Con la supresión de las cartillas de racionamiento, en 1952, y de las de fumador, en 1953, la Jefatura de Abastecimientos y Transportes ha trasferido mucho personal a otros servicios. Al camarada Diego Medina Jódar lo han colocado en el Negociado de Censura del Servicio Nacional de Prensa del Ministerio de Información. Apenas instalado, su inmediato superior, don Tancredo Rivas Ponce, lo convoca a su despacho.
—¿Da su permiso, don Tancredo?
—Pase, pase.
Don Tancredo es un hombre de mediana edad, delgado, de rasgos afilados, nariz aquilina y voz un poco chillona. Sobre la mesa tiene una foto enmarcada en la que aparece trece años más joven, uniformado de alférez provisional, estrechando la mano del Caudillo recién terminada la Gloriosa Cruzada de Liberación.
—El camarada Canales, su jefe anterior, me informa excelentemente de usted en cuanto a fidelidad al Caudillo y al Movimiento.
—Favor que me hace, camarada jefe.
—Esto me satisface —prosigue don Tancredo—, pero debo advertirle de que, debido a la idiosincrasia de este trabajo, aquí no basta con ser bueno: hay que ser el mejor, porque el enemigo no descansa y debemos permanecer siempre alerta. Este es un puesto de peligro, esta es la portería de la patria en la que sus enemigos, la masonería, el liberalismo, el comunismo, el enciclopedismo, la anti-España, quieren meter goles. Y, dígame, camarada, ¿es usted aficionado al balompié?
—Sí, camarada.
—Del Real Madrid, supongo.
Diego titubea un segundo, pero responde:
—Sí, camarada.
—¡Excelente! —sonríe su superior satisfecho—, nos entendemos: yo también pertenezco a la hinchada del equipo nacional. Pues bien, si es usted aficionado al balompié sabrá que el equipo que encaja más goles es el que pierde. En este puesto que va a desempeñar su labor consiste en afinar la malicia para que no nos metan goles, ¡porque los goles que nos meten a nosotros se los están metiendo al Caudillo! ¿Comprende, camarada?
—Sí, señor, perfectamente.
—Mire: aquí llegan las informaciones de las agencias oficiales Efe, Cifra, Mencheta y el sursuncorda, además de revistas y periódicos de variado pelaje, desde la del Sagrado Corazón de Jesús, editada por los jesuitas de Bilbao, a la del Círculo Cultural Agrícola de Huesca. Nuestra labor es examinarlas con lupa y cuidar de que no se cuele nada. Luego están los libros: las imprentas nacionales continuamente dan a la estampa libros. Cada uno de ellos es una peligrosa sima y donde se juntan muchos libros huele al azufre del infierno, como dice fray Justo Pérez de Urbel, buen amigo mío.
—¿En las bibliotecas huele a azufre, don Tancredo?
—No, no me refiero a las bibliotecas patrias —responde don Tancredo con un gesto de disculpa—. Afortunadamente, a raíz de la Cruzada de Liberación, hicimos un buen expurgo en las bibliotecas y quemamos los libros disolventes, libertinos y anticatólicos en la pira purificadora. Me refiero a los libros que se publican ahora. ¡Que no se nos cuele ninguno contrario a la Iglesia o al Glorioso Movimiento! La Iglesia ya hace una buena criba en ellos antes de concederles el preceptivo níhil óbstat[4], pero ello no nos exime a nosotros del deber de volverlos a examinar por si se hubiera pasado alguno. Una censura política y social es tan necesaria como la religiosa. En fin, su compañero Lupiáñez lo pondrá al día y le explicará los detalles. Lo único que debe tener claro es que hay que permanecer avizor para pararlo todo: no sólo torcidas informaciones políticas, sino palabras y expresiones pecaminosas o de mal gusto propias del vulgo o de los intelectuales disolventes. Ya sabe la gentuza que son los escritores en este país. Que no nos cuelen palabras malsonantes como, por ejemplo, sobaco. ¿Qué trabajo les costaría escribir axila que es mucho más elegante? Y no digamos pechos, o, peor aún, tetas, con perdón. ¿Qué trabajo les cuesta poner senos? Lo mismo que braga. Braga es que no debe ni mencionarse.
