El Chato Puertas no es el único que recicla los detritus de la base americana. El Piojo Resucitao y su compadre Burro Mojao aguardan en el basurero municipal la descarga de los camiones de la base militar y rescatan del montón de basuras gran cantidad de artículos útiles, entre ellos mucho hilo de cobre, y medias de cristal que las americanas desechan en cuanto tienen la más pequeña carrera. Encuentran, además, botellas de whisky del bueno sin apurar y aletazos de carne a medio comer con los que raro es el día que no llenan un par de cubos que venden a la taberna Casa Brígido para albóndigas. Un día encuentran un alijo de más de quinientas latas de conserva de carne de búfalo caducadas que venden en el mercado como ternera de Ávila, previo regalo de veinte de ellas al inspector de Consumos, don Baldomero Espinosa.
El Tren Rápido Algeciras-Barcelona, también conocido como el Catalán, rinde viaje en la estación de Francia, Barcelona. Pedro Castro se asoma a la ventanilla antes de que el tren se detenga, pero no consigue distinguir a Engracia entre la multitud que abarrota los andenes. Comienza el desembarco. Muchos viajeros se abrazan llorando a parientes o amigos que los aguardaban en el andén. Mozos de cuerda, con gorra azul, blusón y placa numerada en el pecho, acuden con las carretillas a los baúles. Los pasajeros descargan maletas y bultos por las ventanillas.
Pedro se despide del vinatero cordobés, que le entrega su tarjeta de visita, y quedan amigos de toda la vida.
El andén está tan atestado de gente que no es fácil encontrar a nadie. Cuando se despeja un poco, Pedro se encamina al vestíbulo de la estación, un poco preocupado por si hubiera ocurrido algo y Engracia no hubiera podido venir a esperarlo, como acordaron. Finalmente la ve y el corazón le da un vuelco: allí está Engracia, la Fenómena, más hermosa que nunca, con un vestido estampado que le marca las redondeces como un guante, las rotundas caderas, los muslos potentes, los pechos valentones. Esa parte no ha cambiado, si acaso ha mejorado con la distancia. Lo que ha cambiado algo es la cara, que la lleva maquillada como una señorita, y el pelo de peluquería, con permanente. Parece otra. Como una de esas gachises de las películas. No parece del pueblo.
Allí está la Engracia aguardándolo sonriente, pero, pequeña decepción, no está sola. La acompaña su tía Gertrudis, una señora gorda, con una verruga pilosa en la barbilla que, aunque lo saluda muy melosa, no le da buena espina.
—Mi tía ha venido para que nadie se metiera conmigo —explica la Fenómena—. No sé si te acuerdas de ella. Como se fueron del pueblo hace cinco años…
—¡No me voy a acordar! —exclama Pedro mientras estrecha a la tía una mano áspera de fregona y fofa, intentando parecer jovial y mundano y disimulando la contrariedad.
—Yo quería hablar contigo un poco, hijo —le dice la tía Gertrudis.
Pedro le percibe el descaro y el aplomo que da el vivir en la capital. Cuando la Gertrudis estaba en el pueblo, muerta de hambre, no hablaba con tanto señorío.
Pedro invita a las dos mujeres a una gaseosa de litro en la cantina de la estación.
—Verás, hijo —comienza la Gertrudis—. Yo sé que os queréis mucho la Engracia y tú, pero aquí las cosas no se arreglan con unos pocos garbanzos ni con un zancajo añejo de marrano como en el pueblo. Aquí si tú te quieres quedar a solas con la niña me tienes primero que costear una dentadura que me hace mucha falta.
Pedro mira a la Fenómena. Ella baja la mirada como dando a entender que así están las cosas y que ella no puede cambiarlas.
—¡Eso es lo que hay, hijo! —remacha la tía Gertrudis—. Aquí en las Barcelonas, como te puedes imaginar, a la niña, con esa planta que tiene, no le faltan los pretendientes, gente de dinero, ¿eh?, pero hasta la presente te ha guardao ausencias. Ahora que si tú quieres verla a solas, me pagas primero la dentadura. Tú verás: el hombre que me vende los dientes trabaja con un dentista y ya me la ha arreglado para que me salga más apañada. Son trescientas veinte pesetas.
—Yo no tengo ahora ese dinero —confiesa Pedro—. No venía nada más que a estar dos o tres días.
—Pues eso es lo que hay.
—Pero se lo puedo mandar cuando vuelva por giro postal —ofrece el galán.
—No, hijo, de eso nada —se cierra en banda la señora—. Hasta que no me pagues los dientes no te acuestas con la niña.
—¿Y tú qué dices? —le pregunta Pedro a la interesada.
—Ya lo ha hablado con mi madre —responde la Engracia con voz apagada, muy en su papel.
