Al día siguiente Diego Medina y su amigo José Ramón leen Arriba mientras desayunan café con leche y porras en la chocolatería de San Ginés y repasan los nombres de los detenidos «con motivo de las alteraciones producidas en Madrid, todos los cuales han pasado a disposición de la autoridad»[232]. En una segunda redada caerán otros sospechosos, entre ellos Fernando Sánchez Dragó[233]. El diario comenta que se trata de «tránsfugas, apóstatas, resentidos y maleantes conocidos, ya fichados».
La policía interroga a los detenidos en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol[234]. «¿Quién redactó el Manifiesto? ¿Cuántos sois? ¿Quién es el jefe? ¿Qué contactos mantenéis con Carrillo y los comunistas?». Algunos policías se muestran paternales con algún muchacho descarriado por las malas compañías: «Pero hombre, no ves que los agentes de la masonería os envenenan con malas lecturas. ¿Cómo lees al Kaftan[235] ese pudiendo leer a nuestro don José María Pemán?». Aparece el comisario Roberto Conesa Escudero cuando están interrogando al joven Sánchez Dragó y le revela un secreto familiar que ignoraba[236].
Dos días después, Franco, ya de regreso de sus jornadas cinegéticas, convoca nuevo Consejo de Ministros. El ministro de la Gobernación expone las medidas represivas que se han tomado y las detenciones que se han efectuado.
—Habrá que esclarecer quién fue el autor del disparo —interviene conciliador Martín-Artajo, ministro de Asuntos Exteriores y católico.
Franco lo reprende:
—¿Usted también se cree los rumores que propalan los enemigos[237]?
Martín-Artajo comprende que ha metido la pata. Hasta el corvejón. Siente que la sangre se le agolpa en las orejas, mira fijamente la carpeta negra que tiene delante y no pronuncia palabra durante el resto del Consejo, como el alumno reprendido severamente por el maestro.
Al día siguiente aparece en el BOE (14 de febrero de 1956) el decreto de cese de Ruiz-Giménez y su sustitución por José Rubio[238]. También rueda la cabeza (es metáfora) del secretario general del Movimiento, Fernández Cuesta[239] (la vieja táctica del gallego de expulsar a uno de cada grupo político para mantener el equilibrio) y, en el mismo lote, la del dimitido rector Laín Entralgo. El SEU queda definitivamente desprestigiado entre los estudiantes y en lo sucesivo será un mero refugio de falangistas apesebrados, sin representatividad real.
Franco ha perdido la universidad. Tras la brutal represión de 1939, la pacificación de la universidad española ha durado apenas tres lustros. En lo sucesivo sólo le traerá problemas.
Los desórdenes estudiantiles y el descontento general persuaden a algunos miembros del Gobierno de la necesidad de introducir cambios. El ministro de Trabajo, José Antonio Girón, corpulento, bigote fino, camisa azul, revolución pendiente, idea una respuesta populista que calmará los ánimos y demostrará, además, que es un hombre de ideas y que la doctrina social del Ausente (o sea, José Antonio) se mantiene vigente entre la selecta minoría. En un gesto demagógico propone al Gobierno (y este lo aprueba alegremente) una subida de salarios del 20%[240]. Los ministros, todos ellos ayunos en materias de economía moderna, ignoran que existe una interrelación entre salario, empleo, precios y comercio exterior y que el resultado de esa súbita e incontrolada elevación de los salarios provocará un cataclismo económico: subida de precios y agotamiento de la reserva de divisas. Un desastre que hoy se estudia en las facultades de Economía de medio mundo con el nombre de «error Girón».
El ministro Girón en uniforme de Falange.
La Uruguaya recibe al comisario Carranza, su antiguo amigo y a ratos amante y protector, en su saloncito chino, decorado con falsos jarrones Ming, una mesita de jade holandés, mantones de Manila y ampliaciones de las fotografías de su lozana juventud enmarcadas como si fueran Murillos. Los recuerdos de su vida, un lugar reservado para los íntimos.
—¿Qué de bueno te trae por aquí, Fede? —saluda exhalando una bocanada de humo de su cigarrillo americano extralargo inserto en una boquilla de marfil.
—No traigo buenas noticias, Mabel: que van a cerrar las casas de niñas. Las han declarado «tráfico ilícito».
Mabel arruga el entrecejo y aplasta el cigarrillo en el ojo del dragón rampante que adorna el cenicero de plata maciza.
—¿Cómo va a ser eso? —se extraña.
—Ya lo ves. Lo sé de buena tinta. Mañana sale en el BOE[241] pero ya estamos recibiendo la normativa en comisaría. Tenemos que hacer una lista de las casas de citas que haya en nuestra jurisdicción.
—Vaya, hombre, primero lo del dichoso partido Barcelona-Valencia y ahora esto; parece que tenemos la china —comenta la Uruguaya con un profundo suspiro de resignación[242].
