Capítulo 7

Belle Époque, gresca y devoción

Nos proponemos efectuar ahora un breve recorrido por las dos etapas de la ciencia sindonológica: la paleosindonológica, comprendida entre 1898 (fotografías de Secondo Pia) y 1950 (Primer Congreso Internacional), y la neosindonológica, que abarca desde 1950 hasta nuestros días.

La etapa paleosindonológica se centró en la indagación del suplicio del hombre de la sábana (Cristo, según los sindonólogos); la etapa neosindonológica incide más bien en la demostración científica (con ayuda de los complicados artilugios técnicos de la era espacial) del milagro de la Resurrección de Cristo. En definitiva, se trata de demostrar científicamente que Dios existe y es cristiano.

Después de la exposición de 1898, la Sábana Santa regresó a la penumbra de su capilla, bien enrollada dentro de su cofre sellado. Pasaría toda una generación antes de que la reliquia se ostendiera de nuevo. Por consiguiente, tanto sus críticos como sus defensores tuvieron que basar sus respectivas argumentaciones en la s fotografías de Secondo Pia e inevitablemente dijeron muchas majaderías que el examen directo de la reliquia habría evitado. A Mély le pareció que se trataba de una pintura y que el efecto de negativo fotográfico era simplemente el resultado de haberla fotografiado al trasluz; al fotógrafo Chopin le parecía que el efecto se debía a que la habían fotografiado por su reverso y aseguraba que la verdadera imagen estaba oculta por el forro. Quizá las piadosas clarisas que siglos atrás restauraron el lienzo afectado por el incendio habían optado por ocultar el anverso por considerarlo más deteriorado.

En los primeros años de nuestro siglo, los más ilustres adversarios de la autenticidad de la Sábana Santa fueron, sin embargo, algunos clérigos católicos empeñados en renovar la imagen de la Iglesia liberándola de todo lo irracional y supersticioso (categoría en la que incluían a las reliquias). Entre ellos cabe destacar al prestigioso jesuita inglés Herbert Thurston y, sobre todo, al canónigo francés Ulysse Chevalier.

Chevalier era profesor de Historia Eclesiástica en la Facultad Católica de Lyon. Estaba convencido de que la Sábana Santa era un fraude del siglo XIV y que tarde o temprano sería desenmascarado con daño de la Iglesia. Para él, «los anales de la Sábana Santa de Turín se reducen a una constante violación de las dos virtudes tan recomendadas en la Sagrada Escritura, la justicia y la verdad» (1900, p. 42).

Al filo del siglo, mientras París celebraba su Exposición Universal, los bóxers chinos asediaban las embajadas occidentales en Pekín, el rey Humberto de Italia moría asesinado, la hambruna diezmaba la India y Freud escribía su interpretación de los sueños, los primeros sindonólogos cerraban filas frente a la incredulidad de Chevalier. El provicario general de Turín, monseñor Colomiatti, intentaba refutarlo en un folleto en el que suplía la ausencia de datos históricos, el flanco débil de la sindonología, con la firme convicción de que «la verdadera crítica en lo concerniente a las santas reliquias, a su identidad y autenticidad, no reclama una certeza metafísica o bien física. La certeza moral es suficiente» (Hernández, p. 260). A falta de más sólidos argumentos, algunos sindonólogos arremetieron contra Chevalier pulsando su fibra cristiana, dado que al fin y al cabo, aunque opuesto a la reliquia, era canónigo. Nuevamente monseñor Colomiatti escribía:

Si se admitiesen las deducciones del señor Chevalier […] ¿qué reliquia de la Pasión del Señor sería auténtica? La lanza, los clavos, la corona de espinas, la scala santa, el liento, no están probados en documentos apodícticos en lo referente al periodo que precedió a las Cruzadas, y en el periodo siguiente estas reliquias están sujetas a graves discusiones. Luego, ¿no son auténticas? ¿Es idolatría adorarlas? La Iglesia, ¿se engaña y engaña a los fieles permitiendo su adoración?

