Té con pastas en el salón de la duquesa de Pradoancho. El ilustre polígrafo Eugenio Montes, autor, entre otras obras, del Discurso a la catolicidad española recientemente aparecido, pronuncia, ante un selecto auditorio de damas y damiselas, una conferencia sobre la idiosincrasia del español, que remata con este rotundo colofón:
—Lo que se envidia de España es su hombría: lo que el hombre técnico, fisiócrata, clubman, maltusiano y spenceriano, liberal y maquinalístico, capitalista o socialista, confortable y frigorífico, filántropo de gatos y pardo puritano, no le perdona al español es que sea, a más, hombre. He dicho[95].
Tras la cerrada ovación, subrayada por dos o tres entusiastas gritos de bravo, se abre un breve coloquio sobre la evidente hombría del español, tan patente si lo comparamos con el flojo y adamado extranjero. La duquesa de Sotosalbos pregunta si esa hombría se manifiesta en el piropo.
—Es una costumbre española casi siempre vejatoria para la mujer, pero no siempre —declara el interpelado—, por eso mi querido amigo Eugenio d’Ors lo ha exaltado como «madrigal de urgencia» mientras que mi no menos admirado amigo y paisano Wenceslao Fernández Flórez lo denigra como «espuma infecta del deseo insatisfecho». Ustedes, distinguidas señoras y señoritas que amablemente me atienden, saben de qué hablo por haberlo sufrido en sus carnes. Es el dicterio soez que el albañil encaramado a su andamio como el mono a su rama dirige a la viandante agraciada. Su versión noble es el cumplido que un caballero educado dirige a una señora sin intención pecaminosa, a veces en presencia del marido. Un sagaz autor extranjero, Werrie, ha observado que «se produce donde hay naranjos. Por eso es desconocido en Galicia, en Cataluña, en la cornisa cantábrica y en las dos Castillas».
Renovados aplausos.
Mientras los rentistas elucubran sobre el piropo y las esencias patrias, los españoles patriotas, los que como el Chato Puertas o Teófilo González sostienen la economía del país con el trabajo constante y tesonero, no pierden el tiempo en charlas vanas.
En una montería, el subsecretario del ministro de la Vivienda saluda al Chato Puertas.
—Oye, Fonso —le dice tras el abrazo sindical, palmeado—, ¡cómo estaba el jamón que me enviaste por San José! ¡Vaya onomástica que celebré brindando a tu salud en familia!
—Y el vino, ¿qué? —se esponja el Chato satisfecho—. ¿Estaba picado, o qué?
—Del vino, ¿qué te voy a decir? Mi suegro, que fue secretario del cardenal primado y entiende un rato largo de vinos, me dijo que era el mejor que había probado en su vida.
—Los buenos amigos tienen que notarse en algo —sentencia el Chato Puertas.
Los dos hombres se interesan de oficio por los respectivos hijos, antes de que la conversación recaiga sobre los cambios sociales que se están produciendo en España. El interés sociológico del Chato Puertas se orienta especialmente hacia los nuevos campos que se abren ante los empresarios deseosos de contribuir con su esfuerzo al engrandecimiento de la patria.
—Mira, Ildefonso, yo creo que tú vas por el buen camino al dedicarte al ladrillo más que al aceite y a los víveres —le indica el subsecretario del ministro—. Eso en los tiempos del estraperlo estaba bien, cuando la gente tenía hambre, pero ahora, gracias al impresionante progreso que el Caudillo nos ha traído, ya va habiendo menos hambre y la gente se preocupa por otras necesidades. Después de quitarse el hambre, la gente quiere comodidad, un techo, un brasero bajo la mesa camilla, un sillón de cretona, una radio para vivir dignamente y sin fatigas. ¿Tú te has fijado la cantidad de gente que abandona los pueblos en Extremadura y Andalucía para irse a vivir a las capitales? Algunos gobernadores han mandado a la Guardia Civil a las estaciones para que los obligue a regresar a sus campos, pero entonces ellos se las arreglan para tomar el tren en otra provincia más permisiva. Esa emigración no hay quien la pare. ¿Y adónde van, si no hay viviendas? A los barrios de chabolas. Se juntan de noche un albañil y cuatro peones y para cuando amanece, ya hay una chabola más. Todos esos que viven en chabolas, ya mismo van a querer vivir en un piso o en una casa barata.
