La Reina de Inglaterra, no la de Buckingham sino la del prostíbulo regentado por la Uruguaya, se llama, en realidad, Inmaculada Cano y es natural de un pueblo de la Alcarria, por eso es dulce como la miel.
La muchacha no ha tenido suerte en la vida. Hija de un albardonero borracho que desatendía a la familia y apaleaba a su mujer, se empleó como criada a los diez años con un almacenista de ultramarinos que cuando llevaba un par de años en la casa, le puso por delante un libro contable donde había asentado el chocolate y las latas de leche condensada que le había distraído desde que entró a su servicio.
—Ahora tú misma escoges: o te llevo al cuartel de la Guardia Civil y te caen lo menos quince años de cárcel o me dejas la puerta de tu cuarto abierta para cuando yo quiera.
Inmaculada no volvió a cerrar la puerta de su cuarto y desde entonces el almacenista la visitó dos noches por semana, en cuanto su mujer, que padecía de los nervios y le daba al anís, se quedaba dormida en el lecho conyugal después de oír por la radio las charlas del padre Venancio Marcos[118].
Así pasaron dos años. Un buen día Inmaculada echó una rata muerta en la tinaja del aceite del año y salió con la cabeza cubierta por un velo camino de los ejercicios espirituales para criadas, en los que la señora la inscribía todos los años, pero en lugar de dirigirse a la iglesia se encaminó a la estación de ferrocarril, se compró un billete y se presentó con lo puesto en la pensión madrileña donde vivía una prima suya que trabajaba de artista: «Pensión La Esmerada, Atocha, 122, ppal. Los domingos, paella». Desde allí escribió a la familia que no se alarmaran por su huida, que estaba bien y que ya les daría más noticias en la próxima. El almacenista no dijo esta boca es mía y mantuvo incluso su silencio un año después cuando, al limpiar la tinaja del aceite, descubrió la causa de ese saborcillo afrutado y levemente picante tan agradable que tenían últimamente las ensaladas.
Inmaculada y su prima Socorro (en las tablas, Tsarah) celebran el reencuentro cenando un cartucho de calamares fritos en el bar El Brillante. Después van al cine, a ver Un americano en París. Es sesión continua y les gusta tanto la película que la ven dos veces y media.
—Con esa cara de ángel que tienes ya verás cómo te ganas bien la vida —le promete la prima artista—. Aquí, en los Madriles, a lo único que hay que hacerle ascos es al hambre.
—¿Al hombre?
—No, no: al hambre —aclara la prima—. El hombre más bien es el que te sacará del hambre.
Gracias al hombre, y a la concupiscencia que lo domina, Inmaculada no ha sufrido hambre en Madrid. Más bien se puede decir que le sobra algún dinerito para un capricho. Hasta de vez en cuando envía al pueblo un paquetito con regalos para la familia. A veces echa de menos pequeños momentos de felicidad que vivía en su casa, cuando el padre estaba ausente, la vida en la cocina escuchando los seriales de la radio mientras su madre y ella zurcían cuellos, puños o calcetines a la escuálida luz de una bombilla de escasos vatios que de vez en cuando perdía potencia y amagaba un apagón. También echa de menos la plancha, tan calentita en invierno, puesta sobre la hornilla de carbón.
Inmaculada regresa de sus recuerdos. Mira roncar al cura que tiene tendido al lado (ha adivinado su alto ministerio por la tonsura, aunque él se la disimula frotándosela con un corcho quemado). Después de todo no ha sido demasiado asqueroso ni le ha pedido nada raro aparte de que orinara en la palangana. Si pudiera encontrar un hombre bueno y con algunos posibles que le pusiera un piso y una tiendecilla de lencería, sería del todo feliz.
Con poco se conforma la Reina de Inglaterra.
A otros que huyen de provincias, de los pueblos miserables, les va peor en Madrid. La pobreza, el hambre y el desencanto impulsan a mucha gente a vivir a salto de mata, de la picaresca.
El hambre viva que inspira el folclore popular en coplas y refranes:
Quién fuera cura en enero,
y en el verano, pastor;
y en el tiempo de las uvas,
quién fuera vendimiador.
