Pasa abril con sus flores y la fastuosa boda de la actriz americana Grace Kelly con el príncipe Rainero III de Mónaco, que dispara las ventas tanto de las revistas del corazón de clase media (Hola, Semana) como aristocráticas (Sol y Luna)[270].
Llega el verano con sus calores. Nicolás Holgado, el Manco, vende caramelos Pictolín de menta, chicles, tabaco suelto, cerillas, piedras de mechero, tronquitos de paloduz y profilácticos allá donde se aglomere la gente: salidas de cines, de teatros, de estadios, de iglesias, del hipódromo o de la plaza de toros, de la verbena de San Isidro, de la cola del Cristo de Medinaceli, incluso se desplaza al aeropuerto de Barajas para asistir al multitudinario recibimiento que la hinchada merengue dispensa al equipo madridista a su regreso de París, donde ha ganado la Copa de Europa al batir al Stade Reims por cuatro a tres[271]. Cientos de motocicletas con banderas y pancartas acompañan a los ganadores en su desfile triunfal por la Castellana, Alcalá y Casa de la Villa.
El Chato Puertas y su amigo Nemesio asisten, acompañados por las respectivas señoras, sobradamente maquilladas y enjoyadas, al bautizo de un nieto del industrial Argimiro Locubín servido por el prestigioso Jockey, aunque el bar estará a cargo de Perico Chicote, como es natural. El marisco procede directamente de Galicia, traído en un camión frigorífico preparado al efecto. Argimiro instruye en el pelado de gambas a la señora de un ministro invitado.
—Hay quien se lo toma con cubiertos —pontifica el industrial—, pero yo le aseguro, señora ministra, que el contacto con el metal estropea el marisco.
—¡Eso va a misa! —interviene algo achispado el obispo, igualmente gallego, que ha cristianado a la criatura—. Al marisco hay que echarle los cinco mandamientos y si no es suficiente con los cinco se le echan los diez —al comentar esto el prelado exhibe los diez dedos de sus manos, uno de ellos enjoyado con un grueso anillo, con un rubí del tamaño de un guisante.
—Bueno, yo sólo tengo nueve mandamientos —replica el industrial Barreiros, el mago de los camiones, exhibiendo su mano izquierda mutilada por un accidente—, pero pelo las gambas igual de bien, que para eso soy gallego.
Su eminencia sonríe pastoralmente mientras le indica al joven sacerdote que le hace de paje que aproxime a su radio de acción una fuente de ostras sobre lecho de hielo picado y ramitas de perejil que el camarero acaba de depositar en el centro de la mesa.
—¡Qué presentación, qué olor a mar! —alaba el pescador de almas.
Corre el Ribeiro en tazas y el Dom Pérignon en copas de corola hechas a la medida del pecho izquierdo de Josephine Baker. Tampoco falta la Coca-Cola ni la Citronia de limón o naranja para los niños.
Las señoras de los antiguos estraperlistas, hoy prósperos industriales, hacen corrillos y reparten la conversación entre el desuello y el textil (o sea, difamación de la amiga ausente y los trapos).
Larga meada frente al espejo. El Chato Puertas se observa las ojeras cárdenas mientras vacía la vejiga. No es que se esté haciendo mayor, es que trabaja mucho y duerme poco, también quizá que alterna demasiado, por lo de los negocios, y que folla más de la cuenta, pero, como decía su padre, aunque nunca salió de pobre, cuando está el hierro caliente es cuando hay que martillearlo.
Al salir de los lavabos, el Chato Puertas se acerca a la mesa de los periodistas, palmea los hombros de un par de ellos.
—¿Os tratan bien?
—Superior, don Ildefonso —responde uno, señalando la montaña de cascaras de gambas que ha crecido en el centro de la mesa.
—¿Habéis traído los bolsillos forrados de hule? —bromea guiñando un ojo—. Hoy no va a hacer falta que os guardéis canapés. Creo que don Argimiro ha ordenado que a cada uno os den una bolsa de marisco, para la familia.
Se acerca su compadre Nemesio Lañador y le echa un brazo por encima confianzudamente.
—Fonso, acuérdate de que íbamos a ver a Iruela.
—Vamos allá antes de que se pase con el coñá.