Bendición de viviendas sociales por el arzobispo Casimiro Morcillo, Madrid, 1957.
En la montería, antes y después de los tiros, se congregan corrillos de altos cargos ministeriales y hombres de negocios, se cierran tratos, se intercambia información privilegiada, se consiguen contactos, se acuerdan acciones mutuamente lucrativas entre caballeros con un mero apretón de manos, se conciertan citas en despachos de la capital o en notarías. En la montería, el Chato Puertas se conduce como un viajante de comercio en ruta: lleva programada una serie de contactos con determinadas personas y las busca una tras otra. En el tiempo muerto, cuando le toca permanecer en el puesto, le cede la escopeta al secretario para que le dispare a los muflones y a los jabalíes.
—Veinte duros por cada pieza que mates y ni una palabra a nadie.
—Pero ¿usted no sabe cazar, don Indefenso, con lo bonita que es la caza…?
—Bastantes tiros di en la guerra, hijo.
El Chato Puertas no dio ni un tiro en la guerra, pero de vez en cuando tiene que justificar las dos condecoraciones que se ha agenciado, con papeles en regla y todo.
El Chato Puertas, en las monterías, presta oído a conversaciones como:
—El lunes te pasas por el ministerio y lo arreglamos.
—Allí estaré sin falta. Póngame a los pies de su señora.
O bien:
—Hombre, si hay necesidad, se hace. Basta instruir un expediente y se expropian los terrenos por el procedimiento de urgencia. Dejamos que pase un tiempo prudencial. Tú compensas lo acordado en las cuentas que te dé, Vivienda levanta la expropiación y ya puedes edificar.
—Hecho. Llámame y acudimos al notario[96].
Como el Chato Puertas repite incansable a su amigo Nemesio, la caza es cara, pero compensa de sobra. En este país el que no caza no hace negocio. En realidad la caza es lo de menos. Incluso hay invitados que prefieren cobrar piezas más delicadas que los muflones, ciervos y jabalíes.
Recorre el campo a grandes y deportivas zancadas un tipo alto, moreno de playa y tenis, perfil agitanado, el pelo peinado hacia atrás con brillantina que desciende por la parte del cuello en los clásicos y jerezanos rizos de rabo de rata: el tópico señorito andaluz.
Dos secretarios avezados lo observan a lo lejos mientras conversa con una de las asistentes a la cacería, una mujer joven y guapa, que luce elegante atuendo de amazona adquirido para la ocasión en la sección de deportes de Galerías Preciados.
—Mira el Vespa Verde[97] —señala uno—. Este todavía está cazando.
—¿El Vespa Verde? —se extraña el otro.
—Sí, hombre, el yerno de Franco, el marqués de Villaverde, que desde que llegó al coto anda rondando a la morena aquella del sombrero y la pluma. Y ella bien que le ríe las ocurrencias. Se la tira, fijo.
A la hora del almuerzo se disponen las mesas corridas en el porche de la casa palacio y circulan los platos de jamón y de lomo de orza, de gambas blancas y de langostinos.
El personal de servicio y los secretarios almuerzan detrás del edificio de las cuadras y las cocheras. Allí el menú es una sartenada de patatas fritas con tocino, una garrafa de vino de Valdepeñas, una caja de gaseosas y otra de naranjas.
—Es que a la gente humilde no le gusta el jamón —comenta el Chato Puertas.
—Pero ¿lo han probado alguna vez? —inquiere el marqués de Santofloro con genuino interés.
—¡No, nunca! —responde el Chato casi escandalizado por la mera idea—. ¡Por eso no les gusta! Ni hace falta que lo prueben, porque en España no hay jamón para todos, ni hemos hecho una guerra para malacostumbrar al obrero a las galguerías: el obrero que coma papas con tocino, que es lo que cría sangre y da energía.