Inmaculada aprecia el aspecto positivo del oficio. Desde que los clientes han descubierto que es la sosias de la reina de Inglaterra, está solicitadísima y la agasajan con propinas tan generosas que puede comprarse cuanto chocolate y leche condensada quiera. Ahora sabe lo que es comer bien, bocadillos de calamares, filetes empanados, carne magra con tomate, sus buenos cocidos… Y beber. Inmaculada aguanta la bebida como una señora. Cuando está con los clientes, pide siempre ginfizz, la bebida de moda, que es bebida y alimento[119]. Le han dicho que es lo que bebe la reina, su doble[120]. Algunos clientes la sacan a cenar a reservados de buenos restaurantes. Cuando se pone nostálgica y se acuerda del pueblo lo contrarresta pensando en todo lo que se hubiera perdido de seguir en la Alcarria. Tiene a un notario de Huesca que se ha encaprichado de ella y la visita una vez al mes. Siempre siguen la misma rutina: después de pasar la tarde en la cama, el notario se va a su hotel y nuevamente se encuentran para cenar en un reservado del restaurante Acero Riesgo, en la esquina de Peligros. El notario casi no come: se limita a mirarla embelesado mientras ella se pone morada de percebes y de ostras («¡ostras a peseta la pieza, prima!»). La primera vez que el notario pidió percebes le daba un poco de asco.
—No temas, que están muy ricos —le explicó el maño mientras chupeteaba uno de muestra para animarla—. Son crustáceos cirrópodos.
—¡Ah, bueno!
Otro cliente, un ovejero manchego que tiene una hernia como un globo y se corre manual, la lleva a comer gambas a El Anciano o al Gayango, donde sirven angulas de Aguinaga a diez pesetas la pieza.
—Prima, los peces, cuanto más feos son, más ricos están y más caros cuestan[121].
No todos pueden permitirse las exquisiteces de la Reina de Inglaterra. A pocos kilómetros de esos manjares marítimos, en la venta de La Sorda, carretera de La Coruña, lugar de reunión de camioneros y tratantes, el Piojo Resucitao y su socio el Burro Mojao degustan una ración de callos y otra de gallinejas que acompañan con sendos cuartillos de vino de Valdepeñas. Están haciendo hora para un trabajo extra que le ha salido a la camioneta 3HC.
Esta vez Inmaculada Cano y su prima rematan el día en la última sesión del cine Alegría en Vallecas, donde ven La portera de la fábrica, un melodrama de mucho sentimiento que a las dos les gusta mucho y han visto ya no saben cuántas veces («¡qué tontas, es que nos gusta llorar!»).
En el No-Do[122], algo antiguo ya, Franco abraza en la estación del norte a su homólogo dominicano el dictador Leónidas Trujillo, cuya cara de bestia no disimulan ni el bigotito a lo Hitler ni el impresionante uniforme cuajado de dorados, bandas y condecoraciones[123], ni el sombrero de dos picos adornado con plumas[124]. Es de reseñar que en el mundo sólo existen dos generalísimos, Trujillo y Franco.
El mayor cerdo de España en la Feria del Campo.
Al salir del cine, las dos primas pasean recordando y añorando el cine de su pueblo y el duelo de voces que se establecía entre Paquito el Palomo, con una caja de gaseosas a la espalda y Pepe el Torero con su cesta de pipas, caramelos y cigarros al menudeo[125].
—Ha sido un día estupendo —resume Socorro, mientras aguarda a que el sereno les abra la puerta de la calle.
Los empleados de la limpieza municipal baldean la calle con una manguera. No son los únicos que comienzan su jornada laboral a esa hora intempestiva. Al filo de las dos de la madrugada, el Piojo Resucitao y e Burro Mojao salen a la carretera de Majadahonda y aguardan la llegada del Loco Vereas, que viene en una petardera moto Guzzi sin más luces que las que desprende una linterna de mano alojada en el hueco del faro.
Antes de aceptar el trabajo discuten el reparto de las ganancias. El negocio se hará con la camioneta del Loco, porque ellos acaban de traspasar su 3HC a un tratante de melones y no disponen de vehículo. Han hecho muy bien. Llamaban mucho la atención con un camión ruso de la guerra, uno de los pocos que siguen circulando desde que los chatarreros los pagan a buen precio.
—Dos partes para mí y una pa vosotros. Y la gasolina aparte —les propone el Loco Vereas.
—Además de loco estás tonto —le reprocha el Piojo—. ¿Cómo que a tercias, si el trabajo lo hacemos nosotros y tú sólo conduces?
—Bueno, de vez en cuando me bajo y echo tapas mientras el Burro Mojao lleva el volante.
—Venga.
El negocio consiste en robar tapas de alcantarilla en los barrios periféricos de Madrid y venderlas a un chatarrero que a su vez las vende a la propia fundición que las suministra. De este modo los stocks se mueven continuamente. «Que ruede el dinero y se cree riqueza», como a veces dice el Chato Puertas.
—Que sepáis que también compro bocas de riego y cobre del tendido eléctrico —propone el chatarrero al entregar el precio convenido.
—No. Nosotros el agua y la luz no la trabajamos —objeta el Piojo—, que lo mismo te pega un reventón o un calambrazo.
Tipos españoles de los años cincuenta.