Durante el siguiente medio siglo, las obras del canónigo Chevalier y del jesuita Sanna Solaro suministraron la munición de uno y otro bando. Según Solare, S. J., la sábana había peregrinado de Jerusalén a Constantinopla y desde allí a Francia. Aseguraba que en Jerusalén la encontró santa Elena, madre del emperador Constantino y devota coleccionista de reliquias, o quizá Heraclio, emperador de Bizancio, o quién sabe si el caudillo cruzado Godofredo de Bouillon. Este dogma paleosindonológico sería sustancialmente modificado cuando el neosindonólogo inglés Ian Wilson introdujera una estación intermedia, Edesa, en el camino de Jerusalén a Constantinopla.

El gran problema de los sindonólogos ha sido siempre explicar el milenio y medio de la prehistoria de su sábana. Los paleosindonólogos, mientras trabajosamente establecían los fundamentos de la nueva ciencia, reconocían humildemente que este vacío era comprometedor. Nuestro primer sindonólogo, Modesto Hernández, aplicado discípulo de los franceses, da por supuesto que el sudario fue recogido por «los apóstoles y María Magdalena […] encargados de transmitir a las generaciones futuras las reliquias de la pasión del Maestro» (Hernández, p. 90), pero cuando llegaba al terreno de la probanza reconoce que «no aduce testimonio alguno; mas es muy verosímil su narración» (Hernández, p. 91). Lástima que la verosimilitud o falta de verosimilitud no sean criterios científicamente admisibles. Que una narración sea verosímil no es criterio suficiente para admitirla como cierta.

En busca de indicios que abonaran, aunque fuera de manera indirecta, la problemática prehistoria de la sábana, los primeros sindonólogos intentaron demostrar que el rostro de la imagen de la sábana ha influido en las representaciones de Cristo en el arte cristiano desde el siglo VI. Es la llamada teoría iconográfica. Vignon y Wünschel encontraban hasta veinte semejanzas, tan llamativas como una raya transversal a lo largo de la frente o una especie de triángulo en el entrecejo, que marca una «V» en el nacimiento de la nariz. Lamentablemente, los enemigos de la reliquia pusieron de manifiesto la debilidad de esta teoría. Rebuscando entre los miles de imágenes de Cristo producidas a lo largo de más de un milenio no es difícil entresacar una veintena que reúna ciertas características, pero ello no prueba nada porque sigue habiendo una abrumadora mayoría de representaciones de Cristo que no participan de esas semejanzas. Al propio tiempo, las características apuntadas se observan también en imágenes de santos y profetas. Y, finalmente, es natural que una reliquia del siglo XIV represente una imagen de Cristo semejante a la divulgada por el arte occidental. En todo caso es el arte el que influye en la sábana y no al contrario.

La historia no confirmaba nada, pero quedaba el objeto. Entonces los sindonólogos se aplicaron a demostrar que ese objeto sólo podía ser la mortaja de Cristo. Si la historia y la tradición no eran recursos válidos había que recurrir a la ciencia. Esto explica que, desde sus comienzos, los sindonólogos se hayan esforzado por explicar la misteriosa formación de la imagen en relación a los últimos descubrimientos científicos y técnicos de cada momento. Antes de las fotografías de Pía se creía que las manchas de la sábana eran producto de la sangre y las sustancias grasas empleadas en el embalsamamiento. Cuando las fotografías descubrieron el efecto negativo hubo que idear una explicación más rebuscada, dado que su efecto, un negativo fotográfico, se relacionaba con una técnica absolutamente moderna. Los contemporáneos de Secondo Pia se esforzaron en probar que las imágenes habían sido causadas por una fotografía fotofulgural, o una radiación Roentgen, una acción eléctrica (dado que «la electricidad, bajo su forma más vulgar, el rayo, es capaz de imprimir imágenes»). (Hernández, p. 281). Todas estas posibles actuaciones eran, por supuesto, de procedencia milagrosa y provocadas por Dios para dejar su mensaje en la reliquia. Advirtamos cómo los avispados paleosindonólogos sabían combinar en su teoría los dos inventos más sorprendentes y populares del momento, la electricidad y la fotografía.