La Uruguaya agita una campanita de plata. A la escasa luz que se filtra de los espesos cortinajes rojos luce su hermosura madura y se adivinan los muslos potentes tras la bata de andar por casa. Acude una de las chicas.
—¿Ha llamado, doña Mabel?
—Sí. A ver, ¿qué va a tomar, don Federico?
—Un café con leche —solicita el comisario.
—¿Quieres una torrija? —ofrece la Uruguaya—. Las he hecho yo, las primeras del año.
—Bueno.
—Para mí un café solo y espeso —solicita la Uruguaya.
Cuando la muchacha marcha a cumplir el encargo, reanudan la conversación. El comisario saca una circular que lleva en el bolsillo. Se cala las gafas y lee:
—«Decreto ley sobre abolición de centros de tolerancia y otras medidas relativas a la prostitución» —tras el título, se salta la introducción y busca más abajo el meollo de la ley—: «Velando por la dignidad de la mujer, y en interés de la moral social, se declara tráfico ilícito la prostitución […]. Quedan prohibidas en todo el territorio nacional las mancebías y las casas de tolerancia, cualesquiera que fuesen su denominación y los fines aparentemente lícitos a que declaren dedicarse para encubrir su verdadero objeto».
—Y esa barbaridad, ¿a quién se le ha ocurrido, al meapilas del ministro? —inquiere la Uruguaya.
—No, por lo visto es una cosa que viene de la ONU[243].
—¡Ah! ¡Vaya por Dios! Con las ganitas que teníamos de entrar en la ONU…
—En fin: eso es lo que hay, Mabel —suspira Carranza.
—Pues francamente, no creo que consigan nada, aparte de que las niñas sigan en el oficio, pero sin control médico.
La Uruguaya lleva razón. La prostitución no desaparece, sino que se refugia en la clandestinidad. Al principio algunas casas principales adoptan la forma de talleres de costura o incluso pensiones para señoritas, pero al poco tiempo la normativa se olvida, la policía hace la vista gorda y todo sigue igual que en los tiempos de la tolerancia, excepto por el hecho de que algunas chicas se establecen por su cuenta, amparadas por rufianes, y otras, las de mejor presencia, se emplean como camareras en las llamadas barras americanas que les proporcionan cobertura legal. Veronique, Olga y las de más categoría siguen acudiendo a la barra de Chicote y al Riscal sin miedo a las inclemencias de la autoridad.
—Esto es cosa de los curas —comenta Veronique.
—¡Pero si ellos son los que más follan! —replica su amiga con aplastante lógica[244].
—Sí, pero se lo hacen con las que se ligan en los confesonarios —señala Veronique—. No se dan cuenta de que los hombres normales no tienen tantas facilidades.
Los tertulianos de la barbería El Siglo están ya en esa edad en la que el cierre de los prostíbulos no los afecta, por lo que orientan su discusión alternativamente hacia el fútbol y los toros.
En la barbería El Siglo se reciben tres periódicos: el Jaén, diario provincial del Movimiento[245]; el deportivo Marca[246] y el semanal Dígame, taurino. También hay sobre la repisa del perchero algunos números atrasados de la revista religiosa El Granito de Arena, que aporta desinteresadamente don Próculo, el secretario del obispo, en su afán de apostolado. Pepe, el barbero, se ha especializado en esquilar la tonsura a los canónigos de la vecina catedral.
—Del tamaño de un duro —le recuerda siempre don Próculo.
—No se preocupe, padre.
—Y bien redonda.
—A su gusto.
Pepe, el barbero, pertenece a esa legión de españoles que debido a las circunstancias se ven obligados a disimular sus inclinaciones. No va a misa, pero tampoco lo pregona.
Esta tarde, en El Siglo, se habla de toros.
—El mejor, Julio Aparicio —pontifica Laynez.
—¡Qué va, hombre! —replica Ayllón—. Donde se ponga Miguel Báez el Litri que se quite ese.
Laynez se amohína:
—Donde esté el toreo clásico y elegante de Aparicio que se quite el Litri, que sólo sabe citar de lejos y aguantar el tipo delante de los pitones. Eso emociona, pero no es torear. Yo no sé si habréis notado que los toros se están convirtiendo en un circo con gente como el Litri y otros peores, que tiran la muleta, le hacen desplantes al toro, chupan el cuerno, hacen el teléfono… ¡Eso no es torear!
—No os peleéis. Haya paz —interviene Pepe, el barbero—. Os voy a contar el último de Franco. La mujer de un legionario pare trillizos, dos niñas y un macho, y Franco se ofrece como padrino. El legionario, agradecido, le pone al niño Franco y a las niñas España y Falange. Pasan unos meses y Franco llama al legionario y le pregunta: «¿Cómo están mis ahijados?». Y el otro le dice: «A sus órdenes, excelencia: España, llorando; la Falange, chupando de la teta, y Franco durmiendo».
Cocina del bar del Chispa Higuera, Sierra de Huelva, 1959.