito sea el Caudillo que nos mantiene prósperos y en paz! —exclama el cura radiofónico con su voz timbrada y sugerente—. Fíjate que la guerra aflige a todo el mundo: en Chipre[294], en Egipto[295], ahora en Hungría, mañana Dios dirá. En todas partes menos en la católica España, la nación predilecta del Sagrado Corazón. Los rojos tendrían que advertirlo si no estuvieran tan obcecados por el comunismo…
El entrevistador le pregunta a propósito de un libro recientemente aparecido en los escaparates de las librerías.
—Lo conozco, lo he leído y lo apruebo. Precisamente lo tengo aquí y, si me lo permite, voy a leer un párrafo que he subrayado por su interés para las familias cristianas y oyentes en general. Dice así:
La manada de fieras sodomitas, por millares, se lanza a través de la espesura de las calles ciudadanas en busca de su presa juvenil. […] La alimaña sodomita, valida de su apariencia humana, una vez elegido el joven, se le aproximará, entablará conversación con cualquier pretexto […]. Vuestro hijo puede volver a casa corrompido, guardando su bochornoso secreto, que nada delatará; la monstruosa relación continuará y, dada su edad, su instinto sexual se torcerá y será para siempre un invertido. «Mejor muerto», gritaréis desesperados. Sí; mejor muerto vuestro hijo. […] Mejor devorado por cualquier alimaña. Mejor para él, para vosotros y para Dios[296].
—¡Paco, quita Radio Nacional, coño, que nos va a revolver las tripas! —se queja un Manolo achispado al dueño del bar—. ¡Pon algo más alegre, Radio Madrid o Radio Andorra mismo!