Conmoción en Jaén. La diócesis se viste de domingo para recibir, con todos los honores, al nuevo obispo de la diócesis, don Félix Romero Mengíbar[112]. Calurosa acogida: guirnaldas que cruzan la calle y se enroscan en las farolas, devotos llegados de los pueblos de la diócesis (cada cual con su pancarta), grupos de Acción Católica, de las Marías de los Sagrarios, de Adoración Nocturna, de seminaristas, de siervas de la Medalla Milagrosa, de paúles, de hospicianos, de los distintos colegios religiosos, acuden con pancartas, banderitas y ramos de olivo al recibimiento de su pastor. Motoristas de la policía escoltan al prelado hasta su palacio, frente a la catedral.
En la barbería El Siglo se comenta el histórico acontecimiento.
—Por lo visto es la mar de listo y vive con un hermano llamado Nicolás un poco faltuco que nunca sale en las fotos —apunta Ramón Leyva—. Dicen que, cuando eran pequeños, la madre decía: «Mi Félix ve crecer la hierba; mi Nicolás, se la come».
—¡Un talento!
En la primera página del periódico local aparece una fotografía a tres columnas del prelado:
—Pelea de negros en un túnel —dice Leyva.
—¿Qué?
—Que parece mentira que miréis las fotos del periódico. Nunca se ve nada.
—Bueno. En esta yo veo que es gordo y gasta gafas de miope —puntualiza Pepe Ayllón.
Al día siguiente, media ciudad asiste a la misa presentación del nuevo prelado en la catedral. Expectación general. Por la puerta principal, que sólo se abre en contadas ocasiones, accede el prelado al templo mayor. Es bastante gordo, efectivamente, no muy alto y gasta gafas de culo de vaso que ocultan unos ojillos escrutadores y astutos.
El obispo en su máscara.
El nuevo obispo llega a Jaén.
Vestido de oro y encajes asciende con solemne parsimonia al púlpito de mármol y jaspe. Comprueba que el micrófono esté a la altura adecuada, esparce la mirada sobre su expectante rebaño, que abarrota el crucero y las naves del templo y dedica una pastoral sonrisa al corralillo del coro donde se ha agrupado medio millar largo de seminaristas diocesanos[113]. Tras un silencio coreográfico de mucho efecto, el prelado comienza su homilía con voz modulada y tono francamente afectado:
—¡Jiennenses, queridísimos hijos diocesanos! Cuando el automóvil me traía por la cuesta de Regordillo… ¡ya os amaba!
Al pie del púlpito, sentado entre los canónigos catedralicios que aguardan la reanudación de la ceremonia, don Próculo se pregunta qué le deparará el futuro. Con el anterior obispo se sabía bandear y se llevaba bastante bien. Este parece más retorcidillo. Seguramente preferirá renovar los cargos y especialmente el de secretario de visita. Lo más seguro es que prescinda de sus servicios y lo envíe a una parroquia. Un paso atrás en su carrera.
Don Próculo lleva años ensayando elocuencia en los ejercicios espirituales que imparte en los colegios femeninos de la capital. Imitando secretamente al popular padre Laburu, el de las charlas radiofónicas, ha conseguido hacer llorar, provocar pesadillas y que mojen la cama las niñas de las carmelitas, pero las teresianas se le resisten todavía y algunas hasta bostezan cuando él desgrana los tormentos del infierno con voz cavernosa[114].
—Pero sólo son las becarias, padre —observa la tutora para quitar hierro al asunto.
—Ni esas. Tengo que conseguir que ni esas se me resistan. ¡El infierno debe ser la pesadilla de todas ellas! Sólo así se mantendrán limpias de pecado cuando la naturaleza les despierte la concupiscencia.
No es don Próculo el primer clérigo que secretamente envidia la elocuencia del famoso jesuita. El padre Laburu, orador ingénito, tremendista y apocalíptico, domina resortes que tienen que ver más con la escena y con el arte declamatorio que con la mera oratoria religiosa. Nadie describe el infierno como él, aunque cientos de predicadores se esfuercen en imitarlo. Por eso sus charlas son famosas y los devotos que a ellas acuden cuando hace sus giras por provincias tienen asegurado el cartel de no hay billetes en el local que sea: teatro, frontón, plaza de toros, o hasta plaza del pueblo. Ni se sabe cuántas veces ha llenado el circo Price con la misma charla sobre el purgatorio. La gente repite entusiasmada, como si fuera la película Lo que el viento se llevó. Muchas charlas incluso se retransmiten por la radio para que los españoles no se queden sin el sobrecogedor espectáculo.
—¡Castigo eterno, niñas, castigo sin fin! —comienza efectista en los ejercicios espirituales después del vistoso número de pedir una voluntaria para ver el tiempo que soporta una cerilla encendida bajo el dedo—. ¡Fuego en las carnes —truena—, plomo derretido en la boca, espadas que se atraviesan, mazos que te trituran los huesos, serpientes venenosas, repugnantes, viscosas, que se introducen en la boca y te muerden en la lengua, cuchillos que te tajan las carnes hasta convertirlas en picadillo sanguinolento, espuertas de sal vertidas en las heridas abiertas, humo que ahoga los pulmones…! ¡Esos y otros infinitos tormentos, a cual más refinado…! ¡Por la eternidad! ¿La eternidad? No, no sabéis lo que significa esa palabra. ¡La eternidad! Imaginaos una esfera de acero de un tamaño mil veces superior al de la Tierra, una esfera de acero que parece que no cabe en el universo. Imaginaos ahora una gota de agua que cae sobre ella solamente una vez en un siglo. Cuando esa esfera se haya desgastado por completo y no sea mayor que el tamaño de la cabeza de un alfiler… ¡apenas habrá transcurrido un segundo de eternidad! Y cuando aquella esfera se acaba, se empieza con otra de igual tamaño. Y después otra y otra. ¡Niñas, millones de esferas del tamaño del universo! ¡Infinitas esferas! ¡Infinitos tormentos!
