CAPÍTULO 38

Rebelión estudiantil

Una ola de frío afecta a España. No se conocía tanto frío desde hace muchos años. Los charcos amanecen con una gruesa capa de hielo. Una epidemia de molestos sabañones en pies y orejas se extiende por el país, especialmente entre la gente modesta que habita viviendas mal acondicionadas. La radio declara que las heladas perjudican los cultivos.

—¡Vaya por Dios! —dice don Próculo escuchando las noticias de la mañana mientras se afeita para decir misa—. Antes la pertinaz sequía y ahora que llueve, la pertinaz helada. No sabe uno ya a qué santo encomendarse…

En Madrid, el 6 de febrero hace un frío seco y mesetario que pone nubes de vaho delante del aliento. Ni siquiera los mendigos se atreven a viajar en los topes de los tranvías: en el acero helado te dejas la piel.

Lo único caldeado son los corazones de los patriotas que no se arredran por el frío.

Josián, el hijo del Chato Puertas, sólo tiene dieciséis años, pero está tan crecido que ya aparenta ser un hombretón de dieciocho. Cuando entra en el caserón de la calle San Bernardo, sede de la Facultad de Derecho, pasa perfectamente por estudiante. Él y los nueve camaradas que lo acompañan desabotonan sus abrigos y gabardinas para lucir la camisa azul falangista y las insignias del SEU, a pecho descubierto, que se sepa quiénes somos.

Los escuadristas de las Falanges Juveniles de la Guardia de Franco, el núcleo más puro del Frente de Juventudes, se disponen a escarmentar a esos rojillos que pululan por la universidad. Ascienden en tropel por la escalinata, apalean con sus porras de arena compactada a varios estudiantes que repartían copias del Manifiesto estudiantil, rompen archivadores, despeñan un armario por el hueco de la escalera y tras amedrentar a los estudiantes que encuentran por los pasillos abandonan la facultad ordenadamente, sin prisas, cantando el Cara al sol. En la escalera se cuadran brazo en alto, marciales, ante los mutilados, yugo y flechas que presiden el rellano, el sagrado símbolo de la Falange que ayer profanaron los rojos (le arrancaron una de las cinco flechas). Esa ha sido la gota que ha colmado el vaso, después de que el SEU perdiera las últimas elecciones a delegados de deportes de Derecho.

Los estudiantes apaleados se toman la revancha destrozando el mobiliario de la oficina del SEU. El rector Laín Entralgo telefonea a la policía para denunciar la intrusión en el recinto universitario de un tropel de «individuos de camisa azul que no parecían estudiantes»[225].

Diez minutos después llega la policía. Mientras sus números (hoy se diría «efectivos») ocupan porra en mano las dependencias, el inspector Rodríguez Fusta, de paisano, se agacha a recoger uno de los folios impresos a ciclostil que alfombran el vestíbulo y comprueba que son copias del mismo Manifiesto que tiene sobre su mesa de despacho: caprichos infantiles de estudiantinos que lo tienen todo en la vida y se dedican a enredar. Para esto hicimos la guerra. Y estos son los hijos de los que la ganaron, los privilegiados, los señoritos de la universidad mimada por el Régimen.

El inspector Rodríguez contempla el futuro con pesimismo. Ya veremos cómo se aparejan las cosas cuando empiecen a movilizarse los hijos de los vencidos, lo que tiene que ocurrir tarde o temprano.

El Manifiesto en cuestión critica «la estructura artificiosa de la universidad española [o sea, el gubernativo y falangista SEU] que impide la auténtica manifestación y representación de los universitarios» de donde se sigue «la esterilidad y los fracasos cosechados en el terreno intelectual, deportivo y sindical, fracasos que nos humillan en todo contacto internacional ante los estudiantes de otros países». Los redactores del Manifiesto exigen que se convoque «un congreso nacional de estudiantes, con plenas garantías para dar una estructura representativa a la organización corporativa de los mismos»[226]. O sea, democracia, como si eso fuera posible en España.

Dos días después, Josián vuelve a vestir la camisa azul y sale a la calle con la cachiporra en el bolsillo del abrigo. Es el Día del Estudiante Caído y no hay clase[227]. Josián ha quedado con los camaradas de su centuria para el tradicional homenaje que rinden los jóvenes falangistas a la memoria de Matías Montero en el lugar de la calle Víctor Pradera, donde el joven falangista perdió la vida. Al regreso del emotivo acto, en el que se leen las palabras de José Antonio dedicadas al joven mártir de la Falange, el grupo de Josián se cruza con una manifestación de estudiantes que reclaman elecciones libres en la universidad. Se produce un intercambio de insultos y mamporros. En medio de la reyerta suena un tiro. El falangista de dieciocho años Miguel Álvarez se desploma con un balazo en la cabeza. Se especula si ha sido un disparo accidental de otro falangista, lo que hoy se dice fuego amigo porque el orificio de entrada lo tiene en el occipital[228].

