Como un torero dispuesto a redondear una faena memorable, para que la afición lo saque en hombros por la puerta grande, asciende el presbítero don Próculo Orbaneja Ceba, secretario de visita del obispo, al púlpito de la santa iglesia catedral de Jaén.
Don Próculo es localmente famoso por su acicalamiento y sus maneras exquisitas: afeitado apurado, arreglo semanal de cabello y uñas, el alba minuciosamente planchada y ligeramente almidonada, que le haga frufrú al caminar, los zapatos rechinantes de brillo. Las señoras más devotas, las de las primeras filas, se fijan en todo y luego lo comentan con arrobo. ¡Con qué unción reciben la comunión de sus manos!
Sobre la plataforma del púlpito barroco, mármol y bronce, don Próculo se yergue vigoroso, abre los brazos y apoya en la balaustrada las manos blancas y suaves ligeramente matizadas en sus cantos por una pelusilla oscura.
Con mirada experta, don Próculo recorre los rostros expectantes de la feligresía rendida a sus pies y piensa, una vez más, que si fueran todos calvos el templo parecería un almacén de melones. Rechaza, molesto, el pensamiento. No nos distraigamos con desvaríos. Es misa mayor en la catedral y el obispo le ha cedido el honor de pronunciar el histórico sermón:
—¡Amadísimos hermanos! —clama con su bien timbrada voz—. Hoy habréis encontrado esta casa del Señor engalanada e iluminada como si fuera el Corpus o el Domingo de Resurrección. Ello se debe a que celebramos un día especial —larga pausa teatral. Mirada circular al tendido—. Hoy conmemoramos —prosigue— un gozoso acontecimiento que deberemos inscribir con letras de oro en nuestros católicos corazones: el pasado 27 de agosto, nuestro glorioso e invicto caudillo Franco, al que Dios guarde muchos años para bien de la Religión y la Patria, firmó un concordato con la Santa Madre Iglesia. ¡Imaginaos, amadísimos hermanos, España y la Santa Sede concordadas «en el nombre de la Santísima Trinidad»![7] Quizá alguno de vosotros se pregunte: «¿Y qué es un concordato? ¿Qué significa esa misteriosa palabra que hasta ahora nunca oímos en el Evangelio?». Pues bien, amadísimos hermanos: un concordato es, ni más ni menos, un contrato entre el Estado y su Iglesia, un pacto de santidad que asegurará su hermandad y su colaboración por los siglos de los siglos.
Al estímulo de la fórmula «por los siglos de los siglos» responden sonoramente con un improcedente «¡amén!» las distraídas beatas.
—¡Ejem! —don Próculo emite una tosecilla contrariada, antes de proseguir—. Hoy podemos aseverar, sin temor a equivocarnos, que Cristo Nuestro Señor, el Sagrado Corazón de Jesús, ha refrendado la alianza especial que mantiene con nuestra Patria y que la distingue como su país predilecto dentro del concierto de las naciones católicas. Sí, amadísimos hermanos, la nueva España surgida de la Gloriosa Cruzada de Liberación es el país en el que Nuestro Señor está dispuesto a derramar más dones y realizar más prodigios. El Concordato, amadísimos hermanos, asegura a la Iglesia privilegios de los que ciertas sectas disolutas enemigas de la Iglesia, los impíos protestantes, los disolutos masones, los execrables judíos y toda esa infecta ralea, harán bien en tomar buena nota. El Estado español declara que la religión católica, apostólica, romana, sigue siendo la única de la nación española…[8]. Además, el Estado español reconoce a la Iglesia el carácter de sociedad perfecta. Este concordato, amadísimos hermanos, etcétera, etcétera.
En el bar Sanatorio, detrás de la catedral, hay una sala reservada en la que tapean los canónigos después de misas y oficios a cubierto de las miradas de la feligresía pacata que en estas ciudades levíticas propende al escándalo. Hoy comentan el artículo del obispo de Ibiza, que en una hoja pastoral se ha manifestado valientemente contra el impacto negativo del turismo.