El Gobierno le ha concedido al barman Chicote la Medalla de Oro al Trabajo y la encomienda del Mérito Civil. El barman, emocionado, responde a la laudatio del ministro de Trabajo y amigo, José Antonio Girón de Velasco:
—Querido ministro y queridos amigos que me acompañáis: yo soy más hombre de acciones que de palabras y si me lo permitís voy a expresar mi agradecimiento por estos inmerecidos galardones que la patria me otorga del mejor modo que sé: preparando un cóctel que llevará por título Colores de España e inaugurando, con este acto, este barril que desde hoy presidirá mi colección de botellas y licores de todo el mundo. —El barman descorre una cortinilla y tras ella aparece un barril historiado con artísticos relieves alusivos a la nueva España y al generalísimo Franco.
Emocionados aplausos del personal del establecimiento y clientes habituales invitados, con la sola excepción de las chicas de compañía, cuya celebración el prudente Chicote ha desviado a los reservados de atrás a fin de evitar que salgan en el No-Do y ofrezcan una imagen comprometida de su establecimiento.
El Chato Puertas, con una copa en la mano, va de corrillo en corrillo saludando a conocidos y autoridades. Un grupo de altos mandos militares están enzarzados en una discusión sobre si era o no defendible el campo fortificado de Dien Bien Phu, que acaba de caer en manos vietnamitas.
—Los españoles lo hubiéramos defendido como defendimos el Alcázar —asevera el general de mayor graduación zanjando el asunto—, pero los franceses de hoy no son los de Napoleón… ya se sabe.
—Los Estados se desvirilizan —interviene un general médico—. Ya lo denunció mi colega el coronel Vallejo-Nágera antes de la guerra. Y así estamos… la homosexualidad hace estragos en Europa, especialmente en Francia.
16 de mayo de 1954. El director del diario Arriba, órgano oficial de Falange Española, descuelga el teléfono interior y pulsa la tecla de talleres.
—Buenas noches, señor director —suena una voz al otro extremo del hilo—. Al habla Rodríguez.
—José, ahora mismo le voy a enviar un artículo muy especial. Se lo da al mejor linotipista y me lo pone destacado de página y tipografía. Y antes de mandarlo a máquinas lo repasa un par de veces, que no contenga erratas. ¿Entendido?
—Pierda usted cuidado, señor director.
Cuelga el jefe de talleres y regresa a la mesa donde está cenando con otros operarios, cada cual con la fiambrera que se trae de casa.
—¿Qué tripa se le ha roto al jefe? —pregunta uno.
—Nada, que me manda un artículo de Franco.
El artículo en cuestión, que aparece firmado por un tal Macaulay[115], censura al Gobierno británico el trato discriminatorio que da a los españoles del Campo de Gibraltar:
Nadie se habrá atrevido a decirle a la reina que Gibraltar es la city y La Línea, el suburbio donde la city arroja sus basuras y su miseria. […] El trato diferencial con que se trata a los trabajadores españoles y, lo que es peor, abusando de esa situación de necesidad para satisfacer su animalidad los marineros y los soldados de su graciosa majestad.
—¿Animalidad? —se pregunta don Félix Romero, el recién estrenado obispo de Jaén, al que su secretario de visita lee puntualmente los artículos de Franco.
—El Caudillo indica con la necesaria delicadeza que aquello está lleno de casas de lenocinio —le aclara don Próculo.
—Muy razonable —comenta el monseñor—. ¡Qué clarividencia la de este hombre providencial!
Si la Iglesia aprecia los valores morales del Caudillo, la universidad española no le va a la zaga en la evaluación y reconocimiento de sus valores intelectuales. La de Salamanca, decana de las universidades españolas, nombra a Franco doctor honoris causa. En el solemne acto, celebrado en el aula magna, glosa la figura del doctorando el ministro de Educación Ruiz-Giménez. Por su parte, el rector Antonio Tovar exalta la talla intelectual del homenajeado y expone pensamientos tan profundos como el de que «con la función rectora de la inteligencia se impide que la acción pueda caer en la barbarie»[116].
Franco investido doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca.
Franco escucha los sonrojantes elogios que se hacen de su persona con modesta actitud. ¿En qué piensa Franco cuando obispos y académicos compiten en elogiarlo? En realidad esa impasibilidad de máscara, esa falta de cordialidad que muchos le reprocharán después de muerto, obedece más bien a un carácter retraído y tímido forjado desde que era Cerillita en el colegio y Franquito en la Academia Militar. A este ser complejo, al que no le tiembla la mano cuando firma sentencias de muerte, lo traiciona a veces su emotividad. Lo han llevado tantas veces bajo palio, el honor reservado a los antiguos reyes y al santísimo sacramento, y le han repetido tantas veces que es el enviado de Dios para salvar España, el paladín de la civilización cristiana, el campeón de la Cruzada y el centinela de Occidente que ha terminado por creérselo. En su discurso de agradecimiento en el aula magna de Salamanca, al balbucir las palabras: «No quisiera presentarme ante Dios con las manos vacías», se le quiebra la voz, los ojos se le arrasan de lágrimas y un persistente nudo de emoción le atenaza la garganta y le impide terminar el discurso[117].