CAPÍTULO 42

Yo tenía un camarada

Los falangistas madrileños se han citado en la explanada del Alto de los Leones de Castilla para depositar una corona de flores y otra de laurel en el monumento a la memoria de los camaradas que allí dieron la vida heroicamente al comienzo de la Gloriosa Cruzada de Liberación Nacional. Diego Medina prosigue hasta Valladolid con otros camaradas de Falange en el Seat 1600 de uno de ellos. Asisten a la concentración falangista en la bella ciudad del Pisuerga[254].

—¡Si los caídos vieran cuánto han cambiado las cosas! —exclama Herruzo, empleado de Sindicatos.

—Yo, a veces, tengo la sensación de que los hemos traicionado.

—El Caudillo, aunque es providencial, de eso no cabe duda, quizá no ve que alguna gente que lo rodea está conculcando los ideales de José Antonio.

En Valladolid se concentran varios cientos de camisas azules, algunos llegados de distantes puntos de la geografía patria, en coches o autobuses.

Toma la palabra el camarada Arrese que explica, con cifras y datos, el deplorable estado de la herencia joseantoniana: sólo un 5% de los altos cargos del Estado son falangistas; de los 16 ministros, sólo 2 son camaradas; de los 17 subsecretarios, sólo 1 viste camisa azul; de los 107 directores generales, sólo 8 llevan el yugo y las flechas en la solapa; de los 50 gobernadores civiles, sólo 18 se confiesan falangistas… esas son las cifras elocuentes.

¿Quién nos está arrebatando la victoria? No hemos hecho una guerra para esto, no hemos ofrendado para esto nuestra sangre en el sagrado altar de la patria… y para colmo, ya sabéis que nos intentan imponer un rey Borbón, como si ya no hubiéramos tenido Borbones bastantes. ¿Dónde está el Estado sindical por el que hicimos la guerra? ¡Tenemos que ganar la calle, tenemos que retomar la revolución pendiente!

Las palabras se reciben con entusiasmo. Aclamaciones, gritos, consignas, fervor patriótico, brazos oblicuos, canto del Cara al sol, gritos de ritual virilmente coreados excepto el último ¡viva Franco!, en el que se percibe cierto desmayo.

—¡Camaradas! —torna a gritar el mantenedor—. Un momento antes de disolvernos, porque ya mismo nos vamos a almorzar, debo recordaros que hay que ponerse al día en las cuotas. Algunos camaradas llevan ya varios años sin pagarlas y ahora más que nunca necesitamos estar unidos en la empresa común.

Tras el cordero asado regado con pasable Valdepeñas (el Rioja se paga aparte) regresan a Madrid Diego y sus enfervorecidos compañeros de expedición. En el calor de la reavivada camaradería se trazan proyectos:

—¡Tenemos que retomar las reuniones semanales para tratar los temas falangistas!

—Por mí, estupendo.

—Yo hacía tiempo que lo tenía en la cabeza.

Todos se muestran de acuerdo, con distinto grado de entusiasmo.

Al llegar a Madrid se apean en Atocha.

—Entonces, ¿cuándo quedamos para la próxima reunión? —pregunta Diego.

—Bueno, nos llamamos y quedamos, ¿no? —sugiere otro.

—Eso, eso, nos llamamos —aprueba Herruzo.

Nunca se llaman. No se vuelven a reunir. Un mes más tarde, Diego se cruza con Herruzo en la plaza de Santa Ana y los dos se saludan levantando la mano, de lejos, como si llevaran prisa[255].

La verdad es que las jóvenes generaciones no se caracterizan por las preocupaciones políticas. Crecido en la posguerra, en una España autoritaria, el joven Vidal Cantero Galisteo no percibe las injusticias sociales, los abusos del poder, ni la falta de libertad que tanto aflige a la inquieta minoría universitaria. Él lo que quiere es vivir bien y comer caliente sin deslomarse trabajando. Por eso aprovechó que le tocó hacer la mili en Madrid para buscarse un empleo de repartidor en una panadería. Su padre está orgulloso de sus tres hijos:

—Los tres me se han daleao de trabajar en el campo —comenta ufano en la tertulia de los viejos, en la plaza del pueblo—. Mi Vidal, de representante en una industria panadera, de las mejores de Madrid, la que le lleva el pan a Franco; mi Antonio, en la Benemérita, que ya pronto lo ascienden a cabo, en la raya de Francia está; y mi Benito, en el seminario, que dentro de un año canta misa y le dan una parroquia. Ese es el que mejor está.

Vidal regresa al pueblo por las fiestas patronales, a mediados de agosto. Lleva su mejor ropa para pavonearse entre los conocidos y para que se vea cómo lo ha pulido la vida en la capital. También para darle en los hocicos a una muchacha a la que pretendió y de la que obtuvo calabazas porque ella picaba más alto. El día de la procesión de la Virgen se lava en un barreño de cinc con el agua calentita de haberse pasado toda la mañana al sol, y se dispone a estrenar unos pantalones vaqueros, el no va más de lo moderno, que le ha agenciado a buen precio un amigo que trabaja de camarero con los americanos en la base de Torrejón.

Llega a su cuarto y advierte, desolado, que, en su ausencia, su madre ha planchado los vaqueros y les ha marcado la raya.

—¡Esta mujer está tonta! —se lamenta—. A ver qué hago ahora.

Acude la madre solícita a ver qué ha enfadado a su retoño.

—Madre ¿a ti quién te ha dicho que los vaqueros tienen raya? —se encara con ella.

—¡Ay, hijo! Pues ¿no son unos pantalones? Pues tendrán que tener raya.

Vidal se arma de paciencia.

—¡Que no, madre, que no, que los vaqueros se llevan así, sin raya! Ya se la estás quitando.

—¿Eso cómo va a ser, unos pantalones sin raya? —se extraña la madre.

—Pues siendo, madre. Anda, pon la plancha y les quitas la raya.

—¡Ay, hijo, cómo les voy a quitar la raya! ¿Cómo vas a presentarte en la procesión con unos pantalones sin la raya hecha? Pase lo bastos que son, que parece mentira, que están hechos de lona de costal y esas costuras tan feas por fuera, con hilo blanco, y esos remaches tan horribles, pero ¿vas a llevarlos sin raya para que pregonen a tu madre de guarra?

Vidal se arma de paciencia:

—Que son sin raya, madre, que eso es la moda. Que aquí en el pueblo no entendéis de esas finuras, que sois muy bastos.

Al final, la madre, comprensiva, vuelve a calentar la plancha y le quita las rayas a los pantalones, sin dejar de refunfuñar:

—Desde luego, yo no sé si hemos hecho bien en dejar que se quede en Madrid. Las albóndigas las quiere secas y aplastás, sin caldo ninguno, porque dice que eso es lo fino[256], y ahora esto, ¡los pantalones sin raya! Y luego esas camisas a cuadros que ha traído, que parece mariquita. ¡Si esto es normal, que baje Dios y lo vea!

En la procesión de la patrona los vaqueros de Vidal despiertan la admiración de las muchachas y la envidia de los muchachos.