Doña María está inconsolable. Repite mecánicamente a la gente que le da el pésame: «Estaba en gracia de Dios. Había comulgado por la mañana. ¡Está en el cielo!», pero ni siquiera el convencimiento de que Alfonsito ha mejorado de estado la consuela. Convocan a su confesor, el padre Valentini, que interrumpe sus vacaciones en Madeira para impartir a la ilustre dama el consuelo de la religión. En vano. Después de una semana de pláticas de piedad y fe y de resignación cristiana, el cura se da por vencido y sugiere la conveniencia de recurrir a la medicina. Los Rocamora consultan con el psiquiatra López-Ibor en Madrid, que les recomienda el ingreso de la ilustre paciente en una clínica alemana cercana a Frankfurt especializada en el tratamiento de depresiones exógenas. Doña María se ingresa con su amiga y dama de compañía Amalita López-Doriga.
Deja atrás un triste cuadro familiar. Pilar se entrega a sus prácticas de enfermería en un hospital lisboeta. Margarita, la infanta ciega, que estaba muy unida a Alfonsito, está inconsolable y llora a todas horas, lo que altera los nervios de don Juan. Al final deciden que lo mejor para ella será cambiar de aires y la envían a Madrid, a un curso de puericultura[265] para el que no se requieren estudios previos (las infantas no han cursado siquiera el bachillerato elemental, innecesario, según don Juan, para personas de tan elevado rango).
Don Juan no encuentra mejor antídoto para su profundo dolor que lanzarse a la aventura marítima de atravesar el Atlántico en su yate Saltillo[266].
En Estoril coinciden muchos militares monárquicos y, como suele suceder en todo entierro hispano, aprovechan el encuentro para intercambiar opiniones sobre los temas que los preocupan, especialmente la ansiada restauración de la monarquía[267]. Se baraja la posibilidad de una fórmula intermedia: que don Juan III suba al trono y Franco tutele la institución como una especie de regente. El conde de Ruisefiada está organizando una trama de militares monárquicos.
—Esta vez podría ir en serio —murmura un general en cabildeo con dos colegas—. Contamos con la adhesión de José Bautista Sánchez.
—Eso son palabras mayores —dice el otro.
Y tanto que lo son. El general Bautista Sánchez es el capitán general de Cataluña.
—¿Y cuál sería el procedimiento? —pregunta el tercero.
—El único posible: golpe de Estado, exaltación a la presidencia del Gobierno del general Bautista, disolución del Movimiento y restauración de la monarquía en la persona de don Juan III.
—¡Bien que le vendría a don Juan tomar las riendas del Estado para superar esta desgracia!
El plan para restaurar la monarquía quedará en agua de borrajas. Entre los militares conspiradores hay espías de Carrero Blanco que mantienen informado al almirante. El ministro del Ejército, general Muñoz Grandes, le prohíbe a Bautista Sánchez que acuda a una reunión con el conde de Ruiseñada y se entrevista con él en Cataluña[268].
Sin perder de vista las distintas incidencias que se desarrollan sobre el terreno de juego nacional, Franco prosigue con su rutina habitual: mucha caza y pesca, alguna inauguración de pantano, alguna firma de tratado internacional[269]. La propaganda oficial, con el No-Do y los medios de comunicación a su servicio, persuade a los españoles de que Franco trabaja por ellos de sol a sol, incansable, como un estajanovista.