Circula el dicho: «Cuando un pobre come jamón, o está malo el jamón o está malo el pobre».
Al regreso de la montería, el Chato telefonea a Nemesio.
—Dile a Gusti que se arregle, que os invitamos a cenar en el Lhardy y luego a ver a Celia Gámez.
Las dos parejas, el Chato y Dora y Nemesio y Angustias, cenan en un saloncito del Lhardy. Mientras las mujeres hablan de trapos, de joyas y de los hijos, que sólo les dan sofocones, Nemesio y el Chato repasan la Liga de fútbol y las últimas promesas del boxeo nacional.
A los postres, después de un brindis con champán, el Chato le pregunta a Nemesio:
—¿Sabes lo que estamos celebrando?
—Dime, dime.
—Hoy he rematado el negocio de mi vida. Voy a construir seis mil viviendas a las afueras de Madrid.
—¿Qué dices? —se sorprende Nemesio—. ¿Seis mil?
—Lo que oyes. En el Ministerio van a sacar a concurso la construcción de diez mil viviendas baratas y cinco mil de protección oficial.
—Pero si las sacan a concurso lo puede ganar otro —objeta Nemesio.
—¡Qué tonto eres, compadre! —sonríe el Chato con suficiencia—. Ya he untado las manos necesarias para que el concurso me lo adjudiquen a mí. Eso para las viviendas baratas. De las viviendas protegidas tengo apalabradas dos mil, pero necesitaría un socio, porque hay que hacerlas en cuatro provincias y eso es mucho arroz para el pollo.
—¿Cómo mucho arroz? No te entiendo.
—¡Que es más de lo que puedo hacer yo solo, coño, que necesito un socio y otra empresa!
—¿Y qué propones?
—Que nos asociemos al 50% en una empresa nueva. Tú y yo.
Mientras toman café, los socios discuten los términos del asunto. Se estrechan la mano.
—Los detalles, a los abogados, que para eso están —señala el Chato.
Nemesio consulta su Longines de oro.
—Vámonos, que nos perdemos el muslamen de la Celia.
Los dos matrimonios toman un taxi que los deja en el teatro Lope de Vega, donde la vedette Celia Gámez, Nuestra Señora de los Buenos Muslos, como la llaman, representa Dólares[98].
A la salida, Dora comenta entusiasmada:
—¡Qué lujo, qué vestidos, qué decorado, qué penachos de plumas, qué buen gusto!
—Las bailarinas, guapísimas —corrobora Angustias—. Porque son pícaras, pero de buen gusto.
El Chato Puertas mira a su compadre con disimulada complicidad.
—Oye, Nemesio, se me ha ocurrido… Supongo que presentarías en el Registro del Ministerio de Comercio los papeles del concurso de obras para los apeaderos de la Renfe.
Nemesio se detiene, serio, el ceño fruncido.
—Esos ¿no tenías que presentarlos tú, Fonso?
—¡No me digas que no los has presentado! —se alarma el Chato—. ¡El plazo terminaba hoy!
—¡Me cago en la puta! —se lamenta Nemesio.
—¡Joder! Mira: lo que vamos a hacer es irnos ahora mismo a tu oficina, los rellenamos y con un poco de suerte mañana estamos en el ministerio cuando abran el Registro y hablo con Méndez para que nos los cuele con fecha de ayer.
Las señoras se han tragado la comedia de los papeles olvidados (o acaso han fingido tragársela). Los socios detienen sendos taxis, acompañan a sus mujeres al hogar y vuelven a encontrarse en el prostíbulo de la calle Echegaray.
Abre la puerta la Uruguaya en persona, porque el palanganero Manolito Osorio ha ido a un mandado.
—¡Menudo calentón traemos, Mabelita! —se excusa el Chato por la hora intempestiva—. Es que hemos ido a ver a Celia Gámez y luego hemos tenido que llevar a casa a nuestras santas.
