En Villavieja del Horcajo, Teófilo repasa distraído un periódico atrasado. Un reportaje menciona los pueblos que se verán agraciados con la construcción de bases americanas en sus aledaños.
—Ya tenemos aquí a los americanos —le comenta a Visi—. Estoy pensando que a lo mejor el negocio está en poner una tienda en una base de esas. Los americanos están podridos de dólares y necesitarán de todo.
—¿Qué van a necesitar, que no tengan ya, con lo ricos que son? —opina la mujer—. ¿Tú no ves las películas? ¿Les falta de algo?
—No sé —opina Teófilo—. Necesitarán cosas de aquí… Botijos, por ejemplo. Yo no he visto ningún botijo en las películas de Fred Astaire. Cuando llegue el calor…
—Cuando llegue el calor tendrán frigidaires.
—¿Tú crees?
Visitación se pone seria:
—La primera que se quiere ir del pueblo soy yo, Teo; pero antes tenemos que juntar algunos ahorros para traspasar la tienda y montar otra en la capital. A ver si allí tenemos parroquianos más lustrosos y dejamos de fiar hasta la recolección de la aceituna.
—Ayer, mientras tú estabas en la novena, estuvo aquí el representante de calzados Segarra —dice Teófilo—. Le dije que en este pueblo hay poco negocio de calzado, que la gente se apaña con unas alpargatas con la suela untada de alquitrán, pero él, que viaja por todas partes, me demostró que cada vez se venden menos alpargatas, que la gente va comprando zapatos de cuero.
—¿Zapatos de cuero?
—Ya lo ves. Los que hace Segarra tienen fama de durar toda la vida. Te los compras para la boda y te entierran con ellos. Dice que si me hago agente de la casa me dejará un buen porcentaje.
Segarra, industrial destacado y franquista como el que más, ha conseguido un contrato exclusivo para suministrar botas de tres hebillas al Ejército[87]. También Franco usa calzado de Segarra, que el fabricante le envía a El Pardo en cantidades generosas[88].
Los indestructibles zapatos de Segarra calzarán a varias generaciones de españoles adultos, pero en el segmento más joven de su clientela tendrán que lidiar con la competencia de los calzados Gorila, los preferidos de los niños, porque con cada par regalan una pelotita de goma[89].
No es sólo el calzado. Muchas otras cosas han mejorado en los últimos años, lo que unos atribuyen a los desvelos y el buen gobierno del Caudillo y otros a que todo iba tan mal que no tenía más remedio que mejorar.
Una camioneta procedente de la capital descarga en los locales del Auxilio Social de Villavieja del Horcajo una serie de cajas que contienen bloques de un extraño queso amarillo y compacto (Cheddar, pone el envoltorio); latas de una especie de mantequilla llamada butter, latas de leche condensada y bidoncillos de cartón reforzado que contienen leche en polvo. También trae mantas, colchonetas y pantalones. En presencia del alcalde, del farmacéutico, del cura arcipreste y del comandante de la Guardia Civil, el contable municipal inventaría los víveres y hace las partes, para las propias autoridades, para los pobres del pueblo y para los niños de las escuelas. El boticario lee en voz alta el rótulo de una lata de leche condensada: «Carnation Milk, from contented cows».
—«Leche de vacas contentas como un clavel» —traduce.
—¿Como un clavel? —duda el maestro.
—Sí. Carnation es «clavel» —corrobora el boticario—. Además está dibujado aquí, ¿no ves?
—Muy poético —comenta el maestro.
Familias necesitadas retiran colchones, regalo del pueblo americano, 1958.
Un niño enfermo de Jaén recibe su medicamento del sargento americano Eugene Kafka.
Don Gustavo García, el maestro, se interesa por la poesía. Él mismo compone sentidos loores a la patrona que se publican cada año en la revista de las fiestas patronales. Además, en su faceta de rapsoda, se sabe de memoria las poesías completas de Gabriel y Galán y a veces las declama para los alumnos, o en el casino de Labradores para el público en general.
El alguacil municipal abre una de las grandes latas doradas, cilíndricas, que tienen pegada una etiqueta grande con el dibujo de dos manos que se estrechan saludándose sobre un escudo con las barras y estrellas: «Regalo del pueblo americano».
Del reparto de las mantas y las colchonetas, diez de cada, se encargará el párroco entre las familias más necesitadas que cumplen con los sacramentos, pero en el alijo vienen veinticinco pantalones de loneta azul, fuerte, con las costuras por fuera y algunos remaches de cobre (o sea, vaqueros). Los pantalones plantean un grave problema moral.
—No pueden ser más bastos —opina el secretario del ayuntamiento tras examinarlos.
