La propaganda oficial exalta la intensa vida laboral del Caudillo y su legendaria resistencia al cansancio.
—Este hombre echa más horas que un reloj —señala Leyva con el diario Arriba entre las manos.
Todo el mundo sabe que la ventana del despacho del Caudillo permanece encendida cada día, fiestas y domingos incluidos, hasta altas horas de la madrugada: «La lucecita de El Pardo», como la llaman los cronistas turiferarios[212]. Cualquier español puede penetrar en el despacho de trabajo del Caudillo a través de las imágenes del No-Do y comprobar por sí mismo que la mesa y las estanterías están cubiertas de pilas de informes y carpetas.
La cruda e insobornable verdad es que Franco no da golpe, que su principal actividad consiste en cazar y pescar. Él se limita a elegir a los ministros que cree más idóneos para que hagan el trabajo por él procurando mantener cierto equilibrio entre las distintas familias de la derecha (monárquicos, falangistas) mientras su verdadera fuerza se basa en el Ejército. Franco dirige España como se dirige un cuartel. En realidad, su principal preocupación, cuando no la única, es mantenerse en el mando («mando» es el vocablo militar que equivale a «poder»). Para ello sabe sortear con astucia los obstáculos que amenazan su perpetuación al frente de los destinos de la patria. O sea, nuevamente, «Franquito es un cuquito que sólo piensa en lo suyito».
El más directo colaborador de Franco, su primo, el teniente general Franco Salgado-Araujo, anota en su diario:
Las cacerías de este mes —de donde salen grandes favores, permisos de importación, tractores, maquinarias agrícolas, etc.— han sido y van a ser las siguientes: 30 y 31 de octubre pasado, más los días 2, 3, 4, 5 y 6 de noviembre; después, 12, 13, 14, 19, 20, 21, 26, 27, 28, 29. Es decir, diecisiete días en un mes, quedando trece solamente para trabajar, y si a estos se restan los cuatro consejos, las audiencias militar y civil, que suman otros doce y algún acto de presentación de credenciales, resulta que no queda ni un día para estudiar los asuntos de Gobierno. Y a estos hay que sumar los ministros que, como siempre, asisten a las cacerías, entre ellos, además de los ya indicados, Agricultura (Cabestany) y Comercio (Arburúa), van los del Ejército, Secretaría de la Presidencia, Aire y alguno más. Queda comprobado que el Gobierno se divierte como en el Congreso de Viena, pero allí se trabajaba más[213].
Franco sería feliz si no fuera por algunos problemillas que surgen en el interior, promovidos por sujetos díscolos que muerden la mano que los alimenta. Rememora lo ocurrido unos días atrás.
Monasterio de El Escorial. Mañana gris y neblinosa. Sobre las losas de granito de la explanada del monasterio montan guardia, en perfecta formación, dos centurias madrileñas, una de la Guardia de Franco y otra del Frente de Juventudes. Los adoctrinados jóvenes que componen las centurias, todos en camisa azul remangada, están ateridos debido a las bajas temperaturas, especialmente los del Frente de Juventudes, que, además de fina camisa, gastan pantalón corto.
Cuando llevan dos horas tiritando y algunos rostros azulean, llega, por fin, la comitiva de coches negros, casi fúnebres, que portan al Caudillo con su séquito y escolta y a las jerarquías del Movimiento. El Caudillo, abrigo negro, tan cerrado que apenas deja ver la camisa azul, y boina roja, se apea de su automóvil e inicia el paseíllo hacia la entrada principal del monasterio pasando revista rutinariamente a las dos compañías que flanquean el pasillo de autoridades. De pronto, a una señal, una de las compañías gira marcialmente (media vuelta… ¡ar!) y le da la espalda al tiempo que una voz recia brota de sus filas:
—¡No queremos reyes idiotas! —resuena el grito en la explanada.
Franco disimula y prosigue su camino. El séquito y la escolta lo imitan, nerviosos.
La policía investiga: la centuria rebelde salió de Madrid muy de mañana, todavía de noche, e hizo el camino a pie alternando el canto de «montañas nevadas, banderas al viento, etc», con el de canciones subversivas.
—¿Qué canciones? —inquiere el inspector Federico Salas Enciso, encargado del caso—: ¿Un estudiante a una niña y cosas así?[214]
—No, señor comisario, más subversivas.
—¿Como qué?
El informador carraspea.
—Es que me da cosa repetir esas barbaridades —declara—. Yo soy, de toda la vida, afecto al Movimiento y al Caudillo.
—¡No me jodas, que te meto un paquete! —interviene el inspector, persuasivo—. ¡Canta de una puta vez, que se me está pasando la hora del cafelito!
—A sus órdenes, pero que conste que no estoy de acuerdo con la letra —advierte el informante, y tras una profunda inspiración rompe a cantar con entonación notable:
Con los nietos de la mano
inaugura los pantanos.
En la pesca del salmón
es un campeón.
Paco, Paco, Paco…
—¡Eso no se puede consentir! —lo interrumpe el inspector con un puñetazo en la mesa.
—Es lo que yo digo, señor comisario.
Después del funeral por José Antonio, Franco regresa a El Pardo, meditativo. Últimamente se han consentido demasiadas salidas de tono a los alevines falangistas. Este verano, sin ir más lejos, abuchearon a don Juan Carlos en su visita a un campamento del Frente de Juventudes en la sierra de Guadarrama y hasta le cantaron una canción contra la monarquía[215]. Llegado al palacio, Franco se pone el pijama y las pantuflas, descuelga el teléfono y destituye de manera fulminante al delegado nacional del Frente de Juventudes, José Antonio Elola.