—¿Qué se pone en lugar de braga, camarada? —inquiere Diego.
—Nada. No se pone nada: es que no hay necesidad de ser tan minucioso. Si la mujer se pone unas bragas, con perdón, se dice, por ejemplo: La dama se vistió. Si, por el contrario, se despoja de esa prenda, se escribe se desvistió (nunca se desnudó, ¿eh?). Y así sucesivamente. Toda palabra que pueda ser pecaminosa se sustituye por una equivalencia inocente o se suprime[5]. El español, la lengua del Imperio, dispone de recursos para expresar cualquier concepto sin ofender a la moral. Eso lo aprenderá usted con la práctica, no me cabe duda. Lo principal es extremar las precauciones con la malicia de los escritores y hasta con la de los linotipistas y cajistas de imprenta. ¡Queda mucho rojo emboscado que se pasa el día meditando maldades! Por ponerle otro ejemplo, con la palabra ceño hay que tener especial cuidado porque la oración gramatical cuando conoció la infausta noticia, la señora marquesa frunció el ceño, que es de lo más inocente y sólo expresa la lógica preocupación de una dama sensible, puede transformarse, mediante maliciosa errata, en cuando conoció la infausta noticia, la señora marquesa frunció el coño. ¡Imagínese!
—¿Y qué se puede hacer en esos casos?
—¡Ahí es donde se requiere un talento creativo del censor! —señala don Tancredo—: se pone el entrecejo. La señora marquesa frunció el entrecejo, y ya está. Lo mismo le digo de palabras delicadas debido a sus connotaciones revolucionarias: obrero que no aparezca nunca. Se pone productor o trabajador; y de las de contenido moral, un cuarto de lo mismo. Es mejor que no aparezcan adúltero, ni suicida, ni homosexual.
—Entendido, camarada jefe.
—Bueno, muchas cosas las irá aprendiendo con el tiempo y con ayuda de Lupiáñez. Ahora vamos a un caso práctico. Coja un periódico de ese estante, el que sea.
—¿Este?
—Bueno es. Mire la página de sucesos.
Diego busca la página de sucesos. En el ángulo inferior derecho descubre una noticia tachada con unos trazos de lápiz rojo.
—Léame el titular —ordena don Tancredo.
—«Condenado por abusos deshonestos y ofensas al jefe del Estado» —lee Diego.
El jefe de Negociado cierra el periódico y cruza los brazos sobre él.
—En obsequio de la brevedad, le resumiré la noticia: un mozo de la localidad extremeña de Oliva compra una moto Ossa de segunda mano e invita a la novia a dar un paseo. La prometida del interfecto, una muchacha de familia afecta al Movimiento, de derechas de toda la vida, de moralidad intachable, obtiene el pertinente permiso de la madre. Extremando la modestia, la muchacha se monta a mujeriegas en el trasportín del vehículo, despliega un púdico pañuelo sobre las rodillas y avisa al novio: «Cuando quieras». Él arranca, mete gas al motor, petardea un poco por la plaza del pueblo espantando a las gallinas y, con el pretexto de que quiere ver cómo se porta la Ossa en carretera, sale del pueblo y lleva la moto hasta un lugar solitario, donde corta el gas detrás de una propicia tapia, y le espeta a la novia: «¡Bájate, que hoy no te salva ni Franco!». Ya se puede imaginar lo que sigue. Cuando el juez lo llama a declarar, el tío alega que ella había dicho «cuando quieras» ante testigos.
Diego comprende.
—¡Claro, leyendo el texto uno capta la situación —prosigue el aspirante a censor—, pero el titular de la noticia, tal como está redactado, mueve a pensar que el que fue objeto de abusos deshonestos fue… el Caudillo!
—¡Exacto! —aprueba don Tancredo—. ¡Ha dado usted en el clavo! ¡Imagínese la enormidad: el Caudillo víctima de abusos deshonestos a manos de un gañán de la dehesa extremeña! ¡Sólo pensarlo produce alferecía![6]
—¡Qué barbaridad! —exclama Diego imaginando la escena.