Feliciano Iruela García es el jefe de la Oficina de Importaciones del que dependen las licencias. El Chato Puertas y Lañador están montando la mayor cementera de Europa en los montes de Toledo, pero necesitan importar libremente trituradoras americanas y hornos franceses.
Feliciano los ve venir y sale a su encuentro para evitar presentaciones. Prefiere que su mujer no sepa nada, que luego lo cuenta todo en la peluquería o en la partida del bridge con las amigas. El chalet de la sierra cree que lo ha comprado con la herencia de la tía Eudivigis que, aunque vivía en la miseria, resultó que tenía un fortunón en el banco y todo se lo ha dejado a su sobrino de Madrid.
—Me alegro de veros —los abraza con palmeo de omóplatos—. ¡Vaya bautizo, eh! Como la boda de Grace Kelly.
—Oye, y de lo nuestro ¿qué hay? —le pregunta el Chato.
—¡Eso está hecho, hombre! —responde Feliciano—. Lo único es que hay que mover papeles fuera de mi negociado, tres técnicos, gente apañada, ya veréis.
—¿Qué te parece si nos tomamos una paella en el Riscal? Los invitas y ya nos conocemos.
—No creo que quieran —se disculpa—. Son gente discreta y sólo quieren tratos conmigo. De todas formas acepto la paella y así hablamos. Mi secretaria te llama el lunes y quedamos.
Nuevos abrazos y cada mochuelo a su olivo.
—¡Coño, Fonso, ya tenemos que untar a otros tres! —se queja Lañador—. Este Feliciano es insaciable.
—¿Qué quieres? —el Chato se encoge de hombros—. El hombre quiere hacerse rico antes de que cambien al ministro y se vaya a la calle, como todos. Pero a nosotros nos puede hacer un apaño si montamos la fábrica antes que la competencia. El caso es abrir la sombrilla lo más grande posible para que nadie pueda poner la toalla. Hay que ir ampliando el negocio, Neme, convéncete.
—Es que si se acaban las viviendas protegidas, que eso no puede durar toda la vida, a ver dónde colocamos el cemento.
—¡A los americanos, coño!
—¿Y cuando terminen de hacer las bases?
El Chato toma del brazo a su compadre.
—Tengo un informe, entre tú y yo, de que el futuro está en las viviendas de construcción particular. ¿Tú te has fijado en la cantidad de parejas que se casan y viven con los padres?
Nemesio se lo piensa un momento.
—Más de la mitad de los españoles están así —reconoce—, pero ¿cuándo van a tener dinero para una vivienda propia aunque sea barata?
—¡Ahí está el detalle! Para eso están las letras de cambio. El futuro está en las letras de cambio. ¿No están comprando neveras a plazos? Pues lo mismo se pueden comprar pisos. Ya he hecho las cuentas con los del banco y están hablado con los abogados. Hacemos las casas y las vendemos por letras. ¡Que firmen resmas de letras y se entrampen para toda la vida! Gana el banco, ganamos nosotros y la gente ya verás cómo trabaja para no perder la vivienda. Que se busquen otro empleo o que echen más horas que un reloj. ¿No trabajamos nosotros diez o doce horas diarias para levantar España? Porque yo llevo así desde que acabó la guerra y tú lo mismo, con dos cojones. Pues el que quiera peces que se moje el culo. Que trabajen como nosotros. Un empleo para pagar la letra de la vivienda y otro para comer y vestir. Más fácil, imposible. Se pone en las cláusulas del contrato que en cuanto dejen de pagar una sola letra, la vivienda revierte en el constructor propietario, o sea, en nosotros, que hasta que no nos paguen hasta la última peseta no tenemos que escriturarla a su nombre.
Lañador titubea.
—¿Y eso puede hacerse?
—Si te rascaras el bolsillo como yo y pagaras un garito de abogados verías que sí —responde el Chato Puertas.
—Se dice bufete —corrige Lañador.
—Bufete o garito, ¿qué más da? —se impacienta el Chato.
En esas suenan unos tímidos aplausos. Acaban de aparecer en el estrado los miembros de la orquesta que amenizará la tarde, Los Javaloyas, con sus pantalones inmaculadamente blancos, sus chaquetas verdes y sus camisas beige con bordados en la delantera.
