CAPÍTULO 24

Paseo por el Retiro

Exceptuando la patriótica ocasión del 18 de julio, España se rige por el santoral en lo tocante a días de fiesta y jolgorio (y cumplimientos religiosos). El 8 de diciembre, Inmaculada Cano le ha pedido el día libre a doña Mabel para celebrar su onomástica con su prima Socorro. Las dos primas se ponen guapas, con carmín en los labios, colorete en las mejillas, abéñula en los párpados y rímel en las pestañas. Inmaculada estrena unas medias de cristal que le ha regalado su prima y se van a pasear al Retiro.

Hace un día soleado y moderadamente frío. Muchas niñeras han sacado a sus pupilos bien abrigaditos y pasean el cochecito por el paseo central. También se ven muchos soldados de permiso, con el uniforme de gala, que consiste en unos guantes blancos. Es el día de la patrona del arma de Infantería y después de la misa solemne les han dado suelta hasta la tarde. Los pobretes intentan ligar con las niñeras y las criadas dándoles lástima, con la familiaridad que les otorga el ser de pueblo como ellas. Lo que buscan es remuneración carnal, que todos están berrendos, o, si no pudiera ser, al menos que los inviten a un bocadillo y una cerveza.

A Socorro y a Inmaculada no les gustan los quintos.

—Vamos a alquilarnos una barca y nos quitamos de que vengan esos moscones a molestar —propone Socorrito.

Ya en la barca, Inmaculada pregunta:

—¿Sabes algo del pueblo?

—Tuve carta hace poco. Que están bien y que a ver cuándo vamos. Les contesté que en Navidad imposible, que es cuando más trabajo hay en la tienda y que tú estás lo mismo en la fábrica de galletas. Lo malo es que en enero salimos de gira con la compañía y a lo mejor vamos a Zamora.

Inmaculada se alarma.

—¿Y qué vas a hacer, si va alguien del pueblo y te conoce?

—Nada, mujer. Ya se lo he dicho a Celia y dice que ese día me ponga mala y no salga.

Hablan de la vida del pueblo, que no echan de menos en absoluto.

—¿Tú te imaginas las primas, todo el día trabajando como negras, fregando de rodillas el empiedro, encendiendo el fuego con granzas, ordeñando la cabra, barriendo la puerta del estiércol que dejan las bestias cuando van al campo y luego otra vez cuando vuelven?

—Y cuando tienes un momento de respiro, en vez de salir a dar una vuelta te pones a zurcir calcetines o a bordar el ajuar.

—¿Te acuerdas de cuando salíamos al tontódromo los domingos?

—No me voy a acordar. Allí, como tontas, esperando que algún mozo se te arrime y te pretenda[151].

—Yo no he perdido la ilusión de conocer algún día a alguien que me saque de la Uruguaya y me quite del oficio. Algunas han tenido suerte y ahora las tienen como señoras.

—Pero ¿se casan con ellas?

—Unos sí y otros, no, porque ya están casados, pero les ponen un piso y las tienen la mar de bien.

Hablan de las amigas que dejaron en el pueblo.

—A Paquita, la del estanco, la ha pedido Perico el Pirro.

—Pero ¿ya le ha pedido la puerta?

—Sí, ya hasta entra y se sienta con la familia en la mesa camilla a oír la radio mientras limpian lentejas. Le ha regalado al suegro una maquinilla de liar cigarros y lo tiene la mar de contento. Y el día de su santo fue a rondarla con dos bandurrias de los amigos y le tocaron Clavelitos.

—Me alegro. ¿Y cuándo se casan?

—Eso no lo saben. A ver si viene un año bueno. Todavía no han podido comprar la tela de las sábanas.

—¿Sabes lo que te digo? Que yo aunque encuentre a un hombre que me retire no pienso bordar el ajuar. No estoy por quedarme ciega bordando bodoques.

Reman las dos mujeres hasta el centro del estanque.

—¿Te acuerdas de cuando íbamos al cine, medio pueblo por aquellos cantones con la silla a cuestas, al corralón del tío Claudio?

—A mí, fíjate, eso me hacía gracia.

Las dos primas se quedan un momento en silencio recordando las sesiones de cine del pueblo con aquellas películas en las que jamás se veía un beso, ni un muslo, ni un hombre con el torso al aire[152].

—Te acuerdas ya, al final del verano, cuando refrescaba por las noches, y muchos iban con mantas y con el braserillo para ponérselo debajo de los pies, como si fueran a la escuela.

Ríen las primas de las cosas del pueblo.

—El pueblo es otro mundo —dice Socorrito, seria—. Aguantan allí porque viven en la ignorancia. Si vieran cómo se vive en la capital, se vendrían todos.

—¿Y qué iban a hacer aquí? ¿De qué iban a vivir?

—Sí, eso también es verdad.

Paseos por diferentes tontódromos españoles.

Paseos por diferentes tontódromos españoles.