—Aquí no creo que llegue esa gente tan desvergonzada —apunta el beneficiado don José Raya Maroto.
—No es probable —corrobora el deán don Pinicio Majano Romo, por mal nombre el Picaor[9]—. Me consta que van buscando playas y sol donde se despojan de las prendas de vestir y se exhiben con trajes de baño tan sucintos e impúdicos que bien puede decirse que están casi como su madre los parió.
—¡Qué desvergüenza!
Llevan razón los pastores del rebaño cristiano. El turismo popular, un fenómeno creciente debido a la recuperación económica de Europa[10], se asienta primero en la costa catalana (Costa Brava), continuación natural de la más masificada y cara Costa Azul y la Riviera francesa. También comienza a notarse en las Islas Baleares y un poco en Levante.
Benidorm y Torremolinos son todavía dos municipios pescadores y huertanos a salvo de la tentación concupiscente foránea, así como de sus divisas[11].
Los canónigos concluyen, con algún íntimo desencanto, que en Jaén nunca tendrán ese problema ya que lo único que vienen buscando los extranjeros es sol y playa, no espiritualidad y valores morales[12]. Jaén tiene sol y espiritualidad para dar y tomar, pero lo de la playa le cae lejos: los municipios ni siquiera disfrutan de agua corriente y sus naturales tienen que acarrearla, con cántaros, de la fuente pública o de pozos, a veces distantes varios kilómetros de la población.
—Nosotros somos de secano —bromea el deán—. Para bañarnos nos basta con un lebrillo de loza y martillo a mano para romperlo en caso de peligro.
Los colegas en la labor pastoral le ríen la gracia. Don Pinicio levanta su caña de cerveza El Alcázar y brinda por el Concordato entre España y la Santa Sede.
—¡Por el gozoso día! —propone—. ¡Por el Concordato!
—¡Por el Concordato! —responden a coro.
En la curia vaticana también están satisfechos. El futuro nuncio (o embajador de la Santa Sede en España) monseñor Antoniutti comenta a sus allegados que «la Iglesia ha salido favorecida y, en cierto modo, privilegiada».
Nada más natural. Por la parte española ha negociado el Concordato Joaquín Ruiz-Giménez[13], ministro acendradamente católico del que sus compañeros del cuerpo diplomático comentan que es embajador del Vaticano ante el Vaticano, es decir, que debido a sus firmísimas creencias antepone los intereses de la Iglesia a los de España, la nación que supuestamente representa ante la Santa Sede.
En realidad, el Concordato sólo viene a confirmar una serie de privilegios que la Iglesia detentaba desde que prestó su entusiasta apoyo al bando rebelde en la guerra civil.
—¡Un acierto, un acierto, una inspiración de la Virgen! —exclama el canónigo organista, don Fulgencio Cabrera López.
—Yo creo que, en realidad, no nos reconoce nada que no tuviéramos ya —observa el magistral Ambrosio de Gonzaga.
—Muy cierto —admite don Pinicio—, pero tengamos en cuenta que lo que el Caudillo nos otorgó en el calor de la guerra pudiera parecer excesivo a los gobernantes que lo sucedan. Yo bien quisiera que viviera luengos años para el bien de España y de su Iglesia, pero desgraciadamente el Caudillo no será eterno.
—Sí, eso sí —reconoce el magistral.
—Más vale atar las cosas mediante compromisos escritos que obliguen a los gobiernos —prosigue don Pinicio, el deán—. La Iglesia siempre es la misma, pero los gobiernos cambian, como sabemos por desdichada experiencia.
Entra un camarero viejo, chaquetilla blanca y mandil hasta las rodillas, muy ceñido, trapo al hombro, y deposita en el centro de la mesa con diligencia profesional una fuente humeante de calamares fritos.
—¿Faltan cervezas, don Pinicio?
—Tú trae otra media docena, Manolo, que hoy es un día grande para la Iglesia y para la Patria y debemos celebrarlo. ¿Tienes ese choricillo que te traen de Carchelejo?