Más adelante, con los adelantos de las ciencias, estas explicaciones se han arrinconado para dar paso a nuevas teorías propias de la era espacial (tridimensionalidad); y de la era atómica (radiación atómica). La opinión sindonológica oficial cuando redactamos estas líneas es que Jesús «desapareció, volatilizado o espiritualizado, de entre la sábana mortaja» (Solé, P. 417). Para el hombre moderno es fácil de entender. La materia que era su cuerpo torturado se transformaría en energía y esta energía volvería a proyectarse en proceso reversible en los momentos de aparecerse a los discípulos y permitir que Tomás, el incrédulo, le introdujera el índice —recordemos que el dedo en cuestión se conserva como reliquia en la Santa Croce romana— en la herida del costado (una medida quizá higiénicamente reprobable pero evangélicamente necesaria).

Las materializaciones y desmaterializaciones son fáciles de entender para el hombre moderno, acostumbrado como está a presenciarlas en las películas de ciencia ficción con el tremendo verismo que hoy alcanzan los efectos especiales.

Otras observaciones objetivas de la reliquia han evolucionado también con el tiempo. El primer sindonólogo conocido, el arzobispo de Bolonia monseñor Alfonso Paleotto, que publicó un libro sobre la Sábana Santa en 1598, aseguraba que el aura de santidad (en su caso divinidad) de Cristo era visible rodeando la cabeza del hombre de la sábana. Hoy sigue siendo visible, pero los sindonólogos admiten que se trata de una marca de agua dejada por la que arrojaron sobre la reliquia en el incendio de 1534. Otro ejemplo: a principios de siglo, los sindonólogos advertían en el crucificado de la Sábana Santa la nítida impresión del ángulo formado por los maderos horizontal y vertical de la cruz que había lacerado su hombro.

Sobre la parte posterior del hombro derecho del hombre —escribió Vignon en 1902— […] vemos una gran mancha estriada verticalmente y que se extiende desde la arista hasta el omóplato: la rama vertical de la cruz debía reposar sobre el hombro, en tanto que la víctima sostenía con la mano derecha la parte de la rama horizontal que se dirigía hacia abajo. La cruz, muy pesada, no pudo dejar de cortar las carnes. (Vignon, P. 97).

Ahora, casi un siglo después, ya sabemos que, en realidad, los romanos no cargaban a sus reos con la cruz entera sino solamente con el travesaño horizontal (patibulum), porque el vertical (stipes) estaba fijo en el lugar de las ejecuciones y servía para todas. Por lo tanto ya no se advierten en la espalda del hombre de la sábana aquellas señales tan evidentes de la escuadra de la cruz que señaló Vignon. Antes bien, en concordancia con el nivel actual de conocimientos, lo que se detecta son señales del travesaño horizontal solamente: «sobre el hombro derecho —región supraescapular y acromial derechos— se observa una vasta zona escoriada y contusa […] como de unos 10 por 9 cm. Otra zona de iguales características se aprecia en la región escapular izquierda» (Benítez, p. 79), o, dicho más llanamente, dos señales «escoriadas y contusas de forma casi rectangular» que produjo el roce del madero horizontal (Solé, p. 220).

Esta capacidad de adaptación de la realidad a las necesidades de cada momento no debería sorprendemos. Comenzó en la etapa protosindonológica, cuando las monjitas clarisas de Chambéry que remendaron la sábana después del incendio de 1534 no dudaron en falsear su informe para adaptar la realidad a las Escrituras. Debido a su delicado trabajo como restauradoras, las monjitas estudiaron la reliquia en sus más mínimos detalles. Muchas de ellas incluso «velaban toda la noche con imponderable satisfacción». De sobra sabían que el hombre de la sábana tenía los agujeros de los clavos en las muñecas. Sin embargo, no sintieron escrúpulo alguno al atestiguar que «los agujeros de los clavos están en mitad de las manos, largas y hermosas». Prefirieron incurrir en una mentira piadosa con tal de justificar el relato evangélico y las imágenes piadosas que los sitúan en el centro de la mano.

