Regresemos al Madrid de 1955. En el Negociado censor de Diego Medina se reciben instrucciones directas del ministro Arias-Salgado: la prensa debe conceder poco espacio a la noticia de la muerte del filósofo Ortega y Gasset, aunque el propio ministro de Educación, Ruiz-Giménez, presida el discreto entierro.
«Ortega y Gasset se reconcilia con la Iglesia», titula el diario católico Ya la noticia del día. El texto amplía y explica la noticia:
Ayer por la tarde la gravedad se acentuó y el ilustre paciente, al que rodeaban su esposa e hijos, y contados discípulos y amigos, mostró deseos de reconciliarse con la Iglesia y, según nuestras noticias, se confesó con el religioso agustino padre Félix García Vielba, con quien en los últimos tiempos mantenía contacto y amistad.
Lo que ocurrió realmente sólo se sabrá muchos años después:
De nada valió que los hijos, indignados, escribieran una réplica en la que denunciaban que todo eso no era otra cosa que una invención del inmundo padre Félix García. No la publicó nadie y siguió repitiéndose durante muchos años el definitivo gesto de Ortega y Gasset besando el crucifijo en su lecho de muerte. El desvergonzado padre Félix sonreía beatíficamente cuando le pedían que contaran cómo fue tal prodigio de la fe: «No puedo, no puedo», decía, como si se tratara de un secreto de confesión[202].
Al parecer lo ocurrido fue que el padre Félix consiguió que la atribulada esposa del filósofo le permitiera visitarlo y aprovechó que el moribundo estaba privado, ya en el trance de la despedida, para absolverlo subconditione, o sea, «por cojones» (libremente traducido).
Entierro de Ortega y Gasset, religioso malgré lui, 1955.
Reunión del personal de la Junta de Censura en la Dirección General de Prensa, para preparar las intervenciones e informes que la oficina presentará en el próximo Congreso de Moralidad y Familia.
Preside el jefe de Negociado, don Tancredo Rivas, que aporta su experiencia, su tez cerúlea y sus ojeras cárdenas. Se ve que la sobrecarga de trabajo le está minando la salud. Después de una breve invocación a la Santísima Trinidad, a cargo del censor eclesiástico, padre Carretero, se revisan las últimas inclusiones del Libro verde.
—Lo más importante, porque viene de lo más alto —dice don Tancredo Rivas y levanta levemente el índice para subrayar «lo más alto»— es lo referente al príncipe. —Se cala las antiparras, toma una cuartilla y lee la consigna—: «Viaje don Juan Carlos a Madrid, hoy no tiene carácter oficial ni político. Por lo tanto, la información se limitará a la que se reciba de las agencias Logos, Cifra y Mencheta. Fotografías podrán publicarse una de cada acto al que asista, tamaño postal, nunca en portada. Información y fotos será voluntaria su inserción».
La reunión prosigue con asuntos más rutinarios. Don Tancredo Rivas exhorta a los funcionarios a mantenerse alerta.
—La gente disolvente intenta colárnosla de mil maneras. Somos los agentes de aduanas de la moral patria, los que mantenemos las esencias, los vigilantes del Movimiento. Cuidado con los peliculeros, con los cómicos y con los compositores, que son todos unos inmorales. Si protestan, que protesten. Nosotros a nuestra obligación, conociendo al enemigo. El otro día, por ejemplo, revisando un guión de Berlanga que ya había pasado por las manos de uno de ustedes me encuentro con un plano general de la avenida de José Antonio[203] en el que el perillán valenciano nos la metía hasta la bola. Naturalmente lo taché.
—Pero, don Tancredo —objeta un alevín de censor—, ¿qué maldad puede haber en un plano general de una calle tan céntrica y conocida?
—¿No te das cuenta, criatura? ¡Tratándose de Berlanga nos puede poner a un obispo saliendo de la sala de fiestas Pasapoga![204] A Berlanga y a los que no son Berlangas hay que mantenerlos a raya, sin desfallecer, porque ellos no desfallecen en su empeño por corromper esta nación. Hay que hacer más labor de calle y menos despacho. Hay que controlar los bailes e imponer las multas correspondientes. Recuerden —don Tancredo consulta sus notas y lee—: «Los bailes modernos son tortura de confesores, virus de las asociaciones piadosas, feria predilecta de Satanás; bailes desprovistos de las formas tradicionales, destinadas a defender el pudor»[205]. Nuestras normas deben ser las de la Cruzada de la decencia para la defensa de la moralidad pública. Les recuerdo a ustedes que no se han derogado, que yo sepa, las reglas particulares de modestia y que, por lo tanto —don Tancredo pasa a una nueva ficha y lee—: «Es contra la modestia el llevar la manga corta de manera que no cubra el brazo al menos hasta el codo. Aun a las niñas les debe llegar la falda hasta las rodillas y las que han cumplido doce años deben llevar medias»[206].
Tras discutir los últimos guiones cinematográficos censurados, una labor de mera rutina, pasan al apartado musical.
—Lo primero es atajar el paso a ese repugnante bolero titulado Bésame mucho[207] —indica don Tancredo—. Y me da igual quién la cante, si le pone o no le pone languidez. Si examinan la letra verán que la situación retratada implica flagrante adulterio. Dice: «Bésame como si fuera esta noche la última vez» y «que tal vez mañana estaré lejos de ti», demuestra que no existe el vínculo y el reposo matrimonial, aparte del hecho de que entre una pareja unida sacramentalmente como Dios manda no caben esas languideces propias de pervertidos. Ya saben ustedes, ¡cuidado con los boleros, que son peores que los cuplés y que las sambas! ¡Como las manzanas podridas, todos llevan dentro el gusano de la impudicia!
