A la salida de la oficina del Chato Puertas, su secretaria, Petronilita de Vallejo y Jiménez Enciso, Lita para los amigos, acude a la cercana iglesia de San Francisco de Borja, de los jesuitas de la calle Claudio Coello, para visitar al Santísimo. Cumplidas sus oraciones, espera turno para confesarse, arrodillada, la cabeza cubierta por un velo, en actitud compungida, frente al confesonario del padre Fornell, S. J., su director espiritual.
Cuando le toca el turno se arrodilla detrás de la tupida rejilla del mueble penitencial.
—Ave María Purísima —saluda al sacerdote.
—Sin pecado concebida —responde la voz íntima, viril y algo rasposa del padre Fornell. Lita roza levemente la rejilla metálica con la punta de la nariz y percibe un delicado efluvio del agua de colonia que usa el sacerdote.
—Dime, Lita, hija —murmura el padre Fornell, S. J., después de reconocerla tras la rejilla—. La semana pasada te saltaste la confesión, ¿o fuiste a otra parroquia?
Lita adivina un leve tono de reproche en su voz.
—¡No, padre! —se apresura a decir—. Es que hemos estado muy ocupados en la oficina y apenas me dio tiempo a hacer la visita al Santísimo.
—¡Dios está antes que la oficina y que todo! —le riñe el confesor—. ¡La mala hierba es como la pelusilla del bigote: se robustece! ¡Hay que arrancarla todas las semanas! ¡Que no vuelva a ocurrir! Dime ahora, hija, vacía tu alma ante el tribunal de la penitencia.
—Sonsáqueme, padre.
—Desahógate, hija mía[70] ¿De qué pecados te acusas?
—Me he enfadado con mi madre porque me abrió la carta de una amiga.
—¿Qué más?
—He envidiado unas medias de nailon que le he visto a la mujer de mi jefe.
—¿Qué más? —urge el sacerdote—. ¿Te has rozado?
Silencio detrás de la rejilla. El padre Fornell, S. J., emite un ligero suspiro. Lita percibe su aliento a tabaco rubio, agradable.
—Dime, hija mía, ¿te has rozado? —insiste el cura con persuasiva voz, algo más cálida que antes.
—Sí —reconoce la muchacha en un susurro.
Se percibe una respiración pesada. El sacerdote, que es corpulento, se agita intranquilo en el cubículo.
—Cuéntamelo —le ordena reduciendo la voz a un susurro confidencial—. Y no te saltes ningún detalle. Ese sentimiento de vergüenza es parte de tu penitencia, hija mía. Si no cuentas lo sucedido con pelos y señales no es válida la confesión, ya lo sabes.
—Sólo lo he hecho una vez —aduce la pecadora.
—¿Y te parece poco? —murmura la voz grave—. Sólo una vez. ¡Sólo una vez ya es demasiado! ¡Estás en pecado mortal, has dormido en pecado mortal! Suponte que te mueres. ¡Vas derecha al infierno, desgraciada!
Se produce un silencio compungido detrás de la rejilla. Nuevamente se escucha la voz susurrante del padre Fornell, S. J., otra vez calmosa e invitadora.
—Dime, hija mía, ¿en quién pensabas?
Lita titubea.
—¡Vamos, no me hagas esperar! —se impacienta el padre Fornell, S. J.
—En Jorge Negrete —reconoce Lita con un hilo de voz.
—¡En Jorge Negrete! —exclama el confesor tan alto que Lita teme que lo hayan oído las penitentes que esperan turno en los bancos contiguos. Enrojece violentamente. Le parece que las orejas le van a estallar.
—¿Cómo has podido cometer ese pecado y mucho menos con un hombre que ya ha comparecido ante el tribunal de la divina justicia?[71]
—No lo sé, padre.
—Ahora cuéntamelo todo, con detalle, no te dejes nada en el tintero. Ya verás lo a gusto que te sientes después de ponerte a bien con Dios.
A la misma hora, en el colegio escolapio de Barajas, el padre Joaquín recibe en su despacho en penumbra, propicio a las confidencias, al alumno de once años Pedro López y después de prometerle muchos éxitos en el deporte y en la vida si se deja guiar por los sabios mentores del colegio, le pregunta:
—Oye, ¿tú tienes fimosis?
