El niño Moisés Campos Pérez, de nueve años de edad, natural de La Carolina, va a comenzar sus estudios de bachillerato en el colegio El Porvenir de Madrid, sito en la calle Bravo Murillo, 85.
El Porvenir es un colegio privado al que acuden alumnos de la comunidad protestante de Madrid y de otros lugares de España. Moisés ha obtenido una plaza como alumno interno gracias a los desvelos de su tía Irene, misionera evangélica, con la que se ha criado y educado hasta ahora. Al igual que el resto de los pastores y misioneros protestantes de España, Irene Pérez Martínez sufre regularmente el acoso de la policía, que obstaculiza sus actividades a pesar de que el Fuero de los Españoles garantiza la libertad de cultos[198]. Bajo el nacionalcatolicismo imperante, los obispos, que se han propuesto erradicar el protestantismo de España, influyen en los gobernadores civiles (de los que dependen la Policía y la Guardia Civil) para que dificulten la vida de estas ovejas escapadas del redil.
Madrid, 4 de octubre de 1955, once de la mañana. El secretario del juez del Tribunal Tutelar de Menores de Madrid, acompañado por varios números de la Policía Armada, se persona en el colegio El Porvenir y comunica al director, don Teodoro Fliedner, que debe entregar inmediatamente al alumno Moisés Campos Pérez a la custodia del Tribunal de Menores. Al parecer existe una denuncia del padre del pequeño, un buen católico, que quiere apartar a su vástago de «los ejemplos corruptores que el niño recibiría al ser educado por los protestantes, y no en la religión católica apostólica y romana, única y verdadera, que le conviene profesar para su salvación eterna».
Amedrentado por la presencia policial, el director entrega al niño. Desconoce que la denuncia es falsa, y que el niño carece de padre reconocido, al ser fruto de una violación sufrida por su madre, Juana Campos Pérez, que es disminuida psíquica (motivo por el cual el niño siempre ha estado al cuidado de su abuela Rosa y su tía Irene).
Los policías introducen al niño en un coche oficial, tipo Rubia, con los laterales de madera, y lo trasladan a las dependencias del Tribunal Tutelar de Menores, calle Lista, número 32, donde lo encierran en un calabozo tras prometerle que vendrá su padre a recogerlo. El niño se mea en los pantalones y se pasa la noche llorando.
A la mañana siguiente lo meten de nuevo en el coche y lo trasladan al asilo Porta Coeli, un centro de detención para golfos sito en la calle García de Paredes. Allí lo encierran en una celda y una monja le entrega un catecismo del padre Astete y lo conmina a que lo estudie, porque tiene que aprendérselo de memoria como todo buen español.
Mientras tanto, el director del colegio se presenta en el Titular de Menores para interesarse por su pupilo, pero los funcionarios lo informan de que lo han trasladado a otras dependencias hasta que comparezca ante el juez de menores.
De acuerdo con la jerarquía eclesiástica, el juez de menores don Ramón Aiberola Such, hombre fervorosamente católico, dispone el ingreso del niño en el colegio de Cristo Rey de Valladolid[199]. En los cinco años que dura el secuestro se oculta a la familia el paradero del menor y se hace creer al niño que la familia lo ha abandonado y se ha desentendido de él (para lo cual interceptan las cartas que escribe a su tía). En esos años la existencia del niño transcurre entre varios internados católicos: el mencionado colegio vallisoletano, el del Amor Misericordioso de Madrid, calle de San Francisco de Sales, y el internado jesuita de San José, en Valencia.
Muchos años después, Moisés plasmará en un memorial sus recuerdos de aquellos días[200a].
El bombardeo psicológico era constante, me explicaban que mi familia me había abandonado y no se preocupaba de visitarme. Empezaron a darme notoriedad. Me ponían de encargado de los niños y de ayudante de la monja, me iban inculcando los rezos y el catecismo. Cuando hacíamos algún teatrillo, a mí siempre me tocaba el papel de cura y me ponían una sotana. En otra función me tocó el papel protagonista de la obra.
Unos meses después del secuestro, la monja me llevó al despacho de la directora del colegio porque el juez presidente del Tribunal Tutelar de Menores de Madrid, don Ramón Aiberola Such, había venido a visitarme. Él me saludó muy cariñosamente, nos sentamos, y la monja me dijo: «Moisés, como verás, don Ramón, que es un señor muy ocupado, lo ha dejado todo para venir a visitarte, debes estarle muy agradecido, ya que este privilegio no lo tienen todos los niños».
Luego, don Ramón Aiberola me dijo: «Las monjitas me han informado de que te portas muy bien, que estás progresando mucho y vas a ser muy buen cristiano. Como no tienes a nadie de familia, te voy a apadrinar, te bautizamos y entras a formar parte de la gran familia que es la Iglesia católica. Vamos a preparar una gran fiesta en el colegio con todos los niños y tendrás regalos». La monja también insistía: «Moisés, esto es un gran privilegio. ¿Sabes lo que te está ofreciendo don Ramón? ¡No lo puedes rechazar! Serías un niño muy desagradecido».
Aquella situación provocada e inesperada no dio lugar a que yo pudiera reaccionar. Mi cabeza era un cúmulo de confusiones y al final accedí a sus pretensiones, aunque yo pensaba más en la fiesta y los regalos que en el bautismo, dado que en el colegio estábamos cansados de comer judías pintas, leche y mantequilla americanas[200b]
Carné de Cruzado de la Eucaristía.
