CAPÍTULO 13

Nos visita su graciosa majestad

El Chato Puertas, impecable, abrigo de paño abierto para lucir el traje a rayas cruzado, insignia de oro del yugo y las flechas en la solapa, saborea un cóctel Perico[79] en compañía de su amigo y socio Nemesio en la barra del Chicote. Delante de ellos, sobre el mostrador, hay un ejemplar del diario Arriba, en el que el Chato suele consultar las páginas deportivas y los anuncios. Hoy el editorial del periódico falangista protesta por la anunciada visita de la reina Isabel II de Inglaterra a Gibraltar:

Si el Gobierno británico cree que el Peñón es una rosa imperial que debe colocarse a los pies de la reina, algún día se dará cuenta de que la rosa tiene espinas[80].

—¿Tú qué piensas? —pregunta Nemesio señalando la noticia.

El Chato mira con atención la foto de la reina.

—Que es guapa: mira qué labios y qué ojos.

—Sí, sí —conviene Nemesio—, pero lo mejor es el culo. Mira qué pandero más rico. ¿No le da un aire al de Ana Mariscal?

El Chato examina nuevamente la fotografía.

—Un revolcón tiene, desde luego —concluye—. ¿Sabes que la Uruguaya tiene ahora una gachí igualita que ella? Ya me la he tirado. Quería que antes le besara la mano pero la mandé a tomar por culo y le dije que se concentrara en la faena, que no estoy por perder el tiempo ni necesito tonterías pa empalmarme.

—Pues a vosotros os pone contentos, pero a mí me ha jodido bien esa señora —interviene Francisco Anguita, un próspero almacenista de coloniales que a veces juega partidas de dominó con el Chato y compañía.

—¿Qué dices? ¿Y eso?

—Con la dichosa visita han cerrado el consulado y se lo han llevado a La Línea[81].

—¿Y a ti qué más te da?

—Ahora todo son pegas y papeleos. A ver cómo saco yo mis alijos de tabaco: Chesterfield, Camel, Philip Morris…

—¿Tienes mucho?

Anguita titubea. No sabe si contar la verdad. A las afueras de Toledo tiene un almacén desde el que distribuye el contrabando por todo el norte del país.

—Te lo pregunto porque si no estamos hablando de calderilla, yo tengo amigos en Aduanas —aclara el Chato Puertas—. Pásate esta tarde por las oficinas y hablamos.

El Chato Puertas vigila la puerta. Está citado con el sargento Morgan Blackascoal, de la base americana de Torrejón, con el que mantiene contactos comerciales.

El botones de la entrada, Luisito, un niño de doce años disfrazado de general austrohúngaro por razones de su cargo, se asoma al salón y grita alborozado:

—¡Ya están aquí los estudiantes!

El aviso provoca una estampida de parroquianos y camareros. Desde la acera ven pasar la manifestación.

¡Una manifestación, un fenómeno que no se producía en Madrid desde los tiempos de la República!

El Chato Puertas no se apresura. Con ese señorío que lo caracteriza, apura su cóctel, chasquea la lengua aprobadoramente, extrae del bolsillo trasero del pantalón un fajo de billetes sujetos con una goma elástica y con elegante displicencia deposita dos de cinco pesetas en la barra.

—Honorato, me asomo a ver a los camaradas —le avisa al viejo barman—. Si llega el cafre le pones una Coca-Cola y unos cacahuetes, y le dices que me espere.

«El cafre» es el sargento Blackascoal, que es negro.

—Descuide, don Ildefonso.

En la Gran Vía reina una gran expectación. Clientes y empleados de los distintos comercios y oficinas de la zona contemplan, desde la acera y desde las ventanas, el paso de una alegre muchedumbre de adolescentes que corea «¡Gibraltar español, Gibraltar español!» y otras consignas patrióticas.

¡Gibraltar español!

¡Gibraltar español!

La juventud española exige a la pérfida Albión que devuelva el Peñón de Gibraltar, el pedazo de tierra patria usurpado por los ingleses en 1704, en el transcurso de la guerra de Sucesión. Los manifestantes ondean algunas banderas nacionales y de Falange y sostienen pancartas con frases reivindicativas en las que el Chato Puertas lee, moviendo los labios, «Gibraltar Español», «Fuera los usurpadores», «Gibraltar es nuestro». A pesar de ello, y a juzgar por el jolgorio, las risas y las bromas con que desfilan los manifestantes no parecen muy indignados. El rectorado les ha concedido el día libre para que cumplan con su obligación patriótica, pero más bien parece que fueran de carnaval[82].

El corte de tráfico fastidia bastante a los automovilistas detenidos por un embotellamiento en la plaza del Callao, pero se abstienen de tocar el claxon, en patriótica solidaridad con los manifestantes. Desde la cabina de un destartalado camión 3HC Pedrito el Piojo y su compadre el Burro Mojao contemplan el panorama.

—¡Me cago en Dios, lo que nos faltaba! —exclama el Piojo y le propina un manotazo al volante—. Verás tú cómo nos cierran la funeraria y nos vemos durmiendo esta noche con los ataúdes.

—No digas tonterías, ¿cómo van a cerrar la funeraria?

—¡Que sí hombre! Que en este país mierdoso en cuanto sacan dos banderas a la calle los empleados aprovechan para echar el cierre del negocio y hasta mañana badana. ¡Así vamos a levantar el país!

