Pedro Castro, veintisiete años, guapo, bigotito lineal, moreno, peinado para atrás con brillantina, no muy alto, pero bien proporcionado, sube al vagón de tercera del Tren Rápido Algeciras-Barcelona, acomoda su maletilla en el portaequipajes y se sienta en el banco de listones.
Lleva quince días sin mantener relaciones sexuales con Trini, su señora.
—Pedro, ¿qué te pasa, que no cumples con lo cumplidor que tú eres?
—Las preocupaciones…
—¿Qué te preocupa, cariño?
—Necesitamos un buen carnero pa que preñe a las ovejas, y los que hay en el pueblo están muy gastaos. Aquí no hay buen ganao. Me tengo que buscar el carnero padre donde sea. Y pronto.
—¿Y dónde habrá un buen carnero padre?
—Los carneros, en Cataluña —informa taxativo—. El carnero catalán tiene fama. Se los llevan hasta a Alaska pa preñar a las ovejas de los esquimales, que son las más frías. Lo he leído en el Siete Fechas del casino[174].
Al día siguiente, Pedro Castro se embarca ilusionado en el Tren Rápido que hace el servicio Algeciras-Barcelona, llamado el Catalán cuando sube y el Andaluz cuando baja. Lleva un billete de tercera, que tampoco es cosa de derrochar. Coge el tren en la estación de Espeluy y se sienta al lado de un hombre enteco, fiado en que los delgados ocupan menos espacio y sudan menos. Al rato se percata de que el vecino se rasca mucho en las muñecas y detrás del cogote. «¡Coño, sí que empezamos bien! —se dice Pedro—. He venido a sentarme al lado de un sarnoso. Con razón estaba libre el asiento».
Se levanta pretextando una necesidad y cambia de vagón. Esta vez se sienta al lado de un señor de aspecto saludable, gordo y colorado.
—¿Qué, a Barcelona? —le pregunta el gordo.
—Sí, señor, allí vamos.
—¿Es la primera vez que va usted?
—Sí, señor.
—Le va a gustar —asiente, convencido—. Aquello es otra cosa. Yo voy una vez cada dos meses. Soy representante oficial para Cataluña de la casa Bodegas Cámara de Montilla —le tiende una mano regordeta—. Rafael González, para servirle.
—Tanto gusto, Pedro Castro —responde el otro estrechándosela.
—Ahora el tren va bien —prosigue el gordo—, pero en cuanto nos acerquemos a Murcia esto se pone a tope y la mitad de los que se suban tienen que ir de pie en el pasillo o en las plataformas hasta que llegan a Barcelona, así que cuando tengamos que levantarnos para ir a mear yo le guardo su asiento y usted me guarda el mío, ¿qué le parece?
—Superior. Trato hecho.
Parada en Albacete. Una bandada de vendedores de navajas y cuchillos asalta el andén para ofrecer su mercancía, que llevan en cestas y corchos colgando del cuello. Algunos pasajeros se apean para llenar botellas de agua en el grifo del andén.
Dos factores de la Renfe pasan discutiendo:
—¡Que no, Pepe, que yo me limpio el culo con lo que diga Arriba y con lo que diga el ABC! Al rey lo que hay que hacer es olvidarlo, que mira la que dejó montada, que si no llega a ser por el Caudillo esto sería ahora una tiranía rusa.
Franco visita el pantano de Santa Ana, Lérida.
Franco y las víctimas de las inundaciones de Valencia, 1957.
—¡Menudos van esos! —comenta Pedro Castro.
—Es que los dos periódicos andan a la gresca —señala el de los vinos—. Mi jefe, que es monárquico, está peleado con el alcalde del pueblo, que es falangista. Y eso que es su cuñado. ¡Las tonterías de la política!
El jefe de estación levanta el banderín. El maquinista emite dos bocinazos de aviso. Los que se habían apeado regresan despavoridos. El tren se estremece al entrechocar los topes de los vagones. Se reanuda la marcha. Uno de los vendedores de navajas recorre el convoy ofreciendo su mercancía.
—Se sube en una estación, recorre el tren vendiendo, se baja en la siguiente y regresa en el próximo tren —explica el gordo.
—¡Ah!
Pedro adquiere una navajita con las cachas de hueso. Cinco pesetas. Don Rafael la examina aprobadoramente.
—No es muy grande, pero es muy apañada.
—Es para una amiguita que tengo en Barcelona —le confía Pedro, con un gesto pícaro.
