Pedrito de la Cruz Expósito, por mal nombre el Piojo Resucitao, es un conocido nuestro del libro anterior[15]. Entonces se dedicaba a distraer máquinas de escribir en el edificio de Sindicatos. El chollo le duró varios años, sin que nadie advirtiera la mengua de aquel material no consumible. Hasta que un aciago día nombraron subsecretario a un antiguo comandante de Intendencia al que le dio por hacer inventario de los bienes sindicales y reveló que habían desaparecido más de cuarenta máquinas de escribir.
Descubierto el pastel, el Piojo Resucitao, precavido, resolvió cambiar de medio de vida y no volvió a asomar por allí.
Ahora se dedica a actividades diversas, aunque por libre, sin sindicarse.
El 2 de febrero se pasa temprano por el mercado de la plaza de la Cebada a ver si hay algún mondongo chafado en la casquería que regenta su compadre Elías Fontán Ramírez, alias Medio Peo.
—Hoy no hay sobras —le avisa Medio Peo—, pero Burro Mojao te está buscando. Llevaba una corona a un entierro y lo estoy esperando para tomar el aguardiente.
Pedrito de la Cruz mata el tiempo merodeando por el mercado, a ver si cae algo, un bolso abierto al descuido, una longaniza que asome de un cenacho, algo así. Un guardia municipal lo reconoce:
—Piérdete de aquí, Piojo —le advierte—. Tengamos la fiesta en paz, o te llevo a chirona a que te fumiguen un poco.
Pedrito saluda, humilde, al guardia y se va a esperar al Burro Mojao en la acera de enfrente. Burro Mojao, en el siglo Torcuato Cifuentes Lopera, trabaja de repartidor de una floristería y de vez en cuando le da el queo, o aviso, de algo.
Al rato llega Burro Mojao.
—A ti te estaba buscando —le dice a Pedrito—. Tengo un encalomo de los buenos si te interesa[16]. Un difunto de postín. Acabo de llevarle una corona de las más caras.
—¿No me va a interesar? ¿No ves que estoy a dos velas?
—Esta faena es de las buenas —advierte Burro Mojao—. Hay que ir a medias.
—Bueno, a ver qué le vamos a hacer —suspira Piojo, resignado.
—Mira: es un velatorio en la calle Huertas, número 7. Un piso. El tío tenía una tienda de ortopedia y estaba forrao. ¡Fíjate qué asunto tan bueno pa el Manquito si no estuviera en chirona, o pa el Engañabaldosas…![17]
Pedrito de la Cruz, con un traje prestado que le queda algo holgado, se presenta en el velatorio de la calle Huertas dos horas antes del entierro. Cariacontecido, con lágrimas en los ojos, da el pésame a la viuda y a las hijas del finado.
—¿Cómo ha sido? —se interesa con la voz quebrada, el ceño fruncido, la expresión adolorida.
—¡Ay, mi pobre Pepe! —solloza la viuda—. De pronto. Ha sido de pronto. Se llevó la mano al pecho y no le dio ni tiempo a decir «la petaca pa mi yerno». Se dejó en la mesa el guisado de costillas, con lo que le gustaba.
—¡Vaya por Dios, señora —se conduele el Piojo—, a llevarlo con resignación cristiana!
Ya ha cumplido. Se aparta para dejar el puesto a otro visitante. Sale al pasillo atestado de gente y procura arrimarse a la parte de las habitaciones.
—¡No semos naide! —le murmura a uno de los que esperan el entierro.
—¡Ni micobrios!
En distintos corrillos, los asistentes al duelo cuentan chistes o discuten sobre la Liga, como es costumbre en los entierros patrios.
—¿Por qué le llaman a España el país de las tres eses? —alcanza a oír.
—Ni idea.
—Es muy fácil: sable, sotana y sindicato.