¿Cómo conciliar este evidente desajuste? Los sindonólogos recurren a una rebuscada y piadosa explicación que exonera a las monjitas de su mentirijilla. Como el documento de las clarisas no es el original, que se ha perdido, sino una copia, «pudiera muy bien haber ocurrido que el copista hubiese sustituido poignet, muñeca, por main, mano, para no chocar tan abiertamente con la tradición y quizá con los textos» (Hernández, p. 202). No advierten que esta misma razón, los textos profetices bíblicos en sus versiones medievales (Zac., 13, 6; Sal. 21, 18), es la que explica las manos clavadas en las representaciones de Cristo.

El relato de las clarisas nos ofrece otro delicioso ejemplo de acomodaticia interpretación sindonológica. Para las monjitas, la gran mancha de sangre que cruza la espalda del hombre de la sábana a la altura de su cintura eran «vestigios de la cadena de hierro que lo ató tan fuertemente a la columna» cuando la flagelación (Hernández, p. 195). Hoy los sindonólogos han reparado en que a Cristo lo flagelaron desnudo y la mancha ha pasado a ser sangre vertida por la herida del costado durante la traslación del cadáver al sepulcro.

Los primeros sindonólogos fueron el biólogo Paul Joseph Vignon y el naturalista Yves Delage. Vignon era un rico heredero que a los treinta años se había visto obligado a abandonar su juvenil pasión por el alpinismo por motivos de salud. Buscando actividades más reposadas, y también movido por su innata piedad, decidió consagrarse al estudio de la Sábana Santa. Como profesor de la Escuela Católica de París estaba excelentemente relacionado con la jerarquía eclesiástica (incluso era amigo personal del futuro Pío XI). Su colaboración con Yves Delage, profesor de la Sorbona, fue muy fructífera. Juntos realizaron diversos experimentos tratando de descubrir el procedimiento por el que se había formado la imagen de la Sábana Santa. Como punto de partida contaron con la colaboración del comandante Colson, que había estudiado la acción de los vapores de cinc en la formación de imágenes. El propio Colson aplicó polvo de cinc a una cabeza de Cristo vaciada en yeso y demostró que dos días de exposición bastaban para impresionar un negativo fotográfico. Por su parte, Vignon y Delage impregnaron sábanas con emulsiones de distintos compuestos presumiblemente usados por los enterradores de Jesús (mirra, áloes) y los sometieron a la acción de vapores alcalinos similares a los desprendidos por un cadáver. «Estos vapores producen imágenes negativas, como los vapores de cinc», explicaba Vignon. Según Vignon, la Sábana Santa estaba impregnada de aceite y áloe y estas sustancias formaron la imagen al reaccionar con la urea del sudor del moribundo.

Vignon alcanzó gran popularidad y reconocimiento. Durante treinta años su teoría vaporográfica sería el credo oficial de la sindonología y sus argumentos una fortaleza inexpugnable para defender la autenticidad de la Sábana Santa frente a la socarrona indiferencia de los escépticos y la maldad de los detractores (Hernández, p. 283). Luego, cuando los avances de la ciencia manifestaron la endeblez de la teoría vaporográfica, los sindonólogos dieron la espalda a Vignon y se acogieron disciplinadamente a la nueva teoría (que unos llaman de la era espacial y otros de la era atómica). Se verá en su momento.

El 22 de abril de 1902, la prestigiosa Academia de Ciencias de París dedicó una sesión al análisis de la Sábana Santa. El académico Yves Delage, de la sección de Anatomía y Zoología, afirmó que se trataba del verdadero lienzo que sirvió de sudario a Jesucristo, resaltando «la superior hermosura de aquella cabeza sin igual» (Hernández, p. 19). Efusiones poéticas aparte, como anatomista, Delage fundaba su identificación en la exactitud de las heridas (latigazos, clavos en las muñecas, lanzada…). También señaló que las imágenes no habían sido producidas por contacto sino más bien por proyección a distancia.