—Ya me parecía a mí que llevabas poco equipaje pa ser emigrante.
—Esta amiga mía —dice Pedro en confianza—, es una gachí de aúpa, con unos ojos, y un culo… Y guapa, ¿eh? Más buena está que Amparito Rivelles. Le da un aire a Silvana Mangano.
—¡Coño! Eso es una hembra.
—Sí. Antes la familia vivía en mi pueblo. Gente muy pobretica, unos muertos de hambre, y yo les llevaba de vez en cuando una taleguilla de garbanzos, unos melones, un poco de tocino, medio saco de trigo… lo que pillaba en mi casa. Yo tengo algo de labor: bueno, la tiene mi padre. Somos tres hermanos y tenemos nuestra tierrecilla y algunas olivas pa ir tirando. Así que cuando la madre de esta muchacha vio que yo le regalaba, como había tanta necesidad, la puso en la mejor habitación de la casa con una cama y un espejo que le compré, y yo iba a verla un par de veces por semana y me encerraba con ella en la habitación y los padres pa no molestarnos se iban al corral. Yo, claro, de vez en cuando me dejaba caer con un regalillo, algo de comer, y así hemos estado unos cuantos años tan rebién ellos y tan rebién yo, porque tenía la mejor hembra del pueblo pa mí solo. Cuando me casé con una de Villargordo, muy rica, le llevé una bandeja de pasteles de los que sobraron de la boda y la madre hasta se me echó a llorar. «¡Ay, hijo, que Dios te lo pague, que tengas mucha suerte en el casorio, pero no te olvides de nosotros, que la niña te quiere mucho!». En fin, que están conmigo que me comen en la mano. Así hemos estao unos cuantos años, porque yo a ella la cogí muy jovencilla, casi virgen, pero el invierno pasado se fueron a Barcelona, con un primo del padre que vive en Santa Colonia.
—Santa Coloma —corrige el vinatero.
—Eso, que por lo visto se iba a hacer una casilla y necesitaba que le ayudara el primo, así que allí se fue toda la familia y ya no han vuelto, y yo, claro, me he quedado a dos velas[175].
—¡Vaya por Dios! —exclama el vinatero.
—Engracia, que así se llama ella, aunque en el pueblo la conocen por la Fenómena, me mandó una carta y me dijo dónde paraban y yo le escribí un par de veces, pero ella no me escribe mucho porque el que le escribe las cartas le cobra dos reales por escribírselas y además hay que pagar el sello.
—¡Una historia de amor! ¡Como Romeo y Julieta, como Menéndez y Pelayo! —dice el gordo de los vinos.
—De amor no sé si será —prosigue el galán—. Lo único que sé es que llevo mucha hambre atrasada de ella, que me he estao un mes sin follar aposta, y que en cuanto la coja me la voy a llevar a una pensión, la voy a poner de grupas y no me voy a bajar de ella hasta que me desleche.
—¿Pero no estás casado?
—¡Sí, pero no es lo mismo, hombre! Mi mujer es de las que rezan antes del acto matrimonial, no ve usted que se ha criado con las monjas[176].
—¡Esas son las peores! —corrobora el gordo—. Y además no consienten fantasías en la cama porque luego tienen que contárselo todo al cura y pasan mucha vergüenza. Yo, menos mal, al director espiritual de la mía, un jesuita vascongado más listo que el hambre, lo tengo contento porque le regalo un barrilillo de amontillado por Navidad y vino de misa, el que me pida. Cuando confiesa a mi mujer me pone el listón del pecado más alto que a otros que yo me sé y le aconseja que me dé gusto en todo lo que le pida.
El vinatero baja la voz y mira a los lados para cerciorarse de que nadie más lo oye:
—A la mía me la pongo encima si quiero —dice confidencialmente—. El cura le ha dicho que si el marido es gordo no es pecado y además ¡se mueve en la cama!
—¡No me diga!
—¡Lo que le digo! Se mueve como las putas aunque sea una santa y una señora.
El tren se va parando en casi todas las estaciones. Suben familias cargadas de bultos, muchos hatos metidos en cortinas o en fundas de colchones, canastas y alguna maleta de madera.
Pasa un manco rifando un jamón.
—¡A peseta el boleto, distinguido público, y le damos otro boleto de regalo!
En los vagones de primera clase modifica algo su pregón y reconociéndose entre gente de derechas suplica: «Una ayuda para este caballero mutilado por la patria».