A la mañana siguiente, Pedro toma el mismo tren (que ahora se llama el Andaluz) y regresa a casa rabo entre piernas, cabizbajo y derrotado, sin haber alcanzado la más mínima intimidad con la niña porque la desdentada tarasca de la tía no ha consentido en dejarlos a solas ni un segundo.
Después de un viaje de veintiséis horas, Pedro Castro llega a su casa tan derrotado y triste que la solícita esposa tiene que meterlo en la cama y hacerle un caldito de gallina, como a las paridas.
—¡No me digas que no has podido comprar el carnero padre!
—Nada Trini, la semana pasada se los vendieron todos a los japoneses y no les han quedado nada más que unos pocos para el apaño. Anda, vente conmigo y métete en la cama.
—¿Pero no dices que vienes destrozado?
—Sí, pero es que te he echao mucho de menos. Ven para acá.
Otra historia de amores desgraciados. Pedro no volverá a ver a la Fenómena. Ya viven en dos mundos distintos. Él, en su pueblo andaluz donde el renqueante progreso maltrata ya a los señoritos de medio pelo; ella, en la emigración, donde ha encontrado menos hambre y más dignidad o, por lo menos, quien la pague al justiprecio. Muchos años después, uno de estos andaluces y extremeños trasplantados al norte contará en una emisora sus experiencias de emigrante:
Medio Casillas del Conde [su pueblo] se mudó a Barcelona y sus alrededores. Casi todos venían a parar a la barriada de la Perona, a las barracas donde se aposentaron quince o veinte familias, todas cargadas de hijos y con muchas ganas de trabajar. Por entonces en Santa Coloma, la viuda de Anselmo Rius parceló las laderas del barrio Singuerlín. El terreno era malo, pero no resultaba caro y se podía pagar a plazos. No veas la cantidad de emigrantes que acudieron para comprarlas. Creo que la primera familia que se empadronó en Santa Coloma fue la de un tal José García Espartero, por mal nombre el Leña, cuñado de Enrique Crespo Quiebrasogas, y después llegaron el Bizco Lamela, los Rubios, los Sardinitas, el Palanca, y otros muchos emigrantes, cerca de mil.
Chabolismo bajo el puente de Toledo. Madrid, 1956.
Emigrantes para Europa aguardan en una estación del sur.
La gente se cobijaba como podía. En algunas casas vivían dos o tres familias y por la noche cuando tendían las colchonetas no se podía andar sin pisar a nadie porque todo el suelo estaba lleno de gente durmiendo, los hermanos en una habitación, las hermanas en otra, los padres en otra con los más pequeños. Se vivía incómodo, pero no faltaban garbanzos en el puchero, como cuando vivíamos en el pueblo, ni nadie se acostaba con hambre. En Cataluña sobraba el trabajo y los jornales se pagaban a cinco y hasta seis pesetas la hora. Las mujeres se ponían a hacer faenas por las casas u hospitales y oficinas, y la gente apreciaba a las andaluzas por lo limpias que eran y lo bien que trabajaban. Nosotros, lo mismo: formales y trabajadores. Más de un patrón, después de pagarte decía: «Toma esto también, que te lo has ganao», y te daba otro billete. Así se levantaban las familias, todos trabajando, desde el más chico al más grande. Algunos hasta se llevaban faena a casa. Cuando eran muchos de familia enseguida ganaban para dejar la barraca y comprar un piso, o para levantar una casilla más decente, como la que tuvieron en el pueblo o hasta mejor. Si al principio no teníamos ni luz, ni agua, ni alcantarillas, enseguida nos organizamos y las tuvimos, y las calles que eran de tierra, con el arroyo de los desperdicios por medio, se arreglaron y adecentaron como las de los pueblos normales donde viven las criaturas. De llegar desmayaos y muertos de hambre, en poco tiempo pasábamos a la abundancia. Eso sí, matándonos a trabajar, pero es que allí, al ver que se remuneraba, no me veas cómo nos arrimábamos al trabajo. Cada vez comíamos y vivíamos mejor. Por Navidad venían Paco Generé y el Sopas con un camión de pavos vivos y los vendían por las calles de Santa Coloma. Teníamos hasta vacaciones, que aprovechábamos para volver al pueblo, algunos hasta con coche, aunque fuera prestado, y cuando nos veían allí, gordos y lustrosos, con buenos zapatos, fumando y dando tabaco e invitando a los amigos en los bares y les contábamos que hasta lavadora teníamos (hablo de cuando en el pueblo sólo la tenían las mujeres de los ricos), muchos se animaban a venirse a Cataluña y nos decían: «¡Hombre, a ver si me apañas un trabajo, que yo estoy deseando de dejar esto!».
Jornaleros en paro abocados a la emigración.
Postal años cincuenta: la familia ideal.
Artículo de Solidaridad Nacional, 7 de septiembre de 1949.