El niño no sabe qué es fimosis. El cura se lo explica.
—El pellejito que cubre la bolita del pito. Si se coge a tiempo, no es problema. Lo malo es que llegues a los dieciocho años sin haber hecho los ejercicios, entonces hay que operarte, te lo tienen que cortar y no veas lo que eso duele. A ver, bájate los pantalones y déjame ver.
El niño se pone colorado, duda, el cura lo atrae con su paternal mano. «Vamos, no seas tímido, tú tienes que ser un machote, te alegrarás». Lo ayuda a bajarse los pantalones. El cura huele muy bien, a Varón Dandy o aftershave. Respira profundo el cura cuando ve el sexo del niño, los pantalones abajo. Lo manipula con cuidado, tira del pellejito hacia atrás, descapullando con suavidad, palpa los testículos con mano experta.
—Bueno, Pedrito, parece que hemos llegado a tiempo. Tienes un poco de fimosis, pero con paciencia y sesiones de masaje se puede arreglar. ¿Ves lo que te hago? —Movimientos masturbatorios—. No te duele, ¿verdad? Incluso te gusta. Normal, eso no es pecado. Es una reacción fisiológica. Con paciencia evitaremos que sufras fimosis de mayor.
Confesiones en el colegio Jesús de Nazaret, Alicante.
El padre Samuel atiende, con voluntad misionera, los problemas de fimosis de un par de docenas de alumnos, los más agraciados. «Esto debe quedar entre nosotros. No lo comentes con tus amigos ni con nadie. A ti te tengo especial afecto y quiero dirigirte personalmente para que triunfes en la vida. Te lo mereces y lo vales. Y ahora dame un beso, ya te llamaré otro día».
Al padre Samuel lo atraen mucho las pililas de los niños y lo que ellos llaman autogozos con derrame final, o sea, la masturbación: ¿en quién piensas cuando lo haces?, ¿cuántas veces al día?, ¿qué sientes?, ¿ves a tus hermanas o a la criada desnudas?, etc. El padre Samuel sale excitado del confesonario y se entrega al vicio de Onán en su despacho, la puerta atrancada con el canto de una silla.
Pedófilos y efebófilos como el padre Samuel abundan entre los religiosos dedicados a la enseñanza a los que el Estado ha confiado la formación de las nuevas generaciones. En este sentido, los que desempeñan su misión pastoral en hospicios y orfelinatos son unos privilegiados, porque los niños a su cargo no tienen perrito que les ladre ni quien los proteja y son más fáciles de pervertir con una propinilla o un chicle.
Protegidos por la misma impunidad que les brinda su poder e influencia social, muchos curas seducen a sus hijas de confesión (o sea, solicitatio ad turpid). En la barbería El Siglo se hacen chanzas sobre la cantidad de niños pelirrojos que nacen en Villar del Jándula desde que llegó un párroco de pelo azafranado. Cuando lo trasladaron de parroquia, tras un decenio de fecundo apostolado, acudieron los niños de las escuelas a despedirlo:
—¡Adiós, padre! ¡Adiós, padre! —coreaban agitando banderitas. Y, él, desde la ventanilla del autobús, con lágrimas en los ojos, comentaba:
—De todos, no; pero de bastantes, sí.
Teófilo González y Visi se han vestido de domingo y han ido a Jaén para transferir el último plazo de la deuda a doña Enriqueta, la viuda que les adelantó dinero para el traspaso de la tienda.
