CAPÍTULO 26

La vida alrededor

Teófilo se ha adaptado bien a la vida monótona del pueblo; su Visi, no tanto. Visitación añora sus paseos de sábados y domingos con las amigas por la calle Maestra, el tontódromo de Jaén, cuando estaba soltera. En los pueblos la única distracción de una mujer consiste en arreglarse para ir a la iglesia, y asistir a los rosarios, novenas y primeros viernes de mes de las distintas cofradías y agrupaciones religiosas. Eso y salir con el marido los domingos por la noche, para ver alguna película americana donde aparezcan casas de ensueño con frigidaire y automóviles de lujo, aviones, trenes, barcos, hoteles, ciudades iluminadas con luces de neón, vestidos, fiestas… lujos que parecen de otro mundo, lujos que ella nunca podrá alcanzar.

En Villavieja del Horcajo hay dos cines, el Cervantes, de invierno, y el Calatrava, de verano, un corralón con sillas de anea clavadas en largos listones de madera. Antes de apagar las luces para que comience el programa se proyecta en la pantalla la foto fija de Franco mientras los altavoces emiten el himno nacional, que los espectadores escuchan respetuosamente, puestos en pie, algunos incluso en posición de firmes. A este propósito circula un chiste:

—¿Sabéis el de Franco que va al cine? Pues quiere comprobar cómo vive la gente fuera de El Pardo y un día sale vestido de paisano, y se mete en un cine de Madrid. Va a comenzar la película y al aparecer su foto en la pantalla todo el mundo se pone de pie, pero él, como es Franco, se queda sentado. Entonces el vecino de butaca le dice: «¡Oye, tú, levántate, que te vas a buscar un lío; que a mí a rojo no hay quien me gane y mira cómo me levanto!».

En Villavieja del Horcajo, a la salida del cine, un altavoz instalado en la fachada emite a todo volumen, cada noche, la misma música, la marcha militar Los voluntarios. A sus acordes marciales los cinéfilos vuelven a sus hogares por las calles solitarias y oscuras (la iluminación pública se apaga a las once de la noche).

Teófilo y Visitación regresan del brazo como dos novios, atraviesan la plaza de los Coches, recorren la calle de las Torres, se detienen un poco a darle conversación a Braulio, el del fielato, que a esa hora está acurrucado en la mesa camilla, escuchando el programa deportivo de la radio y tomando nota de los resultados que al día siguiente pondrá en una pizarra, en la puerta del Casino de Labradores. Braulio es también el agente local del Patronato de Apuestas Deportivas, las quinielas, además de fabricar jabón con los turbios del aceite que recoge pacientemente en las balsas donde desaguan las fábricas.

Cocinas.

Cocinas.

En Villavieja del Horcajo hay tres curas, un taxi y un autobús algo destartalado, la camioneta, que hace el servicio diario con la capital. El chófer se llama Gabucio, y el cobrador y cosario Fructuoso, aunque la gente lo conoce por Fortuoso. Fortuoso es maricón y a los que le recuerdan su peculiaridad con puyas y bromas se olvida de cobrarles por los recados y les guarda el aire, porque si lo denunciaran iría a la cárcel por la Ley de Vagos y Maleantes[164]. Cuando ve a la pareja de la Guardia Civil palidece y se asusta. Nunca sabe si algún día vendrán a por él. A un amigo que tenía en el pueblo vecino lo denunciaron y todavía sufre condena. Se dice que antes le dieron una paliza en el cuartelillo, como a un vulgar ladrón, y que las huellas del vergajo le han quedado marcadas indeleblemente en el culo.

Cuando termina la campaña de recolección de la aceituna, la mayoría de los jornaleros se quedan sin trabajo y acuden por la mañana a la plaza, donde conversan en corrillos mientras esperan a que alguien los contrate. Cuando se pasa la hora, algunos regresan a sus casas y otros se van al campo a buscar espárragos, alcaparras, cardillos, borrajas y otras plantas comestibles. Cada familia humilde tiene en el corral o en el altillo de la casa un jaulón de alambre de gallinero donde cría conejos, la única carne que comen los pobres, con el arroz del domingo o de las celebraciones. Como el conejo es muy prolífico, la reserva de proteínas animales está asegurada, al menos un día por semana.

Los niños de los pobres, en su mayoría sin escolarizar, pasan la tarde en el campo buscando hierba para los conejos y regresan al caer la tarde cargados con un saco que abulta más que ellos. Visi riñe a su hijo Vicentito, que ahora tiene siete años, cuando le descubre las manos manchadas de verde.

—Ya has estado cogiendo yerba para los conejos, ¿no?

—Es que por la tarde todos mis amigos se van al campo a coger yerba y yo me aburro solo en el paseo.

—¿Tú no ves que ellos son pobres y tienen que criar conejos? Nosotros, gracias a Dios, podemos comprar carne.

—Entonces, ¿somos ricos?

—No. No somos ricos, pero tampoco somos pobres.

Por la noche, ya en la cama, Visi expone sus quejas a Teófilo.

—Con este niño hay que hacer algo. Todas las tardes se va a coger yerba con los pelanas del barrio. Un día nos vuelve tiñoso.

—A ver, mujer, la tienda está aquí y esa es nuestra parroquia —intenta razonar el marido.

—Tenemos que irnos a la capital y poner al niño en un buen colegio. Se me encoge el corazón al ver que se cría con esos muertos de hambre que juegan con papeles de mantecados[165].

Aguarda unos segundos, pero Teófilo no responde.

—¿Qué me dices? —insiste—. Tenemos que poner al niño en un buen colegio religioso, en uno donde no tengan que darle leche en polvo a cuatro muertos de hambre[166].

No hay respuesta. Teófilo finge dormir. La verdad es que está muerto de sueño.

Anuncio.

Anuncio.