Los sindonólogos echaron las campanas al vuelo. Un sabio imparcial, incluso «incrédulo, librepensador, hombre sin creencias religiosas» (Hernández, P. 15), estaba convencido de la autenticidad de la reliquia.

Estos fueron los primeros y vacilantes pasos de la sindonología, cuando todavía no existían cofradías consagradas al estudio de la Sábana Santa ni una autoridad reconocida que estableciera los dogmas sindonológicos e impusiera la absoluta obediencia a la jerarquía. En ausencia de un corpus doctrinal unificado, cundían las opiniones más dispares (y frecuentemente más descabelladas). Por otra parte, como no existían cofradías sindonológicas, no era posible ejercer acciones coactivas contra los adversarios de la reliquia. Esto explica que reputados eclesiásticos se atrevieran a declararse sindonófobos y abiertamente escépticos sobre la Sábana Santa o incluso decididos propagandistas de su falsedad. Una actitud que hoy comparten en privado muchos sacerdotes pero se guardan de sostenerla en público por temor a la airada reacción del colectivo sindonológico.

A principios de siglo, los más importantes detractores de la Sábana Santa fueron precisamente eclesiásticos. Van Steenkisteri, profesor de Sagrada Escritura del Seminario de Brujas, rechazaba la teoría vaporográfica de Vignon con argumentos puramente lógicos: entre la muerte de Jesús y su entierro mediaron por lo menos dos horas, tiempo más que suficiente para que el sudor del cadáver se evaporara antes de llegar al lienzo. Además deploraba que los sindonólogos se empeñaran en reubicar las heridas de los pies y las manos de Jesucristo en lugares contrarios a los señalados por los textos sagrados.

Otro religioso, el padre Brucker, S. J., expuso sus razonadas dudas sobre la teoría vaporográfica de Vignon en la revista Los Estudios Religiosos. Alegaba el jesuita que la proyección vaporográfica no pudo producirse porque el cadáver estaría vendado, como era costumbre de los judíos, y que una mención de esos «lienzos» o «vendas», así, en plural, aparece sin ir más lejos en el Evangelio de san Juan al referirse al sepulcro de Cristo. Es de sentido común, sostenía el padre Brucker, S. J., que si el hombre de la sábana estuvo vendado, su imagen vaporográfica no pudo imprimirse sobre la mortaja sino, en todo caso, sobre las vendas. Algo debió de ocurrir que se escapa a nuestro escrutinio porque, a poco, el padre Brucker, S. J., se desdijo de sus anteriores declaraciones en otro artículo publicado en la misma revista y declaró que acataba la teoría sindonológica oficial. Es posible que aceptara la explicación sindonológica más al uso, que «los discípulos se limitaron a depositar en el sepulcro el cuerpo sagrado de quien sabían que había de resucitar al tercer día» (Hernández, p. 301). Parece lógico. Si iba a resucitar, ¿para qué molestarse en vendarlo? Lo malo es que esta explicación no concuerda con la sorpresa mayúscula que se llevarían después al verlo vivo. Más lógico sería postular que los enterradores, con la urgencia de que el sábado se les echaba encima, realizaron una chapuza y dejaron el cadáver simplemente envuelto en la sábana.