—No hay cuidado, don Ildefonso —lo excusa la Uruguaya sonriente—, que para vosotros siempre estamos de guardia, como las farmacias. ¿A quién queréis ver? Casi todas las niñas están durmiendo, pero a la que sea, le hacéis un regalo y os perdona el madrugón.
—¿Está la Rompecatres? —pregunta Nemesio.
—Está. Siéntate un momento que subo a decirle que se prepare.
—Yo con la Reina de Inglaterra —solicita el Chato.
—¡Ay, hijo! Su graciosa majestad está con el tomate —la excusa la Uruguaya—. Pero tengo a una húngara nueva que te va a gustar porque es tu tipo. Se llama Elena, pero en húngaro se dice Jélen.
—Bueno. Vamos a catarla.
—Servíos una copa, que estáis en vuestra casa, mientras yo las aviso.
La Reina de Inglaterra no tiene el período. En realidad la Uruguaya la ha enviado por tren a Santiago de Compostela en misión especial, para que alegre las noches del presidente de la comisión censora del Ministerio de Información, reverendo padre Agustín Centelles Cazalilla, que oficiará la solemne misa del Consejo de la Prensa Española. Los periodistas españoles han peregrinado a la tumba del apóstol con motivo del año santo jacobeo. El padre Centelles Cazalilla ha tenido noticias de la existencia de la coima a la que apodan la Reina de Inglaterra a través del confesonario. Un hijo de confesión, alto funcionario municipal, le ha descrito con gran viveza los refinamientos (perversiones las llamó él) de que es capaz esta chica cuando se mete en harina.
—Padre, yo sé que es pecado y a arrepentirme vengo —declaró el edil contrito—, pero le digo a usted que esa hembra es que me quita el sentío y me pone la polla como el pescuezo de un cantaor de flamenco, si usted me perdona la manera de señalar.
Al padre Centelles Cazalilla le ha picado la curiosidad de experimentar los refinamientos de la pecadora en su propio cuerpo a fin de aquilatar el alcance de las faltas que se cometen con ella y, de este modo, arbitrar penitencias proporcionales.
—Si el pecado avanza, la Iglesia penitencial tiene que ir delante, viéndolas venir —justifica, ante su propia conciencia, su decisión.
En Santiago, después de la misa, los periodistas españoles ofrendan sus plegarias al santo patrón de las Españas. En nombre del colectivo de la prensa, el ministro Gabriel Arias-Salgado pronuncia una invocación al apóstol que termina con estas palabras:
—Señor Santiago: postrados ante ti, estos humildes servidores de la información veraz y cristiana, solicitamos tu ayuda y protección para mantener nuestra fe y que seamos una agencia de noticias a lo divino […]. Para que España pueda continuar presentándose al mundo como la gran reserva espiritual del mundo, la actuación de la prensa es decisiva […]. Los periodistas estamos al servicio de la verdad, de la patria y de la fe de Cristo[99].
Después de la misa, el padre Agustín Centelles pretexta que debe retirarse a cumplir sus oraciones y se retira al hotel donde lo aguarda, en habitación distinta, para salvar las apariencias, la pupila de la Uruguaya.
—¿Tengo que hacer de reina, con diadema y todo?
—Naturalmente, muchacha —le indica el clérigo—. Y me enseñas todo lo que sepas.
Durante la cena, el ministro Arias-Salgado conversa distendidamente con el director general de Prensa, Juan Aparicio, también conocido como el Napoleón de Montesquinza, y con los directores de periódicos y emisoras que lo acompañan en la mesa presidencial:
—Gracias a los desvelos de la censura —asevera el ministro— estoy en condiciones de anunciaros que los españoles se masturban bastante menos que durante la Segunda República.
—Pero, señor ministro, ¿cómo se puede cuantificar ese asunto tan íntimo? —pregunta el director de Arriba.
—¡Oh, amigo mío! —responde el ministro completamente serio—. ¡Eso es secreto del sumario!