La noticia de los sucesos sorprende a Ruiz-Giménez, ministro de Educación, en Salamanca. Inmediatamente regresa a Madrid, pero a la entrada de Ávila lo aguarda un retén de la Guardia Civil para darle un recado.

—Señor ministro, lo esperan en el Gobierno Civil —le comunica el sargento cuadrándose reglamentariamente.

Desde el Gobierno Civil de Ávila el ministro mantiene una conversación telefónica con su subsecretario, Royo Villanova, que le explica lo ocurrido en Madrid.

—Ministro, han llamado de El Pardo —le dice sin disimular su preocupación—. El Caudillo te aguarda lo antes posible. Si te parece, salgo a esperarte en el Alto del León[229] y te pongo al corriente de los sucesos mientras regresamos a Madrid.

—Buena idea.

En el coche, Royo Villanova le cuenta que los falangistas han confeccionado listas negras para ejecutar una sonada venganza si muere su camarada herido, la consabida dialéctica de los puños y las pistolas del arsenal retórico de la Falange.

Franco recibe a Ruiz-Giménez y lo reprende por no haber sabido reconducir a los jóvenes universitarios. Hace tiempo que preocupa al Caudillo el desvío doctrinal de unos estudiantes que pertenecen a familias de derechas, mimadas por el Régimen, y sin embargo se muestran díscolos e indisciplinados. Ya lo advirtió, meses atrás, en su mensaje de Navidad de 1955, cuando mostró su preocupación por «la supervivencia de los resabios liberales» en las nuevas generaciones que no habían vivido la experiencia de la guerra:

Tengo que preveniros de un peligro: con la facilidad de los medios de comunicación, el cine y la televisión, se han dilatado las ventanas de nuestra fortaleza. El libertinaje de las ondas y de la letra impresa vuela por los espacios, y los aires de fuera penetran por nuestras ventanas, viciando la pureza de nuestro ambiente. El veneno del materialismo y de la insatisfacción…

El centinela de Occidente comprueba con pesar cómo los malos efluvios liberales emanados por las democracias operan ya en el interior de España pervirtiendo a su juventud.

Vuelto a Madrid, el primer acto del ministro consiste en visitar al falangista herido y rezar por su salvación.

El rector Laín Entralgo prefiere no dormir aquella noche en su domicilio y pide al ministro y amigo que lo cobije en el suyo.

—Encantado de recibirte en mi casa, pero ¿así estamos? —se asombra Ruiz-Giménez.

—Así, si no peor —le dice Laín—. Mi nombre figura de los primeros en las listas negras falangistas de la gente que hay que eliminar si muere el estudiante herido.

También figuran, por lo visto, notorios líderes universitarios opuestos al SEU, entre ellos Múgica Herzog y Ramón Tamames.

El gobernador militar de Madrid, general Rodrigo, manifiesta su postura con sutileza castrense:

—¡Aquí no se mueve ni Dios!

—Mi general, no se altere, ¡su corazón! —interviene su ayudante de campo.

—¡Me altero porque me sale de los santos cojones! —se ratifica el ilustre soldado.

—Parece que los falangistas están acumulando armas en sus locales —informa su teniente ayudante.

—¡Que se las requisen ahora mismo!

A la mañana siguiente, el general Muñoz Grandes, ministro del Ejército, y el general Rodrigo visitan a Franco.

—Si alguna persona de esas listas falangistas resulta herida, el Ejército tomará Madrid —advierte Muñoz Grandes[230].

En el Consejo de Ministros arrecian las críticas sobre el ministro de Educación caído en desgracia y contra su necio aperturismo, que ya se veía venir desde el año pasado, cuando presidió indebidamente el entierro de Ortega y Gasset. Se acuerda derogar el artículo 35 del Fuero de los Españoles y declarar el estado de excepción en todo el país. Se suspenden las clases indefinidamente en la Universidad Central mientras se desarticula la célula comunista[231]. Terminado el Consejo, Franco se va de caza. El Caudillo no aplaza una jornada cinegética así se hunda el mundo.