—Bueno, así duran más y no hay que andar echándole piezas a cada momento —comenta el párroco.
—Y en lugar de botones traen cremallera en la portañuela —observa el secretario.
—¿Cómo va a ser eso? —se extraña el cura.
—Mire usted, padre.
El cura lo comprueba.
—Pues es verdad —reconoce—, pero las cremalleras son cosa de mujeres. ¿Cómo están los americanos estos para haber puesto cremalleras en unos pantalones?
—Es que allí las mujeres llevan pantalones —interviene el alcalde—. Mirad las películas.
—Claro —comprende el secretario—. Es que son de mujer.
—Pues aquí no se pueden aprovechar —sentencia el cura—, porque en España, gracias a Dios, las mujeres no se ponen pantalones.
Las fuerzas vivas del pueblo discuten sobre el grave dilema moral planteado. Son veinticinco pantalones muy buenos que sería una lástima desperdiciar o convertir en trapos de cocina. Alguna utilidad hay que darles. Al final el propio párroco da con la tecla.
—Que la modista les quite las cremalleras y se reparten entre los necesitados para que les pongan botones y ojales.
Aprobación unánime.
Las mujeres con pantalones, hasta ahora limitadas a las películas americanas y a la publicidad de productos extranjeros, comienzan a verse en España, pero sólo en ciertos ambientes juveniles de clase alta, en Madrid (calle Serrano), en Barcelona (Pedralbes) y en algunas capitales de provincia y pueblos costeros.
—Esos pantalones ajustados de vivos colores son una invitación del Maligno —truena don Próculo en el púlpito durante la misa dominical—. Es una manera perversa de enseñar los muslos y, vergüenza me da decirlo…, ¡el trasero! ¡Van peor que desnudas! Y esas excursiones de jóvenes en moto a lugares solitarios sin vigilancia posible de mayores responsables… ¡ocasión próxima de pecado!
La moto Vespa se empieza a fabricar en España, lo que la sitúa al alcance de muchos bolsillos, incluso los de la gente joven. Es fácil de conducir, cómoda, muy adecuada para fardar ante las chicas o para llevar a la novia sin que tema mancharse de grasa, como ocurre con las otras motos que llevan el motor al aire y son sucísimas. La Vespa permite, además, una gran movilidad e independencia, pues recorre grandes distancias sin apenas averías.
Los clubes Vespa florecen en las principales ciudades. Los jóvenes vesperos organizan divertidas excursiones dominicales a remotos monumentos o pueblecitos pintorescos, con descansos y esparcimientos en lugares amenos y provistos de arboledas y follaje que, sin perjuicio de los valores paisajísticos aportados, se constituyen en ocasión próxima de pecado para las jóvenes parejas de novios[90].
Un entusiasta usuario de la Vespa es don Pedro Zaragoza Orts, de treinta y cuatro años, alcalde de Benidorm, un pintoresco pueblecito marinero de mil setecientos habitantes y setenta mil pesetas de presupuesto municipal. Don Pedro ha salido temprano de su alcaldía y se dirige a Madrid. En el trasportín de la moto lleva una cartera algo ajada con algunos documentos y una camisa azul con el yugo y las flechas de la Falange bordadas sobre el bolsillo izquierdo.
Hace un par de años, don Pedro emitió un decreto municipal en el que prohibía al vecindario, bajo pena de multa, insultar a las turistas extranjeras que se bañaban en la playa en biquini.
—¡Es que son unas guarras! —protestaban algunas señoras de misal, velo, novena y lutos sucesivos.
—Son personas que no se meten con nadie —advertía el alcalde—, que nos alquilan habitaciones, que consumen en las tabernas, que se dejan sus buenos cuartos en el pueblo.
El párroco vio peligrar la salud moral de sus feligreses, buena parte de los cuales, como nunca habían visto a una mujer desnuda (los casados ni siquiera a la casta esposa), se encalabrinaban con las carnes de las turistas y conculcaban el sexto mandamiento cada cual según sus posibilidades. El párroco denunció al arzobispo que en Benidorm se desedificaba a la grey cristiana puesta a su cuidado pastoral, el arzobispo recabó información sobre el alcalde consentidor de aquel atropello a la moral y a las buenas costumbres. Metido en averiguaciones, supo el prelado que el tal Pedro Zaragoza había llevado una vida inquieta y andariega, que había desempeñado los sucesivos oficios de maletero en la estación de las Delicias de Madrid, viajante de abonos, ayudante de barrenero en las minas de fosfato de Zarza la Mayor, en Cáceres, gerente de la misma empresa, y, finalmente, director de una sucursal bancaria en Benidorm. ¿No sería masón? ¿Rojo, quizá? Ya tenía en su haber algunas disposiciones municipales cuando menos discutibles, como la de avalar a los izquierdistas locales exiliados tras la guerra y animarlos a que regresaran al pueblo.