Lo cierto es que, a pesar de las prebendas y facilidades que el Régimen concede a la Iglesia, en España se sigue pecando como en los tiempos más turbios de la irreligión. La Iglesia lo sabe y no ceja en su empeño misional. Cada par de años, como mucho, se celebra en cada parroquia, y especialmente en las de los pueblos, una santa misión que actualiza, repinta y refuerza el catolicismo y la devoción de los lugareños, especialmente de los pertenecientes a las clases acomodadas o con algo de labor, porque a la clase obrera, desgraciadamente, la Iglesia la ha dado por perdida. En marzo, vísperas de la Semana Santa, tiempo cuaresmal, una pareja de padres dominicos predica la santa misión, como otros años, en el pueblo de Arjona (Jaén).
Los padres misioneros llegan a última hora de la tarde en el automóvil del señor alcalde, jefe local del Movimiento y propietario agrario, camarada don Gabucio Pérez Morcillo, conducido por el chófer de la mencionada autoridad, Cosme Serrano el Liendres. Los recibe en las afueras del pueblo el propio señor alcalde acompañado de las autoridades eclesiásticas, el arcipreste de Santa María, don Pedro Garrido, y los curas párrocos de San Juan (don Bonoso Lampérez) y de San Martín (don Maximiano Anguita), así como de las autoridades militares y judiciales (el brigada de la Guardia Civil, don Sinforoso Lapuerta y el secretario del ayuntamiento y juez de paz, don Fermín Garrido, respectivamente). Acompañan a las autoridades los niños de las escuelas con sus maestros, las monjas del Santo Ángel, con la hermana Valle al frente, las nueve cofradías religiosas, ordenadas por riguroso orden de fundación, y el pueblo en masa «formando todos ordenada y nutridísima procesión», como dirá en su crónica el corresponsal del diario Jaén (y juez de paz). Después del saludo homenaje, el niño Vicentito González da la bienvenida a los padres misioneros recitando a continuación «sentidamente una breve y sencilla poesía adecuada al acto»[100]. Tras esta emotiva acogida, la procesión encabezada por los padres misioneros regresa al pueblo, hasta la iglesia de Santa María, donde, tras un paternal saludo y unas palabras de agradecimiento a la inmensa concurrencia, informan sobre las actividades que se celebrarán durante la santa misión y ofrecen al pueblo su asistencia espiritual.
—Amadísimos hermanos —anuncia el reverendo padre Ignacio Echevarría Arzallus de Iparragorritea, que parece llevar la voz cantante—. Los actos de reconciliación divina y penitencia que llevaremos a cabo en los días que siguen con la ayuda de Dios todopoderoso y de la Virgen de los Dolores, patrona de este bello y cristiano pueblo, serán los siguientes…
La voz del predicador, amplificada por los altavoces colocados en el campanario y en el ayuntamiento, llega a todo el pueblo e incluso alcanza, con su poderoso eco, a los campesinos que aran en el campo.
Los padres misioneros se hospedan, como tienen por costumbre, en las casas más nobles de la ciudad, con doña Virtudes Fernán de Arizala y doña Trinidad Giménez Enciso, dos señoras de abolengo que, además, son presidenta y vicepresidenta respectivamente, de la agrupación local de las Hijas de María. No son lerdos los piadosos dominicos: aunque les sobran ofertas de acogida se mantienen fieles a doña Virtudes y doña Trinidad, que los tratan a cuerpo de rey y compiten por servirlos. La primera noche fray Ignacio Echevarría Arzallus de Iparragorritea cena sopa, lechón asado con guarnición de patatas cocidas y lechuga, cordero a la chanfaina, tres perdices escabechadas, una fuente de arroz con leche y un surtido de dulces de sartén. «Sobraba la ensalada», comenta el reverendo al levantarse de la mesa un tanto pesado. Tres horas después se despierta con un entripado severo, sintiéndose morir, y se ve obligado, venciendo sus comprensibles escrúpulos, a comunicar a la señora el estado de su intestino:
—Creo que no salgo de esta, doña Virtudes —explica—. Por no incurrir en la descortesía de rechazar la colación que con tan filial abnegación me había preparado, me he excedido en la mesa y como tengo el cuerpo acostumbrado a las frugalísimas cenas del convento, ahora me pasa factura.