—Lo tengo, don Pinicio, pero como hoy es viernes de vigilia no se lo he querido ofrecer, por guardar la abstinencia.
Don Pinicio se lo piensa un momento.
—No te preocupes, hijo. Trae una fuente de chorizos calentitos, con algo de morcilla también, ¿eh?, que hoy nos concederemos bula en atención al especial significado del día. Eso sí, dile a Ascensión que los fría en la cocina de arriba, en tu vivienda, no sea que, por mano del diablo, les llegue el olor a los parroquianos de la barra e incurramos en pecado de escándalo pasivo de la clase pusilorum, o parvulorum, ruina spiritualis orta ex ignorantia causae, que no todo el mundo tiene el juicio ni la cordura de saber poner las cosas en sazón.
—Pierda cuidado, don Pinicio, que mandaré a freírlos arriba a mi Carmencita.
—Eso, eso.
Marcha el mesonero a cumplir el encargo y los canónigos retoman la conversación.
—¿Es verdad que la enseñanza religiosa será obligatoria de la cuna a la universidad? —pregunta el organista.
—Es cierto, hijo mío, obligatoria a todos los niveles y se ajustará… —el deán se cala las gafas y lee— «a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica en la que los ordinarios ejercerán libremente su misión de vigilancia sobre dichos centros docentes en lo que concierne a la pureza de la fe, las buenas costumbres y la educación religiosa».
Interviene don Próculo.
—Aquí veo yo la mano de la Providencia inspirando a los gobernantes: nos reconocen más privilegios de los que gozábamos antes de la República. ¿Sabéis que el alcalde, el otro día, en la celebración de la patrona, animó a la policía municipal a que multen con cinco duros al que no se arrodille en la calle al paso del viático?
Un murmullo aprobatorio acoge la noticia.
—Es que defender la religión es defender España —indica el magistral—. Eso lo sabe el Caudillo. Para ser buen español hay que ser buen católico, porque la esencia de la españolidad es la catolicidad, ya lo dice García Morente. Por eso el Concordato nos reconoce más prerrogativas de las que hemos disfrutado nunca: la Iglesia no se somete a la justicia ordinaria[14], ni sus miembros hacen el servicio militar, ni pagan impuestos. Además cobraremos como funcionarios del Estado y este sufragará los cultos. El Estado reconoce plenamente a efectos civiles el matrimonio religioso, y permite que controlemos la moralidad de la prensa y la radio.
—¡Dios bendiga al Caudillo! —exclama don Potenciano Zamora mientras alcanza un aro de calamar—. Todo el sacrificio que la Iglesia realizó durante la Gloriosa Cruzada no ha sido en vano. ¡La sangre de nuestros mártires florece en ubérrima cosecha!
El deán lo mira con ternura. Al anciano canónigo le asesinaron los marxistas a dos hermanos sacerdotes en el tristemente famoso tren de la muerte, en compañía del obispo mártir, don Manuel Basulto.
El deán se cala las antiparras y lee en el boletín del obispado:
—«El Estado cuidará de que […] en los programas de radiodifusión y televisión se conceda el conveniente puesto a la exposición y defensa de la verdad religiosa por medio de sacerdotes y religiosos designados de acuerdo con el respectivo ordinario» —levanta la mirada y se quita las gafas—. Ya veis la exquisita previsión de la Iglesia y cómo en el Vaticano hilan fino: todavía no tenemos la televisión y Dios sabe si la tendremos algún día, pero ya han tenido en cuenta que podría haberla y la han regulado en el Concordato.
Una humeante fuente de chorizos portada en alto por Manolo el mesonero interrumpe la conversación. La sigue, cohibida y cabizbaja ante tanta sotana, Carmencita, su hija zagala, con una cesta de pan crujiente recién pasado por el horno. La junta de pastores se olvida del Concordato para atender a la colación matinal.
—Primum vivere, de in de filosofare —exclama el deán a la vista de los suculentos embutidos mientras aplaza la lectura del boletín episcopal para mejor ocasión—. Que no nos falte pan caliente, Manolo —le encomienda al mesonero—. Mete otra hornada.