—¡Equilicuá! —corrobora el jefe de Negociado—. Esos errores, a lo mejor bienintencionados, se corrigen con multa. ¡Sin apelación, sin piedad! Hay que curarse en salud, que en los periódicos, a pesar de las cribas efectuadas tras la Gloriosa Cruzada, queda mucho rojo infiltrado y mucho gracioso que luego se pavonea de que nos la ha colado, y el recorte con la noticia pasa de mano en mano por las tertulias de los cafés. ¡Y a mí no me la cuela ni Dios! Dicho sea con perdón.
—Quedo enterado, camarada jefe —asiente Diego.
—Hay que andar alerta para que, con el cambio de los tiempos, no se relajen las esencias patrias. El enemigo disolvente acecha siempre y nosotros hemos de velar, como centinelas.
—Completamente de acuerdo, camarada.
Los censores están cargados de razón. El país está cambiando. Entre los señoritos madrileños vástagos de buenas familias que pueblan las terrazas de las cafeterías y bares de la calle de Serrano se ha puesto de moda la Vespa, una moto Scooter italiana tan cómoda y fácil de manejar que hasta las chicas pueden conducirla con faldas, aunque lo más normal es que viajen en el asiento de atrás sentadas a mujeriegas sin mostrar las piernas, o en el sidecar. Su éxito es tal que al año siguiente comenzará a fabricarse en Madrid (desde febrero de 1953).
El nacionalcatolicismo.
Aunque le repugne al jefe de Diego y a la superioridad en general, es evidente que algo está cambiando en España. Otros indicios autorizan a creerlo. En Altea —sierras ocres, cielos azules, naranjos, nísperos, olivos, casitas blancas, doradas playas, inmenso mar— el 9 de julio de 1953, al declinar la tarde, la ciudadana sueca Jutte Lindharsen, treinta y cinco años, concejala de Asuntos Sociales, divorciada, detiene su flamante Citroen 2 CV (el mítico dos caballos que muy pronto será popular en España) a la vera del pegujal donde ara, con una yunta de mulas, la Romera y la Capitana, el labriego Fulgencio Cosculluela, diecinueve años, soltero, librado del servicio militar por corto de talla pero, por lo demás, normalmente constituido, incluso sobrado.
Debido a la escasez de señales de tráfico, la sueca no está muy segura de si el camino de cabras que sigue es la carretera correcta. En la duda detiene el coche a un lado del carril, echa el freno, se apea y por señas solicita amablemente la presencia del nativo. Este acude prontamente con voluntad de servirla. Ella despliega sobre el capó un mapa de carreteras y le indica una dirección. La consulta se demora algo, no sólo por la dificultad del idioma, sino porque es la primera vez que Fulgencio Cosculluela ve un mapa y no es fácil hacerle comprender a un muchacho que en su vida ha salido del pueblo que aquella maraña de líneas de colores, manchas y señales representa un fragmento del territorio patrio. Ocurre entonces el accidente sensible. Las glándulas pituitarias de la concejala sueca captan las emanaciones agrias de la sobaquina del rústico. El subsiguiente alboroto de las feromonas le produce un intenso sofoco y una descarga intensa de oxitocina, la hormona del deseo. Acalorada, se desabotona un poco la blusa. La ávida mirada del Fulgencio capta el inicio del canalillo intermamario lo que le dispara un cañonazo de testosterona en el cerebro. Renuncio a pormenorizar la escena, que luego me escriben los lectores quejándose de que introduzco escenas de sexo con cualquier pretexto. Resumiendo mucho: antes de la puesta del sol, ya han echado tres, los dos primeros sin sacarla.
Una golondrina no hace verano, lo sé, pero detrás de esta benéfica golondrina llegarán otras, a bandadas. Muy pronto las costas españolas se pondrán a la cabeza de Europa en materia de veraneos. No tendremos la Toscana, ni Biarritz, ni la Riviera, ni otros lugares de veraneo pijos de pitiminí, pero a todos ellos les darán sopas con honda nuestras costas, nuestro sol de justicia, nuestras playas, nuestros chiringuitos de sangría y paella, nuestra simpatía y nuestra viril atención personalizada. De aquí ningún culito se va con hambre.
Las primeras escaleras mecánicas en los almacenes Galerías Preciados de Madrid.