Doña Virtudes manda despertar a Fernanda, la criada más vieja y respetable de la casa, para que le aplique al padre el remedio local de los entripados: una lavativa tibia de agua de malvas y aceite. Llega la anciana criada al dormitorio del dominico con la pera higiénica cargada y el fraile vence su natural pudor para ofrecerse en la posición adecuada, con el peludo y voluminoso trasero en pompa. Sea por los nervios, sea por el pulso temblón propio de la edad, sea por las almorranas, o sea porque fray Ignacio no relaja suficientemente el esfínter, lo cierto es que el cipotito de baquelita de la lavativa le produce un intenso dolor casi avecindado a desgarro anal.
—¡Mal va! ¡Mal va! —grita el fraile con voz lastimera. Y la anciana, que es bastante sorda, lo interpreta como una expresión de alivio, lo que la anima a empujar con denuedo la pipeta al tiempo que asiente:
—Sí, sí, es malva, padre, malva muy buena, hervida en el agua. La ha preparado la señora[101].
Una semana más tarde, la crónica del corresponsal publicada en el periódico provincial silencia las penosas circunstancias del accidente digestivo para incidir especialmente en los aspectos doctrinales de la santa misión. Copiamos para obsequio del lector:
Los actos celebrados por los padres misioneros a lo largo de la santa misión fueron de dos clases: ordinarios y extraordinarios. Los ordinarios consistieron en la misa diaria a las seis y media de la mañana, seguida de sermón sobre aspectos doctrinales esenciales que todo cristiano debe conocer y acatar si quiere salvarse. A las once, tras la reparadora colación, los padres misioneros dieron unos ejercicios para los niños, con enseñanza de cánticos religiosos. Tras el reparador descanso de mediodía, los actos piadosos y reparadores se reanudaron cada día a las siete de la tarde con el rezo de rosario y un sermón sobre las obligaciones del cristiano para con la Iglesia que los padres misioneros pronunciaron poseídos de verdadera unción evangélica, hermosos sermones morales acerca de puntos trascendentalísimos y asuntos a cual más sugestivo, lógicamente expuestos y bellamente desarrollados.
Actos extraordinarios han sido dos conferencias para señoras y una para caballeros, fuera del horario antes señalado, y compatibles con las ocupaciones habituales de todos; la misa de comunión habida el día 8, en la cual se acercaron al comulgatorio los niños y niñas comulgantes de años anteriores con sus respectivos profesores; la procesión infantil de ese mismo día, figurando en ella todos los niños y niñas del pueblo, cada uno con su banderita de colores, finalizando en la iglesia con la bendición de infantes, ofrecimiento de los chiquitines y adoración de los mayores a la Santísima Virgen; la comunión llevada a los enfermos hasta sus domicilios y la bendición de rosarios, pilas, cuadros, medallas, aperos, motocicletas, animales de labranza y demás objetos piadosos, realizada el día 10, y como broche áureo la fiesta del día 11, que comenzó con el rosario de la aurora cantado por sus devotos, recorriendo procesionalmente el pueblo, habiendo a las ocho misa celebrada por nuestro párroco arcipreste para dar la comunión a los niños que la recibían por primera vez, comulgando también el ayuntamiento, maestros y padres de los niños; en este acto el P. Javier Aceguiñolaza Pagagazaurtundua dirigió fervorosa plática a los comulgantes; más tarde el P. Ignacio Echevarría Arzallus de Iparragorritea celebró la misa mayor con exposición de S. D. M., saliendo al final la procesión por todo el pueblo, que estaba espléndidamente adornado con tapices y colgaduras por doquier, arcos y hermosos altares de trecho en trecho.
Todos los actos han sido honrados con la presencia de autoridades y el vecindario en pleno, que ordenada y silenciosamente ha escuchado la palabra divina, empapándose de las verdades eternas que el cristiano ha de tener presentes y practicar si quiere salvarse.