El Piojo no se integra en ningún corrillo. Mira al techo o al suelo y procura hacerse invisible hasta que, en un descuido, consigue colarse en un dormitorio y se esconde debajo de la cama. Allí aguarda pacientemente hasta que percibe un brusco decrecimiento del murmullo de las conversaciones. Es señal de que han llegado los de la funeraria. Tras unos minutos, en los que sólo se oyen toses y algún lamento de la viuda, escucha el golpe de la tapa del ataúd al cerrarse, seguido del roce de las sillas cuando la gente se pone en pie. Después el rumor del personal saliendo y el clic del pestillo en el silencio del piso vacío seguido de la llave que cierra la puerta. Aguarda todavía unos minutos por si alguien regresa por un olvido.
Nada. Cuando se ha asegurado de que nadie va a volver, sale de su escondite y desvalija concienzudamente la casa: mil doscientas pesetas, unas cuantas joyas de la viuda, la cubertería de plata, la radio Philips, un calientacamas de cobre, media docena de bragas de las huérfanas, el reloj del difunto, medio jamón de la cocina y dos pares de sábanas sin estrenar. En la salita de estar se queda mirando la máquina de coser, una Singer de las antiguas, con elaborado soporte de hierro forjado… se venden bien en el Rastro, pero cargar con ella y bajarla por las escaleras tan pinas y estrechas va a ser mucho lío. La deja. Lo que sí se lleva es el mejor par de zapatos del difunto, que gasta su mismo número más o menos. Se los lleva puestos y deja los suyos, viejos y remendados.
Pedrito el Piojo pertenece a los muchos millones de españoles a los que el Concordato que en adelante regulará las relaciones Iglesia-Estado deja indiferentes. Están demasiado ocupados en sobrevivir como pueden para meterse en políticas. No obstante, existe una minoría acomodada que se entretiene hablando de esas cosas.
Fermín Siles Arizala, licenciado en derecho, pagó ya su deuda con la justicia por haberse afiliado al Partido Republicano de Azaña, pero todavía no puede ejercer como abogado y se gana la vida como contable en dos fábricas. Los viernes, la única tarde que tiene libre, asiste a la tertulia de la rebotica de la farmacia Bellido, entre latas de harina infantil Pelargón y botes de yogur para recién paridas y enfermos convalecientes.
La conversación gira en torno al resumen del Concordato aparecido en la prensa. Don Fermín comenta el artículo 17.
—Eso de la «creación de un adecuado patrimonio eclesiástico» es pura codicia —señala—. ¿Y qué reciben el Estado y la sociedad a cambio de todo el generoso lote que se entrega a la Iglesia? —pregunta indignado—. ¡Nada!
—Bueno —matiza el boticario Bellido—, Franco se reserva el antiguo privilegio real de intervenir en la designación de obispos[18].
—Además le otorgarán la máxima condecoración vaticana, la Orden Suprema de Cristo —añade Ramón Leyva, que es propagandista y a veces se ve en la obligación de refrenar los ímpetus anticlericales de su amigo[19].
—Además de la petición por la salud del Caudillo que efectuarían los sacerdotes españoles en cada misa —añade Bellido[20].
—¡Tonterías! —exclama don Fermín.
—Quizá para ti sean tonterías —replica Leyva con mansedumbre cristiana—, pero puedo asegurarte que no lo son para los que creemos en Cristo y en la otra vida.
—Y ese privilegio de designación, ¿no es reconocer la injerencia del Estado en los asuntos eclesiásticos? —interviene Pepe Sánchez Martos, el librero.
—Hasta cierto punto —admite don Fermín, haciendo gala de conocimientos de derecho canónico—, porque el acuerdo lleva su trampa: el papa se reserva la designación libre de obispos auxiliares.
Ramón Leyva no disimula su satisfacción.
—¡Lástima que mi pobre padre no viva este momento! Hemos ganado los propagandistas.
—Cierto —lo ratifica don Fermín—. Y también es cierto que España tiene lo que se merece.