La explicación parece admisible. No obstante, los sindonólogos procuraron cerrar más consistentemente la brecha abierta por esas vendas que san Juan imprudentemente menciona. Escudriñando con atención en la Sábana Santa, no tardaron en hallar una solución satisfactoria: «en la Sábana de Turín se descubre la presencia de paquetes de lienzos, sin duda alguna pequeños, sobre todo a ambos lados de la cabeza» (Hernández, p. 297). Por lo tanto, las inoportunas vendas del Evangelio quedaban a su lado, sin uso aparente alguno, empaquetadas, como atestiguaba la propia sábana. Hoy, los adelantos de la neosindonología en el terreno de la exégesis bíblica han permitido, tras sesudos estudios filológicos, una alteración semántica de la palabra que antes se traducía por lienzos o vendas de modo que designe, mejor interpretada, a la propia Sábana Santa, o sea, al sudario de Cristo. Por lo tanto, ya no es necesario percibir los engorrosos paquetes de vendas en la Sábana Santa.

Algunos clérigos, ya entonces, no se atrevieron a identificarse como detractores de la famosa reliquia. Por ejemplo, un sacerdote que escribió al diario El Siglo XX de Bruselas sus impresiones sobre el tema después de leer el libro de Vignon. Le parecía aceptable que la imagen frontal del crucificado se hubiera causado por proyección, pero tenía ciertas objeciones para la imagen dorsal. Si el divino cadáver reposaba echado sobre la sábana, su cuerpo reposaría, necesariamente, sobre el tejido, ergo en esta imagen la impresión sería por contacto, con las deformaciones consiguientes, y sin embargo estas no aparecían. También le resultaba incomprensible que la cabeza estuviera impresa con más cuidado que el resto del cuerpo y que los cabellos descendieran verticalmente a lo largo del rostro en lugar de caer hacia atrás como sería lo normal si el cadáver yacía acostado.

Todas estas objeciones, provenientes incluso de partidarios de la reliquia, provocan un amargo comentario en el primer sindonólogo español, Modesto Hernández: «Es una verdad muy dolorosa la de que todos servimos admirablemente para demoler; pocos para edificar» (p. 285). Gran verdad.

Como la guerra de los Cien Años (y va camino de cumplirlos), la guerra de la Sábana Santa se riñó principalmente en Francia, pero no le faltaron sus episodios españoles. En España, desde el primer momento, la reliquia tuvo sus partidarios y sus detractores. Por lo general, unos y otros se limitaban a repetir, con adornos de estilo, lo que establecían sus correligionarios y mentores allende los Pirineos. Originalidad había poca, por no decir ninguna. Refritos, muchos. Algunos, todo lo más, moderaban las expresiones francesas que pudieran resultar chocantes para los pacatos lectores hispánicos. Nuestro primer sindonólogo, Hernández, citando a Loth en la descripción del rostro del hombre de la Sábana Santa, cuando se refiere a la «calma suprema de la muerte», advierte en nota a pie de página: «M. Loth dice “pero el calificativo no es propio”; por eso traducimos “suprema”» (Hernández, p. 81). Don Modesto obró cuerdamente, que las licencias verbales quizá fueran admisibles en Francia, pero desde luego no eran de recibo en la mucho más papista y morigerada España. Este pionero de la sindonología en España, don Modesto Hernández Villaescusa, catedrático de la Universidad Católica de Oñate, polemista formidable y paladín en defensa de la Iglesia contra los ataques del ateísmo disolvente (en la línea de Menéndez Pelayo y otros augustos próceres de su tiempo), dio a la estampa su libro en 1903. El censor del volumen testimonia que don Modesto «lleva ya dadas a la luz muchas y variadas obras en defensa de la verdad y el bien, a cuyo triunfo ha consagrado por completo su castiza pluma» (Hernández, p. 309).

Durante la primera guerra mundial hubo escasa actividad sindonológica, ya que el horno europeo no estaba para bollos, y mentar mortajas en medio de la carnicería hubiera sido como mentar la soga en casa del ahorcado. Luego vinieron los felices veinte y la frívola Europa se desentendió de los temas trascendentes. Pero debajo del celemín los sindonólogos mantuvieron encendida la llamita de su fe en la Sábana Santa, que mientras tanto, entre ostensión y ostensión, dormía el sueño de los justos enrollada en su palo forrado de seda y depositada en ataúd de plata en la silenciosa penumbra de su santuario.