Todos los presentes se muestran de acuerdo, unos mediante expresiones de adhesión, otros mediante enérgico cabeceo.
—A ver, ¿qué más tenemos, Lupiáñez?
—Yo he censurado El túnel, del trío Los Panchos. El tema es que un cubano invita a una mulata a un paseo en automóvil por La Habana y cuando pasan por el largo túnel que va a la fortaleza del Morro, el cubano para el coche y dice, dice… —Avilés consulta sus notas y lee—: «¡Ay, mi vida, qué tragedia, el coche se estropeó!».
—Bueno. Eso ocurre todos los días —observa Diego Medina—. Una avería, un pinchazo…
—Aquí es maliciosa, y tiene por objeto quedarse a oscuras en el túnel con la mulata en situación comprometida y hacerle de todo —explica Avilés.
—¡Nada, nada: censurado! —decide don Tancredo.
—Peor es el Bésame, morenita este —interviene Lupiáñez—. La letra describe la boca de la mencionada mulata y cito textualmente, como «jugosa y fresca, coloradita, como una manzana dulce y madurita. Que me está pidiendo que la chupe, que chupe que es más sabroso, que beso y mordisco me sabe a poco».
—¡Basta, basta, suficiente! —interviene el padre Carretero—. Esa letra es diabólica; es capaz de encalabrinar al santo Job.
—Además la canta Régulo Ramírez, que mire usted padre el aspecto que tiene —dice Lupiáñez tendiéndole la portada del disco donde el cantante aparece retratado.
—Un galán que parece hecho para tentar a las débiles mujeres —confirma el padre Carretero.
—Si sólo fuera para tentarlas, pero no creo que en ocasión favorable se contente con tentarlas, más bien…
—Hablaba en sentido figurado —explica el capellán—, quería decir para perderlas…
En media hora de reunión censuran otras nueve canciones, todas claramente disolventes para la moral católica y, tras cierta vacilación, añaden al lote la intitulada Misterio español, con un informe explicativo en el que leemos:
Si bien se exaltan los valores de la raza española, lo cual podría considerarse positivo, se hace incidiendo en exceso en el aspecto genésico del varón, lo que en cierto modo desvirtúa ese elogio. Así cuando dice «corre por tus venas la sangre ardiente y agarena que hay en los hombres de mi España», en relación con las expresiones «cuando tus labios me besan no sé ni cómo me llamo» y «misterio de las caricias de tus manos y del fuego de tus besos», la situación resulta claramente pecaminosa.
Tras una intensa y agotadora jornada de trabajo, los censores vuelven a sus pensiones satisfechos de su trabajo, especialmente don Tancredo, que al igual que el ministro Arias-Salgado, está convencido de que la salvación moral del país gravita sobre sus hombros.
Desgraciadamente para la moralidad de España, no todos los censores son tan astutos e incorruptibles como don Tancredo. Los catalanes, debido quizá a su contaminación por las malas influencias que soplan desde Francia, salvando el Pirineo, son mucho menos estrictos. Con todo, doña Fernanda, la propietaria del cabaré El Molino de Barcelona, ha desarrollado sus propias contramedidas para librarse de multas y expedientes censores. Cuando un censor muestra sus credenciales para acceder al local, la taquillera oprime un timbre que suena en el escenario. A esta señal, las chicas despliegan el falsillo de sus faldas, moderan los contoneos y suprimen del repertorio las canciones procaces. Ido el censor, vuelven al descoco[208].
También es verdad que con ciertos censores afectos doña Fernanda no necesita recurrir a disimulos: a los provectos les felicita la Navidad con una cesta de víveres y a los más jóvenes los invita a cava frappé en compañía de una de las chicas, en un palco propicio.
El cabaré El Molino es quizá el más antiguo y el de más solera de los que han sobrevivido a la guerra y ahora sobreviven, como pueden, al franquismo[209]. A este antro de perdición, a esta reserva de concupiscencia aislada en medio del país beato y santero, acuden, sin mezclarse, aficionados de las distintas clases sociales: en los palcos y reservados, las finanzas, la aristocracia, la cúspide de la milicia y el celante sacerdocio (entrambos de incógnito, naturalmente); en el patio de mosqueteros, la gente común: chupatintas, empleadillos, clase de tropa, menestrales… Los espectadores de primera fila se llaman figueros (o sea «higueras») porque desde su privilegiada posición, con la nariz pegada a las candilejas, captan, en destellos fugaces, visto y no visto, los bigotes púbicos de las coristas[210].
En El Molino las vedettes bajan del escenario y se pasean entre los espectadores haciendo chanzas con unos y otros que son muy celebradas por el respetable. Lita Claver, la Maña, se inclina para conversar con uno de los más ancianos, las prominentes ubres a la altura de su barbilla, y le pregunta, muy seria, a la señora de al lado:
—¿Es usted su esposa?
La interpelada asiente, muerta de risa, con esa innata crueldad con que algunas mujeres tratan a sus maridos sexualmente amortizados.
—Pues mañana llévelo al oculista que yo creo que acaba de sufrir un desprendimiento de retina.
O el transformista Johnson, que, haciendo gala de más pluma que una fábrica de almohadones, cuando algún bromista le grita: «¡Machote!», le replica:
—¡Ay, hijo, además de tonto, ciego![211]