La abacería de Teófilo y Visi, aunque esté a las afueras del pueblo, no tiene nada que envidiar a las del centro. La única pega es que la clientela es pobre y a partir de julio retira los artículos sobre fiado para pagarlos juntos en diciembre, cuando empieza la campaña de la recogida de la aceituna.
—Cuando juntemos cincuenta mil pesetas —se promete Visi—, traspasamos el negocio y nos volvemos a la capital a empezar algo mejor.
—Antes tenemos que ver en qué queda lo del Plan Jaén —objeta Teófilo—. A lo mejor ponen alguna industria importante en el pueblo y nos llueven las pesetas como cuando le vendíamos latas de sardinas y vino a los del tendido eléctrico, ¿te acuerdas?
Visi suspira resignada. No está muy convencida.
—Visi, hija, ¡que son cinco mil millones de pesetas lo que va a invertir el Estado en esta provincia! [167]
—Pero si estamos en la capital nos llegará lo mismo, ¿no?
—Allí hay más competencia. Y además, allí para qué van a invertir. Invertirán en los pueblos donde no hay más que un par de meses de trabajo al año.
—No sé —responde Visi—. Yo lo que quiero es que el niño estudie en un colegio como Dios manda, que llegue a ser más que nosotros. Mi ilusión es que llegue a ingeniero o a notario, que cobran una millonada sólo por firmar.
El reloj de la iglesia de San Martín da la hora. De repente, Visi pierde interés en la conversación. Conecta la radio para escuchar, en la Cadena SER, Matilde, Perico y Periquín, un programa de peripecias familiares.
Los tenderos de Villavieja del Horcajo no son los únicos padres que se preocupan por la educación y el porvenir de sus hijos. También en Villa Giralda, el hogar de los Barcelona, en Estoril, se discute a veces sobre la educación de los hijos.
Don Juan Carlos y su hermano Alfonso han cursado sus primeros estudios españoles en el laboratorio pedagógico de la finca Las Jarillas. Ahora reanudan sus estudios en Madrid capital[168]. Los duques de Montellano se han ofrecido para acogerlos en su residencia del paseo de la Castellana, un palacio con docenas de habitaciones y una hectárea de jardines. Don Juan entiende que les están ofreciendo el palacio entero y les toma la palabra. Los duques, en lugar de deshacer el equívoco, se resignan a hacer las maletas y ceder todo el palacio a los ilustres huéspedes, criados incluidos. Ellos se mudan a un piso de la calle Ventura Rodríguez[169].
En el palacio de los Montellano prosigue Juan Carlos los estudios preparativos para su ingreso en la Academia Militar de Zaragoza junto a un escogido grupo de compañeros aristócratas de su edad[170]. El severo preceptor del príncipe, el general Martínez Campos, lo somete a un plan de estudios espartano, de manera que Juan Carlos apenas sale de la mansión. Los domingos, después de misa, le organiza algún viaje cultural por los alrededores de Madrid, para que se airee.
Un día toca visitar el castillo de la Mota, sede central y escuela de mandos de la Sección Femenina de Falange. El general se adelanta con su coche oficial. Juan Carlos viaja en el Mercedes de servicio conducido por su profesor de Geometría y Trigonometría, el teniente coronel Emilio García Conde. En el asiento de atrás dormita el futuro general Alfonso Armada, también profesor suyo. Cuando salen de Madrid, el príncipe suplica a García Conde que lo deje conducir.
—No puede ser —replica el militar—. Su alteza no tiene carné.
Cuando el príncipe se emperra en una cosa puede acabar con la paciencia de cualquiera. García Conde termina por cederle el volante. En el paso a nivel con barreras de Olmedo, don Juan Carlos atropella a un ciclista sin más consecuencias que el pantalón roto, desollones superficiales en la pierna y una rueda de la bici destrozada. García Conde zanja el asunto entregando una generosa propina al accidentado.
Sin más contratiempo llegan al castillo de la Mota con García Conde nuevamente al volante. Las chicas de azul, blusas henchidas de femineidad contenida[171], reciben al príncipe con entusiasmo. Lo encuentran muy guapo, se dan con el codo, le sonríen e intercambian entre ellas recaditos al oído[172].
Durante el almuerzo, Juan Carlos comenta, locuaz y despreocupado, el incidente del ciclista y lo contento que marchó el pobre diablo tras percibir su generosa compensación.
El general Martínez Campos guarda silencio, pero en cuanto levantan los manteles se lleva aparte a Armada y le ordena secamente:
—Busca al herido, recupera el dinero y da parte del accidente a la policía de carreteras[173].
Armada objeta que no tienen idea de quién es y que la lesión ha sido apenas una rozadura.
—¿Es que no os dais cuenta de las consecuencias si se le gangrena la herida? Vosotros buscadlo. El príncipe se vuelve a Madrid conmigo.
A los pocos días, el general Martínez Campos le entrega a Juan Carlos un sobre grande que contiene otro más pequeño, que a su vez contiene otro más pequeño y así sucesivamente hasta un último sobre en el que el príncipe encuentra su regalo sorpresa: un flamante carné de conducir a su nombre.
Familia.