El Piojo y el Burro Mojao vienen del cementerio de la Almudena, donde han montado un lucrativo negocio de reciclaje de ataúdes. Cuando se produce un entierro de lujo, los enterradores aguardan a que los dolientes se marchen y vuelven a abrir la fosa o el nicho para robar el ataúd y las ropas del difunto o la difunta. La funeraria El Reposo Eterno paga quinientas pesetas por ataúd, a tocateja, y no hace preguntas. Cuando no hay entierro a la vista, el Piojo y su socio recorren los pueblos cercanos y contactan con los enterradores a los que compran lápidas viejas a cinco duros unidad. Convenientemente cortadas, canteadas y pulidas por el lado del difunto (el que no tiene inscripción funeraria), se convierten en veladores para las cafeterías y heladerías de la capital.

—¡Hay que ver la cantidad de gente que hay en el mundo! —filosofa el Piojo viendo discurrir la patriótica multitud.

—Y todos tienen que morirse —observa el Burro Mojao—. El negocio funerario este nos va a dar de comer toda la vida, que te lo digo yo.

Lleva razón el Burro Mojao. Con el nuevo negocio comen caliente todos los días y visten como dos dandis. Piojo se mira los zapatos marca Segarra, con suela de tocino, que antes pertenecieron a un difunto. Los lustra a diario para que brillen como espejos. Son los primeros zapatos de estreno que ha tenido en su vida.

En algún momento los manifestantes hacen un alto para quemar la bandera británica, al tiempo que algunos falangistas corean, brazo en alto, el himno Gibraltar, Gibraltar[83]. Después se arremolinan frente a la embajada del Reino Unido, calle Fernando el Santo, número 16.

El embajador inglés telefonea alarmado al ministro de la Gobernación, Blas Pérez. Tras la consulta, una compañía de la Policía Nacional que había escoltado a la manifestación recibe órdenes de disolverla. Los policías empuñan las porras y cargan contra los estudiantes.

—¡Coño! ¿Pero esto no lo había montado el Gobierno? —pregunta uno de los represaliados al colega que corre a su lado.

—Tú razona con ellos y no corras —le responde el otro, no sin sorna[84].

La prensa del Movimiento silencia los incidentes, pero se hace eco de la patriótica jornada vivida en diversas capitales de España, sin olvidar las no menos patrióticas reacciones de los pueblos. Es muy celebrada la ocurrencia de los estudiantes de la Universidad de Sevilla, que portaban una pancarta en la que, en letras de gran tamaño, decía: «Gibraltar para España». Y más abajo, en letra de menor cuerpo: «Estamos hartos de los hijos de la Gran Bretaña».

El concejo navarro de Muruarte de Reta, localidad de unos ciento cincuenta habitantes, ha declarado en sesión solemne «mostrar su repulsa ante la escala que el Britannia tiene prevista en Gibraltar»[85]. Un locutor de Radio Nacional declara solemnemente: «El Régimen de Franco no se apoya en las urnas, se apoya en las trincheras».

—¡Bien dicho, ya está bien de tonterías!

También se apoya en la Iglesia que, a su vez, se apoya en la censura, instrumento esencial de su abnegada Cruzada para preservar al pueblo español de la impudicia que degenera al resto de la cristiandad y en especial a los países protestantes de Europa.

Javier Zulueta es un joven militante de Acción Católica. Recomendado por el obispo de Zaragoza, se ha incorporado recientemente a la Junta de Censura. Le ilusiona que don Tancredo lo haya llamado a su despacho para encomendarle que levante acta e informe sobre la próxima revista que se representará en el teatro de La Latina. Desde su puesto de la tercera fila del patio de butacas, Javier presencia, conturbado y ruboroso, las evoluciones de ocho vicetiples que enlazadas por las caderas levantan los muslos simultáneamente al compás de la música y después se inclinan juntando los brazos de manera que los pechos rebosan por el corpiño, marcando una especie de canal que se pierde en la negrura recóndita del vestido. La mareante exhibición de tanta carne femenina angustia al joven censor, pero, sobreponiéndose, objeta sobre el insuficiente largo de las faldas y la procacidad de los corpiños. Molesto por la interrupción, el libretista Juan José Cadenas suspende el ensayo.

—¡Basta! ¡Corten! ¡Enciendan la sala!

El libretista se adelanta hacia las candilejas y se encara con el censor.

—¿Qué edad tiene usted, joven?

—Veintisiete años.

—¡Qué lástima! —exclama—. ¡A su edad yo me dedicaba a desnudar a las mujeres, no a vestirlas![86]

Los censores saben que su oficio acarrea reproches y sinsabores, pero también saben que el ministro de Información los apoya incondicionalmente y que el celo en el oficio se premia con ascensos. Hace pocos meses un productor de cine quejoso porque el padre Agustín Centelles le había tumbado un proyecto movió influencias hasta conseguir que el propio Arias-Salgado lo recibiera en su despacho.

—Ministro, yo he invertido mucho dinero en este proyecto —se sinceró—. Si ahora no puedo rodar, me arruino.

A lo que Arias-Salgado respondió:

—Usted se arruinará, pero que conste que yo le he salvado el alma, que es más importante que la hacienda.

En la peluquería El Siglo, Pepe, el barbero, cuenta el último chiste:

—Va un cojo con sus muletas cojeando detrás de la manifestación y gritando: «¡Queremos el Peñón, queremos el Peñón!», y uno que lo ve pasar le pregunta: «¿Y tú pa qué quieres el Peñón, si no puedes andar ni por lo llano?».

La familia de Primera Comunión.

La familia de Primera Comunión.