La noticia del Concordato con el Vaticano satisface igualmente a la duquesa viuda de Pradoancho, que de acuerdo con su íntima amiga de Madrid, Pitita Méndez de Lecea y Soto, duquesa de Sotosalbos, ofrece en sacrificio de acción de gracias su asistencia durante quince días a misa de ocho en las Salesas. A la salida, las amigas dan un paseo y desayunan chocolate con brioches[21].
A la hora de pagar, doña Pitita le dice al confitero:
—Anótelo en la cuenta, Manuel, y póngame también una docena de darlings de fresa y de menta.
—Ahora mismo, señora duquesa.
El confitero destapa uno de los contenedores de cristal, introduce la mano por el agujero y toma un puñado de caramelos.
—Yo prefiero los toffes de la Viuda de Solano —indica la duquesa de Pradoancho—. Por lo menos no te dan disgustos como a la Cenicienta.
Las dos marquesonas ríen a coro, aunque cada una en su tesitura, Petronila con un jua, jua, jua oceánico y Pitita con algo más parecido a la risotada de una hiena. La Cenicienta, que tanta gracia les hace, es su amiga Lupita de Soria Pozas, duquesa de Almagro, una de las pocas aristócratas que confirmó su asistencia a la boda de Carmencita Franco. Al final no pudo ir porque la víspera perdió un incisivo mientras masticaba un darling de limón. Por eso la llaman la Cenicienta, porque se quedó sin fiesta, por tonta.
Afuera empieza a llover. Lluvia vivificante sobre los campos de la católica España. La Cuaresma está próxima. En el mundo rural, atrasado, precrítico, los párrocos que de oficio ofrecen cada misa por el Caudillo (ducem nostrum Franciscum) preparan el recibimiento de los padres misioneros que cada año hacen su ronda para recristianizar la patria: sermones, charlas religiosas, conferencias edificantes, rezo del santo rosario, reuniones eucarísticas de las Marías de los Sagrarios y de las cofradías, adoraciones nocturnas, rosarios de la aurora, catequesis en las escuelas… España es tan católica que incluso se dan casos de santidad entre los recalcitrantes asesinos condenados a muerte.
Cárcel de Vitoria, 13 de junio de 1953. Van a ejecutar a Juan José Trespalacios[22]. Este hombre descreído ha vivido apartado de toda religión, sin temor de Dios, pero en el angustioso trance de enfrentarse a la pena de muerte, ha tornado al redil cristiano y ha observado, durante sus últimos meses, una vida de santidad ejemplar. En las muchas cartas dirigidas a su director espiritual firma «su querido criminal, esta vil criaturilla, el esclavito de María». Cuando le notifican la ejecución exclama: «¡Gracias, Señor, por fin se cumplen mis deseos, mi ejecución y en sábado! Deseaba morir en sábado, día de la Virgen, y se me ha concedido esta gracia».
Ya en capilla, el condenado recibe un telegrama de las religiosas esclavas del Corazón de Jesús que colectivamente «le felicitan entrada triunfal en el cielo». En una larga posdata la superiora lo insta a que «me prometa antes partida cielo será mi especial protector cuando esté con Jesús y María» (o sea, un trato de favor, que para eso es la superiora).
En la prisión de Vitoria la jerarquía religiosa no descuida ningún detalle. Facilitan al reo recordatorios impresos:
Yo, Juan José Trespalacios, dentro de breves momentos he de comparecer en la presencia de Dios…
El capellán y director espiritual, padre Ibáñez Argote, recomienda al verdugo, Florencio Fuentes: «Proceda usted con cuidado, que no le haga daño», a lo que Trespalacios, muy en su papel de sufridor cristiano, replica: «No tenga usted ningún cuidado. Hágame todo el daño posible».
Ajeno al folclore religioso, el verdugo acciona el garrote y Trespalacios —copiamos del informe del capellán— «muere instantáneamente, sin una mueca de dolor. Con placidez»[23].