Tras meditar en conciencia, el prelado decidió que había que atajar el mal de raíz, como el cirujano de hierro preconizado por el regeneracionista Joaquín Costa, para evitar que otros alcaldes de pueblecitos costeros imitaran al de Benidorm y el cáncer de la inmoralidad se extendiera por la patria. Nada más efectivo que excomulgar al alcalde.
Con la excomunión en la cartera y la noticia cierta de que dos ministros meapilas están presionando al gobernador civil para que lo destituyan de su alcaldía, don Pedro Zaragoza, caballero en su moto Vespa, va a ver al Caudillo en solicitud de amparo.
Muchos años después contará su aventura en una entrevista[91]:
—Pedí audiencia y Franco me la concedió. Iba muy nervioso, pero le dije al Caudillo que el biquini estaría mal visto, pero que quien los vendía era Loewe[92]. Y le puse un ejemplo fácil de entender. Le dije: «Mi general, ¿no necesitamos las divisas de los turistas? Si queremos desviar el curso del Ebro no podemos poner un muro en Tortosa, sino que habrá que ir al origen, donde nace el Ebro; pues con las divisas pasa lo mismo, hay que buscarlas en su origen, en el turismo».
—¿Y qué le contestó? —inquiere el entrevistador.
—Que cuando tuviese problemas gordos, me dejase de gobernadores y ministros y acudiese directamente a él.
Legalizado el biquini, don Pedro Zaragoza concibe el plan de atraer masivamente el turismo a su pueblo. En primer lugar saca las aguas fecales de la playa y compra pozos a los pueblos del entorno para paliar el déficit de agua potable que padece Benidorm; después, en 1956, idea un Plan General de Ordenación Urbana que reconvierte todo el término municipal en terreno edificable.
—Era ilegal —explicará don Pedro Zaragoza en la citada entrevista—, pero hicimos una trampa: adherir planes parciales. ¿Que se pudo hacer mejor? Claro que sí, pero no nos dejaron. En nuestro proyecto, las calles eran el doble de anchas de lo que son, pero en la comisión de urbanismo me dijeron que estaba loco por querer hacer calles más anchas que las de Alicante y Valencia. Les advertí que vendrían muchos coches, y se rieron. ¿Visionario? ¡Nooo…! Pero me lo tumbaron.
—¿Y la campaña de Laponia? —pregunta el entrevistador.
—En un viaje conocí a una familia de pescadores lapones y la invité a Benidorm. La paseamos por Helsinki, Barcelona y Madrid vestida al modo tradicional de su país, con un cartel que decía que se iban a Benidorm. Las fotos salieron en toda la prensa de Europa. Cuando llegaron a Benidorm, como tenían calor vestidos de pieles, se fueron a tomar el baño a la playa. Para sorpresa nuestra, se quitaron toda la ropa excepto los calcetines, puesto que su cultura no les permitía enseñar los pies, y se metieron en el agua desnudos. Por suerte, convencí a los periodistas para que no sacaran nada de eso. Si por el biquini me habían querido excomulgar, imagínese por el desnudo integral. Finalmente, en 1964, hicimos un convenio con una entidad financiera vasca para que todos los novios que se casaran el día de la Virgen de Begoña viajaran a Benidorm con los gastos pagados. Nosotros regalábamos la canastilla para el bebé que tuvieran, porque presumíamos que se había engendrado en Benidorm, claro. Y luego hicimos el Festival de Benidorm, que le dio fama al pueblo. De él salieron Julio Iglesias y Raphael[93].
El alcalde de Benidorm con los lapones.
Primer posado en biquini. Ibiza, 1953.
En Benidorm es posible que la moral episcopal haya sufrido un quebranto, pero en el resto del país se mantiene incólume a pesar de los embates del vicio y de la modernidad. En Córdoba la sultana, ahora Córdoba la cristiana, el obispo fray Albino González y Menéndez-Reigada culmina el año mariano de su diócesis con la carta pastoral Dios os llama, en la que anuncia a sus feligreses la celebración de una «gran misión de Córdoba»[94]. Después de días de predicaciones, retiros, rosarios, vía crucis y diversos actos de piedad, como broche final del magno acontecimiento, el pastor diocesano congrega en el paseo de la Victoria a dos terceras partes de la población cordobesa y consagra solemnemente la diócesis al Inmaculado Corazón de María.