Los elogios que se han tributado y pueden tributarse a los misioneros resultarán pobrísimos en comparación de sus merecimientos; han estado incansables, pues a todos los actos mencionados deben agregar el servicio de confesionario que han atendido especialísimamente, oyendo muchas confesiones cada día. El pueblo ha correspondido cumplidamente a tanto desvelo y lo demostró asistiendo todo él a la despedida de los padres misioneros, efectuada el domingo 11 a las dos de la tarde, yendo a la iglesia parroquial a recibir la bendición papal dada por el P. Ángel y oír la emocionante despedida del P. Modesto, tras la cual salimos hacia la ermita de la Virgen del Pilar, donde, después de ser cantado un responso para nuestros difuntos, la niña Pilarín Pérez y el niño Vicentito González despidieron a los religiosos con bellas poesías y los rosarieros, con cánticos alusivos[102]. Para fin de tanto entusiasmo llegaron los vivas, abrazos, apretones de manos y bastantes lágrimas al ver partir a tan queridos huéspedes hacia la estación en el magnífico automóvil del señor alcalde, jefe local del Movimiento y propietario, camarada don Gabucio Pérez Morcillo, galantemente cedido a los religiosos. Justicia obligada es tributar sinceras alabanzas al señor alcalde, que ha extremado el cuidado del orden y limpieza de la población, y al señor arcipreste y a los curas párrocos, que se han multiplicado y desvivido por atender al servicio parroquial tan grande en esta semana de intensa vida espiritual. Sea todo para honra de Dios y provecho de nuestras almas[103].
La misión de recristianizar España, el país predilecto del Sagrado Corazón de Jesús, no descansa sólo en los púlpitos. También deben aportar su granito de arena aquellos que por su profesión pueden acceder al público en emisoras o periódicos. El ministro de Información Arias-Salgado encarga a su director general de prensa, Juan Aparicio, quien a su vez se lo encarga al subdirector, Valentín González Durán, que busque un «negro» para que redacte un libro hagiográfico que firmará fray Justo Pérez de Urbel, abad mitrado del Valle de los Caídos, asesor religioso de la Sección Femenina, miembro del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y famoso catedrático de Historia en la Universidad de Madrid, conferenciante y escritor. El libro va a titularse Testigos de la Iglesia. Los mártires de su fe, y debe recoger las vidas ejemplares de veinte mártires asesinados por los rojos en la guerra civil para los que la jerarquía eclesiástica española postula la santidad ante el Vaticano, noble causa a la que el libro ayudará. Son veinticinco mil pesetas, un buen pellizco, por trescientas páginas de texto, pero, eso sí, tendrá que atarse los machos y escribirlo en el plazo de un mes, porque la cosa urge. Un dolo pío, sin mayor importancia. Lo importante es la intención. ¡Que España y su Cruzada ganen santos, que las vidas heroicas no caigan en saco roto! También para esto hicimos la guerra. El subdirector piensa en un periodista de mucho oficio y buen estilo a pesar de su juventud, Carlos Luis Álvarez[104].
El periodista, que vive en una pensión con olor a coliflor cocida y no anda sobrado de dinero, o sea, que está a dos velas, acepta el encargo y se pone manos a la obra, pero, debido a la premura de tiempo, no vacila en inventar circunstancias santificantes para llenar páginas (la monja que estalla en un horno, por ejemplo) y plagia textos ajenos, como él mismo confesará andando el tiempo:
Inventé demencias y profanaciones y sentí piedad por los humildes. […] Plagié bastante, entre otros libros, Checas de Madrid, de Tomás Borrás, del que hurté muchas páginas. […] Un día me acerqué a él y le dije: «Oiga Borrás, le he copiado treinta o cuarenta páginas de Checas de Madrid, puede llevarme a la cárcel, pedirme cien millones de indemnización o llevar a la cárcel a fray Justo Pérez de Urbel, que es el que firma el libro que yo he escrito»[105].
Es siempre el buen ASPIRANTE de Acción Católica, soldado de CRISTO REY. Valiente cruzado de los tiempos modernos, al servicio de la Jerarquía eclesiástica, para cooperar a la salvación de las almas.