—Señores y señoras —anuncia en el micrófono el saxofonista y director de la orquesta—, tengo el placer de presentar ante ustedes al pequeño gran artista de la canción española. ¡Joselito![272]
Un delirio de aplausos se desata en la sala. Las madres y los niños se arremolinan en torno al escenario atropellando a los camareros que se esforzaban en recoger las mesas. En el escenario aparece sonriente Joselito, un niño bajito y guapo, en traje corto andaluz, pechera de encaje, que ajusta el micrófono a su estatura con soltura y destreza, hace una venia a la orquesta y aguarda como en trance, el ceño profesionalmente arrugado, a que suenen los primeros compases de Campanera, la canción de moda con la que él ha copado los espacios de discos dedicados en la radio[273].
Joselito en «El pequeño ruiseñor», 1957.
En el colegio de la Purísima de Madrid, en el Día del Domund, la celebración comienza por un sermón del padre Jonás Urdapilleta Echeverría S. J., que, encaramado en el púlpito, con voz cavernosa y mirada de fuego, advierte a las colegialas en flor que (cito textualmente) «esa aparente eclosión de belleza que os trae la primavera de los cuerpos es engañosa y obra del Maligno. ¿Sabéis lo que es el cuerpo humano, queridas hijas mías? Lo diré con las palabras inmortales de san Ignacio: no es más que un saco de podredumbre que arroja humores pestilentes por todos los agujeros».
—¿Se refiere a los pedos? —cuchichea Pitita Adánez al oído de su amiga Puri Hernández.
—¡Silencio! —las corrige en sordina la monja sor Reverberación desde el extremo del banco.
Después se representa una pieza en verso, El pato Donald misionero, escrita por doña Matilde Ribot de Montenegro, «señora de la aristocracia española (piedad auténtica, sólida y profunda, y por lo tanto auténticamente conquistadora)» dice el folleto[274]. La alumna Casilda Torres de Alquézar recita con emoción los versos:
Un día llegué a un poblado
y allí vi a un cura que era
indígena. Me contó
que unas monjas misioneras
lo educaron y después
tuvo vocación. Que era
más fácil al clero indígena
lograr que allí se convirtieran.
En la sala de banderas del Gobierno Militar de la IX Región, sito en el antiguo convento de la Merced, varios militares comentan un suceso que los tiene descontentos.
—No es una simple ofensa —dice un teniente coronel—, es una mancha en el honor de todo el Ejército, de la oficialidad toda.
—Yo siempre he dicho que el moro si no te la da a la entrada, te la da a la salida, pero, claro, el Caudillo se fía de ellos y ya ves cómo le pagan.
Se trata de Mohamed ben Mizzián al-Kassem, el moro que hasta hace unos meses sirvió en el Ejército español y tras la independencia de Marruecos causó baja voluntaria para consagrarse a la organización de las Fuerzas Armadas de su país[275]. El año pasado, cuando era capitán general de Canarias, se conocieron y se enamoraron una hija suya y un capitán del Cuerpo Jurídico del Ejército destinado en Santa Cruz de Tenerife. Mizzián, que seguía profesando la religión musulmana, se opuso a que su hija se casara con un cristiano, pero no pudo evitar que los enamorados se casaran en secreto[276]. Después de unos meses sin trato alguno con la pareja rebelde, Mizzián pareció recapacitar, aceptó la boda y para mostrar que por su parte todo estaba olvidado invitó a la pareja a un segundo viaje de novios por Marruecos. Cuando los recién casados aterrizaron en Tetuán, retuvo a su hija y envió al yerno, con una escolta, a la frontera de Ceuta. Tiempo después obligó a la hija a casarse con un moro de buena familia.
—Y el Caudillo, ¿qué dice de esto? —pregunta uno de los ilustres soldados—. Por muchas vueltas que se le dé al caso se trata de un general del Ejército español que secuestra a la esposa de un oficial de su Ejército. ¡Es de consejo de guerra y aplicación del Código Militar![277]
—Franco se ha desentendido.
—¡Pero Mizzián es general de la reserva y cobra todavía el sueldo de la caja del Ejército!
—El Consejo Supremo de Justicia Militar ha propuesto suprimirle la pensión, pero Franco ha ordenado que se le siga pagando.