Ahora el negocio es suyo. Cuando regresan, se recrean contemplando la tienda cogidos de la mano: los tarros de caramelos, la quesera, anaqueles y cajoneras hasta el techo… Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa: las botellas de coñac, aguardiente o licores; las velas para los apagones, las cerillas, los candiles de aceite, las tiras de papel atrapamoscas; las alpargatas perfectamente apiladas, atadas por pares, las suelas hacia fuera, las de yute y las de goma; las lámparas de carburo, las especias, las tripas y aliños de la matanza, los bacalaos secos abiertos en abanico, la caja de sardinas arenques, las tabletas de chocolate, la achicoria, el chocolate en polvo; el jarabe Ceregumil, que es más barato que el azúcar y endulza casi igual, pilas de latas de sardinas, de anchoas, de melocotones en almíbar… y pare usted de contar. En latería no tienen mucha variedad porque las conservas son un lujo al alcance de muy pocos y el vecindario es tirando a pobre. Sin embargo, no faltan, para parroquianos pudientes, leche condensada La Lechera y cubitos de caldo de gallina Avecrem. Tampoco faltan licores: quina Santa Catalina para señoras inapetentes o recién paridas, Licor 43, anís La Castellana, dulce y seco, y coñac Fundador. Hay garrafas de vino manchego para la venta a granel y botellones de agua de Carabaña protegidos por jaulas de madera.
Un mosquitero protege de las moscas una gran lata de atún en escabeche, otra de carne de membrillo La Gloria de Puente Genil, medio queso manchego, dos fuentes de loza con chorizos y morcillas y una lata de jamón de york, que es comida para convalecientes y mujeres recién paridas. Hay también un surtidor de manivela, para el aceite a granel, y una báscula de mesa Arisó algo trucada. Del techo cuelgan cuatro cintas atrapamoscas que Teófilo renueva cuando las ve razonablemente ennegrecidas de cadáveres. Un par de lámparas de carburo iluminan la tienda cuando se va la luz, lo que ocurre con enfadosa frecuencia. En la trastienda hay de todo: chocolate de algarrobas, azúcar amarillento, pan moreno y blanco, achicoria, sardinas en lata, harina de maíz, aceite, vinagre, vino de La Mancha en garrafas, miel de la Alcarria en tarros, tocino y hueso de cerdo en salazón para los cocidos, piedras de carburo, mechas de candil en manojos, paquetes de sosa cáustica, detergente Norit, latas de desinfectante Zotal, ajos, pimentón, laurel y otras especias. En un rincón, dos barriles con aceitunas que el propio Teófilo prepara, machacadas o rajadas, y aliñadas de distinta forma. En el rincón opuesto, cubos y barreños de cinc de distintos tamaños, unos metidos dentro de otros, como muñecas rusas, aparatos para pulverizar el matamoscas Flit, madejas de sogas y cuerdas de variado grosor y una cascada de abarcas hechas con neumáticos viejos que constituyen el calzado laboral del campesino.
En la tertulia de la barbería El Siglo, Leyva lee las noticias:
Su Santidad el papa Pío XII le ha concedido a Franco el Gran Collar de la Orden Suprema de Cristo, máxima condecoración vaticana[72].
Los americanos han lanzado en el archipiélago de las islas Marshall una bomba de hidrógeno seiscientas veces más poderosa que la que destruyó Hiroshima.[73]
—¿No irán estos a partir el mundo con esos bombazos y nos iremos todos a freír espárragos? —interviene Alvarito Ruzafa.
—Pues no te diría yo que no —corrobora Leyva.
Los contertulios permanecen en silencio, meditando lo del holocausto nuclear. Interviene Pepe, el barbero, con una adivinanza.
—¿Por qué va Franco tan tranquilo rodeado de la llamada «guardia mora»?
Como siempre ocurre, ninguno da con la respuesta.
El barbero se asoma a la puerta y se asegura de que sólo lo van a oír sus amigos. En voz baja apunta la respuesta:
—Porque como son musulmanes no pueden comer cerdo.
Ríen todos moderadamente.
Pepe, el barbero, se anima y cuenta el segundo chiste.
—Va Franco en el discurso de Navidad y dice (imitando el timbre atiplado y chillón de Franco): «¡Españoles!: hace tres años España se encontraba al borde del abismo. Hoy, gracias a mis desvelos y a los del Movimiento, puedo anunciaros que… ¡ha dado un paso al frente!».
Nuevamente ríen moderadamente. Los insultos y faltas de respeto al Caudillo se castigan con años de cárcel.
El censor ha tapado el canalillo del escote con encaje pintado a mano.