El obispado de Madrid-Alcalá agiliza el papeleo y el 7 de julio de 1956 bautizan y administran la primera comunión al pequeño Moisés, todo de una tacada, en la iglesia de los Ángeles, cercana al colegio en el que lo habían secuestrado. Después le hicieron la fiesta prometida, en la que no faltaron dulces y juguetes.
Estaba adaptándome al colegio, cada vez se me atendía mejor y al tener como padrino al juez presidente del Tribunal, me sentía importante ante los demás. Me tenían ocupado entre misas, rosarios y clases de religión; luego consiguieron hacerme monaguillo; aquello no me vino muy mal, porque, aunque siempre acompañado, salí del colegio a un convento de monjas de clausura que estaba en la misma calle, donde ayudaba a misa y cuando venían la niñas del colegio a comulgar, yo tocaba con la palmatoria en la barbilla a una que se llamaba Esperancita […]. En el mes de septiembre vino mi padrino a visitarme, traía novedades; me dijo que había hablado para que me admitiesen en un colegio de jesuitas de Valencia, para cursar estudios de bachillerato y eventualmente estudiar una carrera. El 12 de octubre de 1956, en el coche oficial del Tribunal, me llevaron al colegio de San José de los padres jesuitas, situado en la avenida de Fernando el Católico número 72 de Valencia. Ya me encontraba en otra nueva residencia, nuevas caras, nuevos profesores, nuevos niños, pero por lo menos, allí, había ganado en algo. Ahora, siendo ya católico, me encontraba en un colegio para millonarios. Nos trataban muy bien, con mucha educación; teníamos de todo, buenas aulas, buenos salones, buenos dormitorios, buen comedor y buena comida. En deportes, disponíamos de fútbol, baloncesto, balonmano, joquey sobre patines y piscina en la villa de Burjasot. Los jueves, en el salón de actos, solían proyectar una película. Aquel colegio era maravilloso, y más para los niños que estaban allí por voluntad propia. Con aquel nuevo cambio y envuelto de tanto lujo y comodidades, pretendían que me olvidase definitivamente de mi familia, pero eso era una situación provocada contra natura. Habían pasado dos años, pero yo no me había olvidado de mi familia. En las fiestas de Semana Santa y Navidad, cuando los niños se iban con sus padres, a mí me recogía un funcionario del Tribunal y en ocasiones mi padrino el juez, que me trasladaba al colegio del Amor Misericordioso, que se convertía en mi residencia de vacaciones. Tenía ya once años y mi vida transcurría entre el colegio de Madrid y el colegio de Valencia. En el colegio de San José los curas tenían orden de comprarme todo lo que necesitase, y también algunos caprichos. Me integraron en el equipo de joquey, me compraron buenos patines con bota y un stick; más delante, cuando formaron una rondalla, me compraron una bandurria, en horas de recreo me daban clases de pintura al óleo y así se me pasaba el tiempo rápido y distraído. También me llevaron a los santuarios de Loyola y al de Lourdes por Canfranc. De vez en cuando me llamaba el director espiritual a su despacho y me explicaba que yo podía ser un líder para la Iglesia y no debía desaprovecharlo. Si necesitaba una cosa, automáticamente la tenía. Todo me lo consentían menos lo principal: no me daban noticia alguna de mi familia ni mi familia sabía mi paradero.
Cada año el colegio hacía unas fiestas y los niños salíamos a la calle en procesión vestidos de cruzados. En las de 1959 me pusieron un traje con una cruz, un gorro y una lanza, y me colocaron en medio de la procesión. En un descanso de la procesión una voz familiar me llamó: «¡Moi, Moi!». Ese era el diminutivo con el que me llamaban en mi casa. Era mi prima Rosi, con la que me había criado. Ella, con prontitud, me hizo una foto y me entregó una caja de bombones. El cura que nos acompañaba me cogió del brazo con brusquedad y me riñó: «¿Qué haces? Sabes que no estás autorizado a hablar con extraños». Me devolvió a mi sitio y continuó a mi lado el resto de la procesión. Luego supe que el encuentro con mi prima no había sido fortuito, que mi tía Irene no había parado de indagar hasta que consiguió localizarme y supo que los niños del colegio San José salían en procesión.
El niño Moisés Campos Pérez, cruzado de la Eucaristía. Valencia, 1959.
El padre Pascual S. J. y un niño cruzado de la Eucaristía.
Sevilla, 1958.
Aquel verano de 1958 se cumplía el primer centenario del secuestro del niño Edgardo Mortara por el papa Pío IX[201]. La efeméride actuó como caja de resonancia del caso del niño español arrebatado a su familia por la Iglesia católica. Diversas publicaciones de Europa y Estados Unidos se hicieron eco del caso y lo compararon con el secuestro del niño judío. La autoridad eclesiástica, preocupada por la publicidad negativa que aquella campaña acarreaba al Régimen y a la propia Iglesia decidió mostrarse más flexible. En 1960, casi cinco años después de su secuestro e incomunicación, le concedieron permiso para pasar las vacaciones con su familia en Jaén con la condición de que asistiera a misa los domingos y fiestas de guardar, extremo por cuyo cumplimiento velaría la Guardia Civil. Pasó el verano, comenzó el nuevo curso y nadie reclamó al niño. Fue como si el obispado de Madrid-Alcalá, los jesuitas de Valencia y el juez del Tribunal Tutelar de Menores se hubieran olvidado de él de repente, aquella patata caliente que les estaba escaldando las manos desde que la prensa extranjera se hiciera eco del caso.
Franco inaugura el pantano de Barrios de Luna, León, 1952.