CAPÍTULO 25

Diez dólares y cien indulgencias

El príncipe don Juan Carlos, de diecisiete años, ha terminado con ineludible brillantez su educación secundaria. Es el momento de decidir sus estudios futuros.

Orientado por su consejo privado, don Juan propone a Franco que el príncipe curse estudios universitarios «en la Universidad Católica de Lovaina, que tiene una gloriosa tradición española y la más sana orientación moral y religiosa»[154]. Franco disiente: «La marcha del príncipe a una universidad extranjera, por católica que sea, no se juzgaría en España conveniente y causaría un mal efecto político»[155].

Franco prefiere que el príncipe permanezca en España y curse estudios militares en las academias de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire, donde podrá «hacerse hombre y formarse en el espíritu del mando y la obediencia»[156]. Después podrá complementar sus estudios militares con otros de carácter civil[157]. A mediados de octubre, cuando los alumnos de la edad de don Juan Carlos han comenzado el nuevo curso, don Juan y Franco continúan encastillados en sus respectivas opiniones y el príncipe sigue sin escolarizar. Finalmente, don Juan consulta a su consejo privado que vota a favor de la propuesta de Franco[158]. No lo cabreemos, que está en juego la corona.

El conde de Barcelona ordena al conde de los Andes que acuerde una entrevista con Franco para discutir los pormenores de la educación del príncipe. Caudillo y pretendiente se reúnen esta vez en la finca extremeña de Palacio de las Cabezas, cedida por el conde de Ruiseñada[159]. En la entrevista, Franco advierte a don Juan «el que ahora se prepare al infante no quiere decir que este vaya a ser forzosamente el nuevo rey». Don Juan, por su parte, muestra su extrañeza por la sepultura de los restos de José Antonio en El Escorial, que es panteón real, a lo que Franco replica: «No está enterrado en el panteón real, sino en la iglesia, pero el sitio vale más que el panteón real por ser el destinado a la oración»[160].

Termina el año. La prensa especializada, poca, hace balance de la economía española. Entre 1950 y 1954 la banca ha duplicado sus beneficios: comienzan a abrir oficinas bancarias en el centro de las ciudades. El diario Arriba señala en su editorial que España avanza a pasos de gigante y da por cumplido el sueño de Franco: ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan. Quizá esto no sea del todo cierto porque aún quedan desfavorecidos que viven en infraviviendas, especialmente en los barrios de chabolas que crecen, de la noche a la mañana, en el extrarradio de las grandes ciudades. Lo que sí vamos camino de conseguir es que no quede un español sin radio, exceptuando los lugares donde todavía no hay luz eléctrica, que son muchos. En las ciudades se compran radios a plazos firmando letras. Las calles quedan desiertas los sábados y domingos por la tarde, cuando las familias se reúnen en torno al receptor, siempre en una repisa alta en la pared, a veces protegidos por una cortinita de encaje, para escuchar los concursos y programas familiares con los que compiten las emisoras[161]. Durante la semana, las vecinas se reúnen por la tarde en la casa de una de ellas para coser o remendar calcetines mientras escuchan seriales o folletines radiados[162] y los programas de discos dedicados[163].

Nochebuena. En su discurso de Navidad, el Caudillo manifiesta la trascendencia del Concordato con el Vaticano y los acuerdos con Estados Unidos.

Se acabaron los problemas internacionales de España y, muy especialmente, los del propio Franco.

Agustín de Foxá cena esa noche con unos amigos. Entre platos escuchan la alocución del Caudillo retransmitida por todas las emisoras. Cuando termina, Agustín comenta:

—¡Vaticano y americanos! A cada español le corresponden diez dólares y cien indulgencias.