Pleno de las Cortes[153]. El presidente Esteban Bilbao lee, con la solemnidad debida, una carta del conde de Arguillo, padre del marqués de Villaverde, consuegro de Franco y abuelo de Francisco, el primer nieto varón del Caudillo. El orgulloso abuelo «desearía interesar a los poderes públicos para que se autorizase a que dicho vástago y su descendencia masculina llevaran el nombre de Francisco Franco en recuerdo de su ilustre ascendiente».

Murmullo aprobatorio del hemiciclo. El presidente toma la palabra: «¿Acuerda la Cámara, como homenaje de las Cortes al jefe del Estado, que su primer nieto varón pueda, previa trasposición de sus primeros apellidos, ostentar en vida y para su descendencia el nombre de Francisco Franco Martínez-Bordiú?».

Aclamaciones y aplausos de los procuradores puestos en pie. Esteban Bilbao pronuncia satisfecho: «Así se acuerda por aclamación. ¡Francisco Franco, primer nieto varón de Francisco Franco, Caudillo de España!».

«Estas palabras fueron contestadas con estruendosos aplausos y gritos de “Franco, Franco, Franco, Franco”», afirman al día siguiente los periódicos.

Día gris y desapacible. Llueve como hacía mucho que no llovía sobre la triste España.

Don Fermín Siles Arizala contempla el aguacero tras los cristales del prostíbulo de la Uruguaya, donde acaba de ocuparse con Paloma, una chica nueva llegada de un pueblo de Granada. Don Fermín ha venido a arreglar papeles en el ministerio de parte de una de las empresas en las que lleva la contabilidad.

Cuando va a Madrid, lo que ocurre con cierta frecuencia, porque el papeleo se atasca en provincias, aprovecha para comer en un restaurante e ir de putas, lo que en la levítica y murmuradora capital de provincias no se puede hacer sin provocar escándalo.

Llueve y llueve. La calle se ha quedado desierta. En la acera de enfrente, bajo los soportales de la corsetería La Imperial, se ha refugiado un mendigo. Al instante sale un dependiente.

—Tome una peseta y váyase a otra parte, buen hombre, que dice mi jefa que aquí nos espanta a la clientela.

El mendigo se guarda la moneda, murmura «que Dios se lo pague», se sube la chaqueta harapienta hasta cubrirse la cabeza y cruza la calle cojeando bajo el aguacero.

—Un trozo de planeta por el que cruza errante la sombra de Caín —murmura el abogado desde su observatorio, tras los visillos.

—¿Manda usted algo, don Fermín? —pregunta Paloma, que ha acabado de desvestirse y se ha metido en la cama.

Don Fermín se vuelve hacia la muchacha.

—Nada, hija. Me había acordado de dos versos de Antonio Machado. ¿Sabes tú quién era Machado?

Paloma niega con la cabeza.

—No. ¿Es un futbolista?

—No.

—¿Un torero, entonces?

Don Fermín se vuelve hacia ella con una sonrisa triste.

—No, mujer. Era un poeta. Ya murió.

—¿Era amigo de usted?

—Una vez asistí a una conferencia suya —evoca el abogado—. Era muy descuidado. Llevaba la bragueta abierta.

Paloma se muere de risa.

—Tenía un amigo, Unamuno se llamaba, que también hacía versos —prosigue don Fermín—. ¿Quieres que te recite uno?

—Bueno, pero que sea de mucho sentimiento.

Asiente don Fermín y recita:

¡Ay, triste España de Caín, la roja

de sangre hermana y por la bilis gualda,

muerdes porque no comes, y en la espalda

llevas carga de siglos de congoja!

Medra machorra envidia en mente floja

—te enseñó a no pensar padre Ripalda—

rezagada y vacía está tu falda

e insulto el bien ajeno se te antoja.

Democracia frailuna con regüeldo

de refectorio y ojo al chafarote,

¡viva la Virgen!, no hace falta bieldo.

Gobierno de alpargata y de capote,

timba, charada, a fin de mes el sueldo,

y apedrear al loco don Quijote.

—¿Te ha gustado?

Paloma pone cara de circunstancias.

—Es muy bonito, pero sólo he entendido lo de la Virgen y la alpargata… ¡ah, y el capote! Lo que pasa es que una, como es tan burra, no entiende esas finezas.

Don Fermín la mira con ternura y asiente.

—¡Ande, véngase usted, que ahí afuera hace frío! —lo invita Paloma palmeando el espacio libre de la cama.

Don Fermín suspira profundamente.

—No, hoy no tengo muchas ganas. Sólo quería estar contigo un ratito.

En los escaparates de las librerías de la Puerta del Sol, sobre un paño morado con dorados bordados eucarísticos, se destaca un libro de reciente aparición: Los mártires de la Iglesia (testigos de su fe), por el abad del Valle de los Caídos fray Justo Pérez de Urbel. Un libro espléndido tanto por su fondo como por su forma que alcanzará elogiosas críticas de la prensa nacional y de L’Osservatore Romano[153b].